Fragmentos, fotos y poemas de Almería

Si hoy es lunes, esto (debería ser) Almería. En teoría, hoy asomaría por las puertas de su estación de tren, proveniente de Madrid. Era algo que me hacía ilusión, que se trata de un edificio muy cinematográfico y yo soy muy peliculero. O quizá habríamos llegado en coche, antes de ir al Cabo de Gata. No teníamos planes muy precisos, todavía, pero esta semana estaba reservada para zascandilear por Almería y Jaén.

Busco entre mis libros y encuentro dos que me ayudarán a viajar sin moverme del Zaidín. Vuelta y vuelta a través del papel gracias las agudas reflexiones de Antonio Orejudo y a las precisas fotografías de Carlos Pérez Siquier. 

Empiezo por ‘Al fin y al Cabo’, brillante juego de palabras para titular un libro a caballo entre la poesía y la fotografía. Desde que tengo uso de razón he admirado la obra de Pérez Siquier. Su mirada es única e inconfundible. ¡Qué forma de saber ver! ¡Qué manera de convertir en arte el feísmo del que tantas veces abjuramos! ¡Qué arte para transformar la realidad a través de un ‘sencillo’ clic!

“Si menos es más, nada mejor para demostrarlo que esta recopilación de retazos arquitectónicos y geológicos devorados y modelados, respectivamente, por el paso del tiempo. El fragmento se hace esencia y representación de la totalidad”, escribe Antonio Lafarque en el libro, que es catálogo de una exposición. 

Busquen, busquen sus fotos en internet y usen su móvil o su tablet a modo de ventana para asomarse a la realidad capturada (y aumentada) por Pérez Siquier. “Para tu alma fenicia, los desiertos. / Para tu alma cristiana, el mar de Homero”; escribe Julio Martínez. Me dejo mecer por los poemas de Ángeles Mora, José Gutiérrez, José Carlos Rosales, Aurora Luque o Miriam Buil. Alterno las fotos con los poemas y me quedo dormido, escuchando las olas ulular, el viento romper y las rocas refulgir. 

“Ahora que tengo que marcharme de Almería no me quiero ir de aquí”, escribe Antonio Orejudo al final de su libro ‘Almería, crónica personal’, que también está ilustrado por fotografías de Pérez Siquier. ¿Quién si no?

Entre San José y Las Negras, “la conducción es gozosa como un tiovivo; las curvas cerradas y los cambios de rasante muestran y ocultan a intervalos caprichosos ese violento contraste entre el monte calcinado por el sol y el azul luminoso y transparente del Mediterráneo”. 

Tengo debilidad por las novelas de Antonio Orejudo desde su fundacional ‘Fabulosas narraciones por historias’ en la que desmitificaba la seriedad y gravedad de la Residencia de Estudiantes. ¡Qué pechá de reír! 

Gracias a su personal crónica almeriense descubro el potencial visual, artístico y creativo de las paredes medianeras, todo un género en sí mismo, y a las que Siquier, por supuesto, retrató con su peculiar retranca. 

Les dejo, que acompaño al autor por el bullicioso Paseo de Almería para atravesar la Plaza Vieja y llegar “al pie del Cerro de San Cristóbal, atravesando por la muralla de la Alcazaba”. Ya les contaré.

Jesús Lens

Cine en casa: de lo bueno a lo apestoso

Como las cosas avanzan que es una barbaridad —o retroceden, según se mire— cada vez hay más estrenos cinematográficos que llegan directamente a nuestras pantallas caseras a través de las mil y una plataformas que tenemos integradas en la televisión. 

A la espera de ir al cine a ver lo último de Brad Pitt, una de las pocas estrellas contemporáneas capaces de atraer a las masas, he disfrutado como un surfero en pleno temporal de olas con la entrega más reciente de una saga que daba por extinguida: ‘Depredador’. 

Les confieso que me asomé a ella con resquemor y suspicacias. Con prevención, recelo y prejuicios. ¿De verdad era necesario, en 2022, darle otra vuelta de tuerca al clásico de Arnie? (Lo escribo así, Arnie, como si fuera de familia —igual que otros hablan de Federico— para no perder el tiempo buscando cómo se deletrea Suarseneger, que es un curro).

Fue pensar en la frasecita de marras y despejar todas las dudas. ¿Desde cuándo hay películas necesarias y otras innecesarias? Hay buenas y malas películas. Y punto. Y miren ustedes por dónde, la enésima entrega de ‘Depredador’ está entre las primeras. 

No les cuento nada de la trama. Solo les diré que la acción transcurre en el año del señor de 1719 y que la protagonista (casi) absoluta es Naru, una joven comanche que no quiere limitarse a cumplir con el rol de ‘mujer medicina’ y agricultora que le reserva su pueblo. Se empeña en ser cazadora… precisamente porque ninguno de los miembros de la tribu confía en que pueda serlo. ¡Como la vida misma!

Y será durante una expedición de caza cuando Naru se tope con el rival más inesperado: esa bestia depredadora ‘from outer space’ que reduce al papel de animales de compañía a las serpientes, los pumas, los osos grizzlies e incluso a los salvajes y montaraces tramperos franceses. 

Película corta que va a lo mollar, con sus momentos gore en mitad de paisajes idílicos. Ojo al momento lobo-conejo. ¡Flipante! El guion cumple con el canon del viaje del héroe que, en ese caso, es una maravillosa heroína. ¡Naru ídola! Y atención a la secuencia post créditos, incluida en la animación de los propios créditos.

Luego está ese otro estreno, inenarrable y bochornoso. Una película que atesora todos los defectos posibles y muchos imposibles. Se titula ‘The Gray Man’ y da vergüenza ajena. Tanta que estoy por pedirle a Netflix un certificado que me asegure que ni un euro de mi suscripción se ha dedicado a producir semejante truño.

Este tipo de críticas son contraproducentes porque terminan suscitando la curiosidad del lector. A fin de cuentas, encontrar algo realmente apestoso y nauseabundo entre la mediocridad reinante en la plataforma tiene su mérito. La tentación de verla para comprobar si realmente es tan mala y el posterior riesgo del “pues tampoco es para tanto” siempre están ahí. Pero bueno. Les confieso que terminé riéndome a mandíbula batiente. Y no. No es un elogio. 

Jesús Lens

Escasez de hielo, reservas de cerveza

Es irónico que el Día Internacional de la Cerveza, que se celebró ayer, me haya pillado confinado, encerrado y sin poder salir. De secano total. ¡Mi reino por una birra!

Venga. Póngame los dientes largos, estimado lector. ¿Dónde y cuántas exquisitas cervezas se tomó usted ayer para celebrar tan magna efeméride? ¿En compañía de quién? ¿Con qué las empujó? ¿Con quisquilla de Motril, gamba roja de Garrucha o carne de monte de Andújar? ¡Ays! Muero de la envidia. 

Leo, por cierto, que hay desabastecimiento de cubitos de hielo en los supermercados. ¡Joder! Desde lo del papel higiénico no se había escuchado nada igual. Me acerco a la nevera, abro el congelador y suspiro aliviado: las cubiteras siguen allí. Dos nada más. ¡Maldita sea! ¿Cómo he sido tan poco previsor? Ocho o diez debería tener. Y podría hacerme un selfie cuqui, más molón con mi reserva de hielo que los libertarios de las criptomonedas con su ruina a cuestas.

Que escasee el hielo no es traumático. Como no lo fue lo del papel enrollado. La sangre no llegará al río. Las copas se beberán más rápido, eso sí, y se rellenarán antes de que los cubitos se conviertan en aguachirri. Para amortizar el hielo, habrá que tomarse dos a la velocidad de una. Y que salga el sol por Antequera. 

Distinto sería que hubiera escasez de cerveza. ¿Se imaginan? Ahí sí podría haber problemas. En este país, la paz social está basada en la caña, el tubo, la copa, el quinto, el tercio, la litrona, el cachi, el zurito, la doble, la media, la pinta, la jarra, el jarrón y cualesquiera otras medidas locales, comarcales o regionales que se usen para dispensar cerveza. 

Un español con una cerveza en la mano se convierte en seleccionador nacional, presidente del Gobierno y hasta secretario general de la ONU. Pero, sobre todo, es una persona colmada de felicidad, satisfecha y realizada. ¡Ahí es nada! 

Si Arquímedes pedía un punto de apoyo para mover el mundo, un español apoyado en la barra y con una birra en la mano te arregla lo de Ucrania y lo de Taiwan de una tacada y aún le queda tiempo para pedir una de chirlas. Mientras haya cerveza fría en los bares, la cosa todavía aguanta. Siempre que haya parné en la cartera para pagarla, claro. Pero esa es otra historia.          

Revisando el frigo, he visto que también tengo cerveza. ¡Faltaría más! Lo que pasa es que no me apetece. ¡Foh! Imagino que será un efecto de la covid. En este punto, un pensamiento turbio cruza por mi mente: ¿y si la mía es covid persistente? ¿Qué pasaría entonces? ¿Abandonaría la cerveza por siempre jamás? Siento escalofríos. Y no es por la fiebre.

Al menos no he perdido el olfato. Mis amaneceres de estos días parafrasean a Carmen Martín Gaite, que se podrían titular ‘Mucosidad variable’. Pero el café sabe a café. Aunque tarde tres horas en acabarlo y se quede frío. ¡Sin necesidad de malgastar hielo en el proceso, eso sí!

Jesús Lens

Pasear por Salobreña en libro

Me agarró el contagioso, odioso, voraz, impertinente y dañino bichito. Fue curioso. Estaba cerrando la última videollamada de la temporada, la que ya sí que sí me permitía afrontar el verano con un poco de sosiego, libertad e independencia; cuando me dio tos. Unas horas después estaba en la cama, sudando tinta china por culpa de la fiebre. 

Tres dosis de la vacuna y tres veranos después, aquí me tienen, de vuelta en el Zaidín, hecho una piltrafa. El miércoles por la noche debía estar en Salobreña para escuchar la charla de Antonio Arias en el Festival Tendencias. Pero en vez de subir las cuestas del casco antiguo estaba escalando picos… de fiebre. Que me ha arreado fuerte la cosa. 

Ayer, como no pude asistir al concierto de DJ Toner con Eric Truffaz, me consolé escuchando su disco más reciente. ¡Qué remedio! En los próximos días, mi plan es ir de la cocina al dormitorio y vuelta. Pasando por la biblioteca, eso sí. Para Vuelta y vuelta, las que di en la cama, como la niña del exorcista tratando de expulsar a Satán de su cuerpo indefenso. 

Más entero y recuperado, por fin, trataré de reproducir desde la distancia lo que debería estar haciendo en vivo y en directo. En cuerpo y alma. Para pasear por Salobreña, por ejemplo, nada mejor que sumergirse en las páginas de ‘De la cal al plástico’, el libro con los garabatos digitales de Colin Bertholet que representan el costumbrismo de su casco antiguo. 

A Colin le duele Salobreña. La ama tanto que le duele cuando la ve sucia y descuidada, maltratada por la dejadez y el abandono. De ahí que sus bocetos reflejen una Salobreña ideal e idealizada. 

Bertholet es un soñador con los pies en la tierra. En sus esbozos elimina los cableados, los aparatos de aire acondicionado o los zócalos vitrificados. Limpia los rincones salobreñeros de suciedad. Nos muestra ese casco antiguo que una vez fue y que, en el futuro, podría volver a ser. Y las plantas y las flores, con las buganvillas siempre tan coloristas. 

Repaso las 200 páginas del libro de Colin y me dejo llevar por la imaginación, subiendo hasta la futurista Radio Salobreña, escuchando a los críos jugar por las calles del pueblo, los antiguos polideportivos, y haciendo parada en El Pesetas, uno de esos establecimientos con historia y con historias. 

El libro se abre con una cita de Paco Ortega: “La memoria es dar la oportunidad a todo aquello que no necesariamente tenía que morir”. Preservar, recrear, reconstruir. Y maravillosa la colaboración de Blanca Espigares Rooney, que habla de la belleza de la cal y de la luz del Mediterráneo, partiendo de un texto de Rafael Alberti: “Mi vieja historia es la pared. Yo vi la luz entre los blancos populares. Mi infancia fue un rectángulo de cal fresca, de viva cal con mi alegre solitaria sombra”.

Gracias a este libro, desde el Zaidín confinado puedo pasear por esa Salobreña que me arrebata. ¡Un lujazo! (Aquí, una conversación larga con Colin Bertholet, al calor de una Alhambra bien fría).

Jesús Lens

Aspas a toda mecha

Me tumbo sobre la cama y me dejo llevar por el incesante girar de las aspas del ventilador. Y me acuerdo, claro, del arranque de ‘Apocalypse Now’, con el capitán Willard en su habitación de Saigón, esperando una misión. Enajenado, drogado y alcoholizado, confunde el ventilador del techo con las hélices de los helicópteros mientras suena el ‘The End’ de The Doors. 

Unos minutos le bastan a Francis Ford Coppola para embarcarnos en un viaje con destino a la insania y a la locura, como si el ventilador fuera el reloj de péndulo de un hipnotista que nos induce al sueño. 

Este es el verano de los ventiladores. Me lo decía un instalador: tienen una interminable lista de espera por toda la Costa Tropical. Y no hay horas para tanto montaje pendiente. 

El calor insoportable acumulado a lo largo de estas semanas hace inhabitables casas, pisos y apartamentos en los que antes entraba algo de fresco, sobre todo cuando soplaba el Poniente. Este verano, el mar está hecho un plato y no hay brisa que le saque siquiera unos borreguillos blancos a su calma superficie. 

El agua del Mediterráneo es sopa de pollo y no se ven en el rebalaje los escorzos habituales de los más frioleros a la hora de hacerse a las aguas.

Sin que se mueva el aire, aunque sea caliente, resulta imposible pegar ojo. ¡Qué bochorno! ¡Qué panzás de sudar! Y como poner el aire acondicionado es un lujo asiático, los vendedores de ventiladores están haciendo su agosto, en el sentido literal del término. 

Un consejo: ojito dónde y a quién le compran el ventilador. Me decía el instalador que hay marcas que fallan más que las escopetas de feria y que ellos ya no los montan, para evitar suspicacias. Que luego todo son quejas y reclamaciones. La palabra ‘chinos’ entra en juego. Y no por el famoso juego de manos, precisamente. 

Y las averías en diferenciales y contadores, que también están este verano al orden del día, por los picos de tensión. ¡Estamos arreglados! El ventilador es, de largo, el complemento estrella del 2022. Y será nuestro mejor amigo en los próximos estíos, de acuerdo a las previsiones de los expertos.

El ventilador era un elemento exótico que aparecía en películas de época. En los decorados de Indochina y otros países del Extremo Oriente. Acostumbrados a los aparatos de aire acondicionado, creíamos haberlos superado. 

Pero el ventilador ha vuelto. Y lo ha hecho para quedarse. Integrado con la lámpara, en el techo de nuestras habitaciones, ver a sus aspas dar vueltas es la versión posmoderna de distraerse con el vuelo de una mosca. 

En las noches de insomnio, cuando ni los bodrios de Netflix ayudan a conciliar el sueño, siempre tenemos la opción de concentrarnos en el ventilador y contar cuántas vueltas da por minuto a la máxima velocidad. Es como contar ovejitas, pero sintiendo cómo se mueve el aire. De repente, amanece. La cama está húmeda, pero al menos has conseguido descabezar un postrer sueñecito. ¡Gracias, venti!

Jesús Lens