Matar en primera persona

Al leer una novela, ¿qué prefiere usted, que esté narrada en primera o en tercera persona? Se lo pregunto así, a bocajarro, porque hoy empezamos a hablar de novela negra escrita en primera persona. No me voy a poner técnico, pero frente a la tercera persona y el narrador omnisciente que mira la acción y a los personajes desde arriba, esa deidad que todo lo sabe; la primera persona hace que el lector se identifique con uno de los personajes, por lo general, el protagonista. 

La primera persona hace que empaticemos con el personaje que, como si de un amigo se tratara, te va contando lo que pasa susurrándote al oído, como si te mandara audios de WhatsApp mientras camina por las calles. Si el autor es honesto, iremos desgranando la historia a través de una única mirada, de un solo par de ojos. Eso complica la vida al autor, claro. Puede jugar con el pensamiento, el razonamiento y los sentimientos del personaje. La mirada interior. Y, como decíamos, con sus ojos y su mirada. La mirada exterior. Y con el resto de sus sentidos, claro. Pero ya. Interpretamos la acción a través de un único punto de vista, principalmente. 

En el género policíaco es habitual que el policía, el periodista, el abogado, el fiscal o el detective privado de turno nos lleven de la mano en sus pesquisas e investigaciones. 

A ver si me reconocen a éste: “Soy un investigador privado con licencia y llevo algún tiempo en este trabajo. Tengo algo de lobo solitario, no estoy casado, ya no soy un jovencito y carezco de dinero. He estado en la cárcel más de una vez y no me ocupo de casos de divorcio. Me gustan el whisky y las mujeres, el ajedrez y algunas cosas más. Los policías no me aprecian demasiado, pero hay un par con los que me llevo bien. Soy de California, nacido en Santa Rosa, padres muertos, ni hermanos ni hermanas y cuando acaben conmigo en un callejón oscuro, si es que sucede, como le puede ocurrir a cualquiera en mi oficio, y a otras muchas personas en cualquier oficio, o en ninguno, en los días que corren, nadie tendrá la sensación de que a su vida le falta de pronto el suelo”. (*)

Empatizar con el ‘héroe’ de la función es (relativamente) fácil. Si es un personaje interesante y está bien trazado, si le pasan cosas inquietantes y/o apasionantes y se toma birras o cafés con otra gente interesante; si es capaz de generar tensión y electricidad a su alrededor, tiene mucho camino ganado.

¿Pero qué pasa si el narrador en primera persona no es particularmente heroico? ¿Y si resulta tener una personalidad tan compleja o ambigua que no terminamos de entender lo que piensa, lo que dice y lo que hace? Déjenme que les haga un apunte/recomendación en este sentido sin explicarles mucho más, pero recomendándoles encarecidamente que lean ’48 pistas sobre la desaparición de mi hermana’, novelarra de Joyce Carol Oates que acaba de publicar RBA y sobre la que volveremos muy pronto. 

Pero redoblemos la apuesta: ¿qué ocurre cuándo la persona que te cuenta la historia, más allá de ser un tipo turbio, un canallita, un sospechoso habitual o un simpático delincuente más o menos macarra —la vida me ha hecho así— es un pedazo de escoria sin entrañas, un cabrón con pintas, un hijo de perra con toda la cuerda dada? Lo dejamos aquí, pero sólo de momento, claro.         

(*) Efectivamente, es Philip Marlowe en ‘El largo adiós’, la obra maestra de Raymond Chandler que marca un hito en la historia de la novela negra universal. 

Jesús Lens