Autovía del Olivar

Anoche, a eso de las cinco de la mañana, me despertó una tos. Era una tos seca y áspera. Y, como la noche es oscura y alberga terrores, me dio por pensar que era ESA tos en la que, a buen seguro, ustedes estarán pensando.

Nos encontrábamos en un coqueto y agradable hotelito rural de Zuheros, en Córdoba. Un sitio en el que cuidan con esmero todo lo referente a ESE tema en el que, a buen seguro, también estarán ustedes pensando.

Desvelado, me puse en plan tragicómico y pensé que lo mismo nos quedábamos aislados en uno de los pueblos más bonitos de España. Tampoco sería lo peor que nos podría pasar. Entonces, volví a dormirme.

Ya de amanecida, me despertó el canto del gallo. La luz entraba a raudales por la ventana, desde la que se veía una amplia perspectiva del valle, todo festoneado de largas hileras de plantones verdes. Olivos, por supuesto. No había rastro de la tos vecina, el sol brillaba en lo alto del cielo y obvié por completo ESE tema del que tanto trabajo cuesta evadirse y en el que, a buen seguro, ustedes están pensando.

Andamos por el paraíso interior de esta Andalucía nuestra, entre Granada, Jaén y Córdoba. Hemos hecho cientos de kilómetros por la Autovía del Olivar, entre Úbeda, Baeza, Sabiote, Castro del Río y Zuheros. Da gusto volver a la carretera, a los caminos. Que está bien autoconvencerse de que como en casa en ningún sitio, con tus libros, tus play off de la NBA, tu Filmin y tu Netflix; pero que no es verdad. Viajando se vive mejor. (Aquí la Gastro Ruta por Córdoba)

Sí es cierto que, de cara a otoño e invierno, tengo claro que voy a pasar horas, horas y más horas encerrado. Autoconfinado. Por eso trato de bañarme en el mar, de salir en bicicleta, correr y pasear estas semanas. De respirar aire puro. De buscar horizontes que, aunque estén aquí cerca, los sintamos lejanos.

Sigue habiendo pocos viajeros en casi ningún sitio. En Sabiote, apenas nos cruzamos con dos o tres personas en toda la mañana. En Zuheros, algunos más, pero nada significativo. Es pesado pasear con la mascarilla en ristre y lavarse las manos cada dos por tres, pero es lo que toca. Un mal menor frente a la posibilidad de seguir recorriendo pueblos y comarcas de esta tierra nuestra tan rica, variada y espectacular en la que tenemos la suerte de vivir. (Aquí, el paseo por Sabiote)

Jesús Lens

Una noche muy larga

Esta semana toca volver al mundo del espionaje y los servicios secretos. Me encontraba con mono, a falta de ver la última y definitiva temporada de ‘Homeland’, una serie por la tengo predilección dado que, una vez muerta, fue capaz de reinventarse y reconvertirse en otra cosa; y a la espera de volver a la antigua-nueva normalidad para regresar a ‘Oficina de infiltrados’.

Entonces cayó en mis manos ‘Una noche muy larga’, publicada por Salamandra. “El thriller más realista y emocionante del año, escrito por un antiguo oficial del servicio de inteligencia israelí”, reza la publicidad que la acompaña. Y otro dato importante: “Ganador del Crime Writers Association International Dagger”. Buenos avales para una novela cuya acción, para empezar, se desarrolla en apenas un puñado de horas. ¿Se acuerdan de la mítica serie ’24’, que supuestamente transcurría en tiempo real? Pues más o menos lo mismo.

Todo comienza con el secuestro de un informático israelí en el aeropuerto Charles de Gaulle de París. O con su desaparición, mejor dicho. Porque lo del secuestro no está tan claro. Eran las 10.40 de la mañana del lunes 16 de abril.

A partir de ahí, se movilizan las policías y los servicios secretos franceses y, por supuesto, israelíes. Que al Mossad no se le esfuma un compatriota así como así.

475 adictivas páginas después, la historia llega a su final. A las 14.40 del martes 17 de abril. Lo que pasa entre medias es, en pocas palabras, una investigación de manual. Una investigación en la que se dan la mano los gadgets tecnológicos más avanzados y el big data del siglo XXI con las técnicas policiales de toda la vida.

Sobre todo, los interrogatorios. Ahí es donde más y mejor se nota que Dov Afon, el autor, sabe de lo que escribe. Por ejemplo, este pasaje, tan gallego: “Teniente Oriana Talmor, es bien sabido que la mejor táctica para alguien sometido a un interrogatorio es darle la vuelta a la tortilla y contestar una pregunta con otra”.

No les voy a hablar en exceso de los protagonistas de ‘Una noche muy larga’. Por un lado está Jules Léger, un veterano de la Policía Judicial de París al que le cae un marrón de los gordos. Sin comerlo ni beberlo. Está Zeev Abadi, representante de la inteligencia israelí que, por ¿azar?, se encuentra en París en el momento del secuestro. Y tenemos a la mencionada Oriana Talmor, una agente de campo que, desde Tel Aviv, tendrá mucho que decir.

Además, hay dos magnates del juego internacional involucrados. Uno anda por Australia y el otro, por la China. Es lo que tiene este mundo globalizado en que nos movemos: el premio de una tragaperras en Madrid puede provocar un terremoto en Melbourne. Y, ni que decir tiene, hay unos cuantos políticos rondando por la trama. Y sicarios. Y agentes dobles. O triples.

Dos capítulos me han gustado especialmente. Uno, cuestionable, pero históricamente muy bien fundado, en el que se habla de la seguridad como máxima aspiración y como salvaguarda de la democracia. El otro, majestuoso, en el que el factor humano se impone largamente al tecnológico a la hora de llevar adelante una investigación. Ahí lo dejo.

Capítulos cortos, estilo directo, lectura ágil y humor sardónico son la marca de fábrica de Dov Alfon y su ‘Una noche muy larga’. Si les apetece saber cómo se espía en el siglo XXI, no se la pierdan.

Jesús Lens

 

Mosquitos mutantes

Una de las cosas que, hasta hace poco, conllevaba vivir en un país del llamado primer mundo, era que las picaduras de mosquito fueran inocuas. Molestas e incordiosas, sí. Transmisoras de graves enfermedades, en absoluto.

Estoy planificando otro viajecillo para los próximos días. Aunque la idea es improvisar bastante, empiezo a tener claro que no asomaré por esos pueblos de Sevilla que llevan aparejado en ‘del río’ a su nombre.

A lo largo de mi vida viajera, he estado muchas veces en lugares donde la picadura de un mosquito era potencialmente letal. Aquellos atardeceres en Mali y Burkina Faso. Aquellas travesías por Etiopía y Tanzania. Aquellas mañanas en las montañas de Tailandia, frontera con Birmania…

Malaria. Era una de las palabras que más temíamos los viajeros. Sobre todo, los portadores de sangre dulce, apetecible para los mosquitos. Manga larga, pañuelos y, a la hora de dormir, mosquiteras. Y pulseras, colgantes, repelentes, espirales… Cada vez que en el mercado aparecía un antimosquitos más potente que el anterior, me hacía alborozadamente con él antes de partir de viaje. Porque todo eso pasaba ahí fuera. Aquí no. Aquí, del paludismo no queda recuerdo, más allá del nombre de pueblos laguneros como Padul.

En España, a lo más que llegaba un mosquito jodón era a despertarte en mitad de la noche con su infausto volar, como si de los helicópteros de ‘Apocalypse Now’ se tratara. Y si conseguía sacarte sangre, con un poco de Afterbite, te pique lo que te pique, estaba arreglado.

Ahora, sin embargo, en pueblos lacustres de Sevilla se producen altercados en los supermercados por un quítame allá el repelente. Más de 20 hospitalizados por un brote de meningitis provocada por el virus del Nilo, contagiado por las picaduras de los mosquitos, han hecho que la pasión por el papel higiénico y la levadura del confinamiento sea un juego de niños.

Lo sé. No es para tomarlo a chirigota. Pero es que este 2020 ha venido tan informativamente dopado que resulta imposible asimilar tanto desastre junto. Pensar que, en los próximos años, los mosquitos van a pasar de ser un mero incordio a convertirse en una severa amenaza para la salud, da miedo y supone un retroceso brutal. Eso sí: lo mismo nos hace más sensibles a algunos de los problemas endémicos de países de África, América y Asia. No olvidemos que se calcula que en 2018 murieron 405.000 personas por malaria en todo el mundo.

Jesús Lens

La burbuja de Ferragosto

Ayer fue 15 de agosto. Y además, sábado. Ferragosto, una palabra cuya mera enunciación ya da calor. Sin embargo, hacía fresco. Soplaba el viento de poniente y rebajó las temperaturas. Me tocó pasar la mañana trabajando, en mi burbuja de La Chucha. Llevo un par de semanas quieto-parao, desde el punto de vista viajero. Aproveché julio para moverme por ahí y acumular material para el Sol y Sombra. Así, esta primera quincena de agosto la he pasado retirado del mundanal ruido, escribiendo mucho. Y editando más, que alguna ampolla y rozadura me han salido.

No. No he aprovechado para desconectar. Imposible hacerlo. Este año, resulta incluso desaconsejable. Hasta ahora. Insisto en lo de la burbuja. Disfrutar de una casa con jardín al lado de la playa es uno de esos lujazos por los que siempre estaré agradecido a mis padres. La Chucha es sinónimo de familia, tranquilidad, descanso, recuerdos, imaginación y fantasía. Por mucho que haya que trabajar mucho. Es comer sano, beber agua, nadar, pillar olas, trotar, volver a coger una bicicleta después de tantos años, conversar…

Este año, ferragosto ha llenado las playas y los chiringuitos, pero no ha dejado a Granada vacía, como habrán visto en estas mismas páginas. Es lo que tiene que Curro no se haya podido ir al Caribe. Casi que ni a la vuelta de la esquina.

Pasado el 15 de agosto, el tiempo vuela. Este año, más. Con un ojo puesto en las cifras que ustedes ya saben y el otro en los ¿planes? de septiembre, trato de seguir inmerso en este lapso de nueva-vieja normalidad.

Sopla el viento y acaricia las hojas del ficus. Cantan más los pájaros que las chicharras. Hay olas y bandera amarilla. Apenas termine esta columna, me iré a celebrarlo al mar. Después de un ajoblanco helado me esperan las aventuras de Tintin en el Tíbet y seguir acompañando a Hakan, el protagonista de ‘A lo lejos’, de Hernán Díaz, en sus viajes por los Estados Unidos.

No quiero saber lo que pasa ahí fuera ni escribir de nada que tenga que ver con la cruda y amenazadora realidad. Quiero mantenerme en este limbo, en esta burbuja que, además de física y solo durante un par de días, también está siendo mental. Porque nuestro cerebro necesita darse un respiro de cuando en vez. Una tregua. Un desahogo. Marcarse un strip-tease para despojarse de la mascarilla, metafóricamnete hablando.

Jesús Lens

Aborrecer la experiencia

Hasta hace relativamente poco tiempo, la definición más habitual de la palabra ‘experiencia’ era: “conjunto de conocimientos que se adquieren en la vida o en un período determinado de esta”. Otra que también me gusta: “conocimiento de algo, o habilidad para ello, que se adquiere al haberlo realizado, vivido, sentido o sufrido una o más veces”. Son las dos primeras que me ofrece google y simpatizo con ambas.

Entonces, ¿a santo de qué el titular de esta columna, aborreciendo la experiencia? ¿Un súbito acceso de gerontofobia contra la gente mayor, la que más y mejor experiencia atesora? En absoluto. Lo que empiezo a aborrecer es una derivación de la palabra ‘experiencia’ que yo mismo he usado mil y una veces. Y es que estoy hasta el copetín de la experiencia gastronómica, la experiencia viajera y el turismo de la experiencia.

He reparado en ello, precisamente, al hacer algo tan egocéntrico como leerme a mí mismo. En mi columna de ayer, dedicada a la peregrina idea de poner maquinitas que reproduzcan sonidos u olores en los miradores más vistosos de Granada, utilicé el concepto de ‘experiencia’ con ironía, sarcasmo y mala follá. (Leer AQUÍ)

Que en el siglo XIX, los viajeros románticos sufrieran el atraco simulado de sus diligencias por los bandidos de Sierra Morena, era una experiencia. O sea, una farfollá campestre. Como lo de escuchar el sonido enlatado de un chorlitejo mientras hueles a pachuli en el mirador de la Churra, acompañado de tu churri.

Ahora, todo tiene que ser una experiencia. Suena el teléfono. Me pilla despistado y, aunque no identifico al llamador, contesto la llamada. Se trata de una persona muy amable que me pregunta sobre mi experiencia de usuario como cliente de una compañía telefónica. ¿En serio?

Pongámonos viejunos. Antes, rara vez vivíamos experiencias que pudiéramos catalogar de místicas o religiosas. Hoy, si sales a cenar fuera y no disfrutas de una auténtica experiencia en la mesa, es que tu velada ha sido un asco.

Voy terminando. Espero que la experiencia lectora de esta columna le haya resultado satisfactoria. Iba a escribir ‘enriquecedora’, pero me ha parecido exagerado y presuntuoso. Llegados a este punto, le dejo tranquilo, querido lector. Son cerca de las cinco de la tarde, acabo de terminar de comer y me encamino a disfrutar de una experiencia de íntima y relajante desconexión con la realidad circundante. Que me voy a dormir la siesta, vamos.

Jesús Lens