VENCER AL MONSTRUO

Hoy es el Día Mundial contra el Cáncer. Una Amiga me dijo esta mañana que debería escribir sobre ello. Mi primera reacción fue en contra. Le dije que una vez ya lo hice, para IDEAL, y que no me creía en condiciones de volverlo a hacer.

 

Pero que lo pensaría.

 

Llegué a casa y, después de comer, me puse a teclear un puñado de palabras que, al terminar, mandé a mi Amiga.

 

No le gustaron. Demasiado frías.

 

Son éstas:

 

EL MONSTRUO

 

No te invade.

Lo llevas dentro.

Y te corroe.

Te devora.

Te destroza.

Te consume.

No es un virus.

Nadie te ha contagiado.

Pero lo llevas.

Te ha tocado.

No hiciste nada.

O quizá sí.

Da igual.

No es tu culpa.

 

 

Y, sin embargo,

a cada momento te preguntas

¿Por qué yo?

¿Por qué a mí?

¿Qué hice?

¿Qué no hice?

¿Qué pude hacer?

 

Ves sus sonrisas,

que ocultan lágrimas.

Escuchas sus voces,

falsamente tranquilizadoras.

Sientes sus caricias,

tensas, crispadas.

Y lo hueles.

Hueles su miedo.

Y, también, su satisfacción.

 

Porque no son ellos.

Porque a ellos no les ha tocado.

Porque eres tú.

No hay maldad.

Y lo sabes.

Pero no lo puedes evitar.

¿Por qué yo?

¿Por qué no tú?

O tú. O tú. O tú.

¿Por qué a mí?

 

Una pregunta

que ya te acompaña

por siempre jamás.

 

 

Sí. Son frías.

 

Pero no están escritas con frialdad.

 

Corrijo: ¿es posible que sean más distantes que frías?

 

El problema es la costra. El armazón del que te rodeas para evitar que el recuerdo te masacre.

 

O que te rompas por dentro, cuando te enteras de que él o ella también lo tienen.

 

El problema es la red de seguridad que tejes en torno a ti mismo y que te imposibilita telefonear al amigo que acaba de enterrar a su madre.

 

El cáncer.

 

Sí. Es una palabra maldita. Una palabra cuyo mero enunciado provoca terror, dolor, impotencia y una insondable sensación de vacío y soledad.

 

Cáncer. Posiblemente, la palabra más terrible que existe.

 

Pero se combate. Se vence. Se supera. Se sale. Se deja atrás. Muchas veces. Sí. Por fortuna, cada vez más. Puede sonar a tópico, pero cada vez hay más tratamientos, más medicinas. Cada vez se sabe más sobre él, sobre sus causas, sus orígenes… sobre la prevención, sobre la importancia de la detección temprana, etcétera.

 

Y, sin embargo, su mera pronunciación sigue provocando pánico. El horror vacui con que titulé aquella columna de IDEAL.

 

Tengo amigos que lo han pasado. Son gente felizmente alegre y consciente de la importancia que tiene la vida. Personas que conocen el valor de cada instante. Personas que valoran cada día como si fuera un regalo del cielo.

 

Personas que han sufrido y padecido. Que han ganado.

 

Pero a las que cada revisión las vuelve a hacer temblar de miedo. Personas, normales y corrientes que, sin embargo, son auténticos héroes que han librado una batalla imposible y que, venciendo a la muerte, han salido victoriosos.

 

Otros no han tenido tanta suerte.

 

Vaya por ellos, por todos, un sentido homenaje, hoy.

 

Aunque piensen que estas palabras son frías… no lo son. En absoluto. Salen del corazón. Un corazón encallecido, demasiado encallecido, en estos últimos diez años.

 

Pero es un corazón que no olvida, aunque a veces lo parezca. Aunque a veces lo intente. Aunque nunca lo consiga.

 

Jesús Lens.               

VIAJES ESTÁTICOS CON CHEMA MADOZ

Cuaversos visuales dedicados

a las personas que viajan

leyendo, soñando, imaginando…

 

Sostenía el escritor español Noel Clarasó que «Viajar sólo sirve para amar más nuestro rincón natal.»

 

No estoy de acuerdo. Yo lo replantearía diciendo que viajar también sirve para amar más nuestro rincón natal.

 

Además, viajar es un estado de ánimo, siendo posible recorrer el mundo desde la comodidad y la confortabilidad del hogar. Parafraseando al estadista inglés Benjamín Disraeli, «Como todos los grandes viajeros, yo he visto más cosas de las que recuerdo, y recuerdo más cosas de las que he visto.»

 

En estas semanas de casa, recogimiento y tranquila serenidad, releo a Cees Nooteboom: «Hace mucho tiempo, cuando aún no podía saber lo que sé ahora, opté por el movimiento, y más adelante, cuando ya sabía mucho más, comprendí que este movimiento me permitía encontrar la calma indispensable para escribir, que el movimiento y la calma, en cuanto unión de contrarios, se equilibran mutuamente.»

 

Completamos estas líneas con la poesía visual de Chema Madoz, un fotógrafo cuya imaginación no tiene límites.

 

Jesús Lens.

LUTO POR HANS BECK, PAPÁ DE LOS CLICKS

Lo sé.

 

Con la que está cayendo por la crisis, el paro, la morosidad, etc., etc., puede parecer frívolo, pero esta mañana estamos de luto dado que ha muerto Hans Beck el inventor, el papá de los Clicks de Playmóbil (antes Famóbil).

 

Toda una generación, y más de una, hoy nos sentimos un poquito más huérfanos.

 

Descanse en paz y disfruten allá arriba con el barco pirata, el fuerte, etcétera, de los Clicks.

 

Jesús Lens

TOKIO BLUES

Fue en Navidad, en el aeropuerto de Estambul. ¿Se acuerdan? Así lo contaba: «Como la casualidad existe, después de que mi Alter Ego, José Antonio Flores, glosase las virtudes de Haruki Murakami, en la revista «Qué leer» leí una estupenda entrevista con el autor. Y, hablando esta mañana con una de esas amigas tan necesarias como ya añoradas, me decía: «Lens, tenías que haberte llevado el libro de relatos de Murakami a tu viaje.» Así que me hice con su novela Tokio Blues, ya que no encontré los cuentos. Pero Murakami será una de mis referencias para 2009. Así que me lo dejo pendiente hasta comerme las uvas.»

 

Y cumplí con mi promesa. De hecho, no abrí el libro hasta que, estando en Damasco, la mañana antes de volver a casa, decidí leer unas páginas antes de echarme a las calles de la capital siria, a dar un último gran paseo por una de las ciudades que más me han calado en mi vida. Y pasó lo impensable. Quedándome apenas seis o siete horas de la especialísima, única y deslumbradora luz de Damasco, allá estaba yo en mi habitación, imantado a las páginas de Murakami, como el náufrago que se aferra a un tablón de madera en mitad del océano.

 

«Por eso ahora estoy escribiendo. Soy de ese tipo de personas que no acaba de comprender las cosas hasta que las pone por escrito.»

 

Cuando alguien escribe una frase como ésa, que parece especialmente dedicada a uno, algo te sacude por dentro. Y el comienzo de «Tokio blues», que arranca con una canción de los Beatles y un alma hipersensible que se conmueve hasta la conmoción… te atrapa irremediablemente. Leí del tirón las primeras cincuenta páginas y, después, me obligué a separarme del libro, algo que me costó el mismo trabajo que pedir la cuenta, en un bar, estando en buena compañía.

 

Después, cuando la noche cayó y empecé mi peregrinar, de Damasco a Estambul, seguido a Madrid y después a Granada, con tránsitos y esperas incluidos; ya no me separé de Murakami. Hasta llegar al final: «¿Dónde estaba? No logré averiguarlo. No tenía la más remota idea de dónde me hallaba. ¿Qué sitio era aquél? Mis pupilas reflejaban las siluetas de la multitud dirigiéndose a ninguna parte. Y yo me encontraba en mitad de ninguna parte, llamando a…»

 

Una canción de los Beatles, como la magdalena de Proust, desencadena la cascada de recuerdos de Toru. Y, en una especie de ósmosis literario-vital, los recuerdos parecen traspasarse al lector, quién los hace suyos. Y empieza a vivir las historias de Toru, Naoko o Midori, no ya como si los conociera, sino como si fueran hermanos de sangre.

 

Un libro que posee una extraña capacidad de seducción, que se te incrusta bien adentro, y cuyos paisajes, situaciones y personajes, como el Raskolnikov de Dostoievski, ya nunca te abandonan. Más que verle, sientes a Toru, vagabundeando por ese Tokio sin principio ni final, atractivo, repulsivo, frío, caótico…

 

¿Son todos los libros de Murakami así? No lo sé. Y aunque me prometí que el japonés iba a ser uno de mis autores de referencia para el 220, ahora me da miedo coger otra de sus novelas. No porque piense que me pueda decepcionar. Sé que no. Pero hay que estar muy centrado, muy equilibrado, para que un libro como «Tokio blues» no provoque estragos en un lector medianamente sensible. A nada que te pille en un momento de bajón, te destroza.

 

¿Quién se arriesga?

 

Leer «Tokio blues» es asomarse a un abismo. Un abismo que te devuelve la mirada y te reta a lanzarte al vacío, sin red, a ciegas, sin saber lo que vas a encontrar en él. Pero con el convencimiento de que, cuando vuelvas -si vuelves- no serás el mismo.

 

Repito: ¿alguien se arriesga?

 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.