Una cantina para los más noctámbulos

Hace unas semanas escribíamos en esta sección sobre la película ‘Una receta familiar’ y anticipábamos la lectura de un cómic prodigioso, ‘La cantina de medianoche’, de Yaro Abe, recién publicado en España por Astiberri y del que han hecho una adaptación para televisión que actualmente se puede disfrutar en Netflix.

La gran particularidad de esta cantina es su horario: abre sus puertas a las doce de la noche y cierra a las siete de la mañana. Lógicamente, este horario responde a una razón: está situada en uno de los ejes noctámbulos por excelencia del Tokio, la bulliciosa e insomne capital de Japón. La clientela de la cantina, por tanto, está compuesta por criaturas de la noche, los nighthawks a los que retratara Hopper en su famoso cuadro. Un paisanaje compuesto por bailarinas de strip tease, dueños de clubes, cantantes profesionales de karaoke, insomnes impenitentes, locutores de radio, oficinistas estresados, enamoradizos actores porno y variados elementos de los bajos fondos. Hasta algún miembro de la yakuza, la famosa mafia japonesa, se deja caer de cuando en cuando por el local.

Otra característica de la cantina de medianoche es su carta: no es fija y cambia de acuerdo a un montón de variables diferentes, desde el humor de su dueño a la popularidad de determinados platos que, por azar, se ponen de moda entre los clientes y se convierten en enormemente populares… durante unos días. Porque si la vida es imprevisible, en la cantina de medianoche, ese componente factorial parece multiplicarse hasta el infinito. “Aquí la gente pide comer lo que le apetece en ese momento. Si con los ingredientes que tenemos nos podemos arreglar, yo lo preparo. Ésa es la política de la casa”. Y no parece mala política, ¿verdad?

El manga publicado por Astiberri, que hay que leer de atrás hacia delante y derecha a izquierda —equivalente lector a utilizar los palillos cuando se come cocina nipona, en vez de usar tenedores—, utiliza la comida y la barra de la cantina de medianoche como elemento que amalgama las relaciones humanas entre clientes que, a priori, son muy diferentes entre sí. Y es que no hay nada que una más, aunque sea durante un corto lapso de tiempo, que la comida.

Les pasa, por ejemplo, a Tat-Chan que pide unas salchichas rojas, que se presentan fritas y con forma de pulpito; y a Kosuzu, responsable de un bar gay en Nichome, una de las zonas de ambiente por antonomasia de Tokio. A Kosuzu le llaman la atención las salchichas. Tat-Chan le deja probar de su plato y, en justa correspondencia, come un poco de la tortilla de su vecina. Desde entonces, ambos se esperan cada noche para intercambiar porciones de sus respectivos platos. Una madrugada, sin embargo, Tat-Chan no llega. En la calle suenan muchas, demasiadas sirenas. Más de lo habitual. Y la televisión da la noticia: un tiroteo entre bandas rivales ha dejado varias víctimas. Entre ellas, Tat-Chan. Pero no se preocupen. Las historias de ‘La cantina de medianoche’ no son trágicas. Tragicómicas, más bien. Y emocionantes. Tiernas y delicadas.

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A lo largo de 29 noches, los protagonistas de las historias cruzadas de Yaro Abe comparten currys —mejor si están hechos del día anterior— o la popularmente conocida como ‘comida de gato’: atún seco sobre un cuenco de arroz calentito y un chorrito de salsa de soja. Asistiremos a un sorprendente duelo de salsas en torno a los mejores huevos fritos que se puedan imaginar y, en una fría noche de invierno, gozaremos con el oden, un popular caldo que, en la cantina de medianoche, se sirve con tendón de ternera, nabo y huevo duro.

Conoceremos una soja fermentada que, en teoría, debería facilitar en adelgazamiento; la alga nori tostada, toroku —muy poco hecho— o el katsudon con el que un boxeador celebraba sus victorias y a partir del que conoce a una madre y a su hija pequeña, aficionadas a los deportes de lucha.

Precisamente por sus horarios tan particulares y para evitar malos entendidos y peores rollos, en la cantina de medianoche está limitado el consumo de alcohol a tres cervezas, tres copas de vino o tres sakes. Allí se va a comer. O a cenar. O a desayunar. Depende de los horarios de cada cuál. Pero nadie va a emborracharse… ni espera encontrarse a ningún borracho. Por eso hay tan buen ambiente y las relaciones humanas nacidas al calor de la comida resultan tan entrañables. ¡Hasta los italianos empezaron a frecuentarla cuando la fama de ciertos espagueti a la napolitana traspasó fronteras!

Un consejo, ahora que todavía hace calor: ‘coges un pepino encurtido en salvado de arroz, le pasas agua y te lo comes tal cual con una cerveza’. En otoño llega la temporada de la paparda a la parrilla y también hay que prestarle atención al hiyajiru, una sopa de miso hecha con un caldo espeso a base de pepino de mar y jurel. Un plato que, a las cuatro de la mañana, o te pone en órbita… o te entierra. Otros bocados son más sencillos, de los sandwiches de huevo a los aros de cebolla o la pasión por el bacon crujiente. Lo importante de la comida es que tiende puentes y une a las personas.

Como los fideos ramen que tanto le gustan a Yuki, una vidente agotada de escuchar problemas ajenos que conoce a una bailarina atormentada. Se caen bien. Se gustan. Pasarán varias noches esperándose mutuamente para degustar el ramen al filo del amanecer y, charlando, charlando… descubrirán que tienen en común mucho más que su pasión por uno de los platos más populares de la gastronomía japonesa.

Lean ‘La cantina de medianoche’. Una o dos historias, máximo, cada día. Paladéenlas despacio. Saboréenlas con tiempo. Verán que extraordinario retrogusto les dejan.

Jesús Lens