LA COMPAÑÍA DEL NADADOR DE FONDO

De las cosas que más me gustan, cuando estamos en la Chucha, es hacerme a las aguas del Mediterráneo, a nadar, con mi hermano. Hace unos años casi le provocamos una apoplejía a nuestra madre cuando entramos en el mar a nadar un rato por la tarde y, tras doblar el Cabo Sacratif y descansar un rato en la playa de La Joya, no volvimos a casa hasta bien entrada la noche. La pobre se llevó un berrinche del quince, pero, desde entonces, echarnos a las aguas en uno de esos ritos fraternales que nos gusta repetir de cuando en vez.

 

Hoy, por primera y seguramente última vez este verano, lo volvimos a hacer. Un par de horas de natación en aguas abiertas, sometidos a los vaivanes de las corrientes en ese Cabo, bajo el farallón de rocas sobre el que reina el Faro.

 

Yo no nado. Yo floto y me desplazo miserablemente por el agua. Mi hermano desespera, teniendo que esperarme, pero mola eso de pasarse un par de horas metiendo y sacando la cabeza del agua, viendo los fondos marinos y los peces y disfrutando de un agua limpia, cristalina, fresquita, pero agradable. Y como pasa cuando vas corriendo, la cabeza da vueltas. Muchas vueltas, puesta en remojo. Casi como si centrifugase.

 

Aunque, por razones obvias, cuando nadas no puedes hablar, me gusta echarme a las aguas con mi hermano y ver su cabeza ahí delante, subiendo y bajando al compás de las olas, pasando junto a las rocas infestadas de afilados mejillones y disfrutando de las espuma del agua del mar, chocando contra la piedra. Mirando hacia arriba y viendo unas veces el farallón montañoso y, otras, el horizonte y las aguas sin fin, las olas que vienen y van.

 

Correr es algo inherente al ser humano. Nadar no. Pero ambos deportes, de fondo y soledad, son muy parecidos. Como la bicicleta. Deportes de resistencia en los que lo importante es la cabeza, que te permiten disfrutar de una actividad física que conlleva una buena actividad cerebral. Y sensual. Dentro del agua, sintiendo que el sol acaricia la piel, con el cuerpo sumergido en unas aguas cálidas y generosas… es un estado muy cercano al de la felicidad.

 

Y, después, un buen arroz compartido con un puñado de amigos y nuevamente la playa, leyendo en la orilla y disfrutando de una buena lectura o del jaleo de los críos… ahora que el verano se termina, siempre te preguntas que por qué no has disfrutado más de esa Chucha en la que no estás como en casa, no. Es que estás en esa casa a la que viniste con 11 días de edad y en la que, cuando vienes, no entiendes por qué  no vienes más.

 

Uno y sus contradicciones.

 

Jesús Lens, acuático.