EN CUSCO EL REY

Hace algunos años pudimos disfrutar en España de la publicación de “Morir en La Paz”, una extraordinaria novela de Bartolomé Leal que, a caballo entre lo negro, el western y las aventuras puras y duras, nos deparó un puñado de horas de lectura de lo más apasionante y estimulante.

Después, por aquello de los milagros de Internet, no sólo tuve acceso a su “Linchamiento de negro”, una novela doblemente negra, que acontecía en Kenia, sino que tuve ocasión de contactar con el propio Bartolomé, que hizo algunas jugosas (y polémicas) aportaciones a mi antiguo Blog, “Pinchando en hueso”, y con el que comparto otro interés común y profesional: el crédito social y las finanzas solidarias para el desarrollo.

Por eso, cuando Leal me dijo que la editorial boliviana Nuevo Milenio había publicado su nueva novela, “En el Cusco el rey”, le pedí encarecidamente que me mandara un ejemplar, que ardía por leer la última historia surgida de su fértil y productiva imaginación.

Una vez leída, en apenas dos sentadas, surge una cuestión capital, claro. ¿Para cuándo una edición española de esta novela, apasionante, divertida, ilustrativa y emocionante? La trama parte de un robo de obras de arte que detecta un monje franciscano en la pequeña capilla de un monasterio perdido en las cercanías de Cusco, una de las ciudades del mundo que más ganas tengo de visitar, dicho sea de paso.


El hermano Doménico le encarga a un tal Bartolomé Leal, experto en arte colonial, que le eche una mano en la resolución de un enigma que obligará a los protagonistas a poner en marcha, primero, una investigación artística que resulta deliciosamente didáctica y pedagógica (y en absoluto cansina o aburrida.) Y, después, una persecución a toda madre por la cordillera andina, entre el Perú y la capital boliviana.


Una novela en que la reflexión y la acción van de la mano, protagonizada por un personaje principal y, sobre todo, por una atractiva galería de secundarios, con Martín Puccho a la cabeza, un reputado fotógrafo que, siguiendo la estela y el camino abierto por el grandioso Martín Chambi, tiene un activo taller de fotografía en Cuzco, para deleite de viajeros y turistas.

De entre las muchas y variadas grandezas de esta novela, hay una que me gustaría destacar por encima de todas: el realismo y la veracidad que rezuma cada una de sus líneas. Así, la Cuzco que nos describe Leal es una ciudad en que los turistas comparten espacio con los lugareños y en que el lector siente bullir la vida de cada plaza, cada calle, cada bar y restaurante.

Y uno parece escuchar las cumbias, visitar los museos, beberse el pisco-sour y gozar de las excelencias de la gastronomía andina, hasta el punto de que, en cuanto he terminado de leer “En el Cusco el rey”, inmediatamente de comenzado a tramar un futuro viaje a una zona de la geografía americana que se nos presenta como espectacularmente hermosa y arrebatadora.

Pero no quiero pecar de subjetivo. Así que voy a hacer la prueba definitiva… si cuento para ello con la complicidad de mi amigo Rafa, que estuvo en Cuzco hace unos meses. Le voy a pasar la novela y pedirle que la lea, a ver qué me dice sobre esa teóricamente realista percepción paisajística mía. Y ya les contaré como resulta el experimento.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

A LA SALIDA

Una vez, inspirándome en el gran profesor, excelente literato, ameno conversador y gran humanista, Andrés Sopeña, inicié la presentación de un libro de Antonio Lozano, otro enorme y comprometido escritor, diciendo que le odiaba. Que le odiaba cruel y sañudamente. Y no mentía. Odiaba a Antonio porque, con su “Donde mueren los ríos”, había escrito la novela que me habría gustado escribir a mí.

Hoy, se une a esta nómina de escritores cordialmente odiados Dominique Manotti, cuyo “El cuerpo negro”, tanto nos gustara hace unos meses. Efectivamente, odio a Dominique porque ha escrito otra novela que me hubiera encantado escribir a mí. Si la de Antonio versaba sobre la tragedia de la emigración africana y las mafias que la controlan, “¡A la salida!”, publicada por la editorial Tropismos, es un brutal análisis de la salvaje sociedad capitalista neoliberal que impuso la socialdemocracia surgida de los partidos más radicalmente situados en la extrema izquierda.

Estamos a finales de los años ochenta y mientras las noticias que llegan de la Europa del Este hacen presagiar que algo está cambiando al otro lado del Telón de Acero, los socialistas franceses han ocupado el poder y se aprestan a revolucionar la economía del país. En su propio beneficio, por supuesto.


A lo largo de 250 vibrantes y esclarecedoras páginas, Manotti hablará de tráfico de drogas y prostitución, pero de forma tangencial. Porque la esencia de “¡A la salida!” es el fino, completo y riguroso análisis del modelo de corrupción impuesto por los magnates de los grandes conglomerados empresariales y los políticos que les ampararon. Con la complicidad y la connivencia, por supuesto, de burócratas, matones, funcionarios de medio pelo, putas, traficantes y arribistas de todo pelaje.

A través de una prosa cortante como el acero, ácida, escueta y directa, Manotti nos presenta al memorable comisario Daquin y a su grupo de inspectores. Unos polis de carne y hueso, ni ángeles ni demonios, cuyo jefe es un vocacional jugador de rugby, homosexual, dotado de un corrosivo sentido del humor hacia el que sus colaboradores mantienen una lealtad a prueba de bomba.

Modelo de jefe que toma decisiones, organiza equipos y sabe escuchar, Daquin monta una investigación modélica que le conducirá de mozos de cuadra de hipódromos y jockeis drogadictos a adinerados poseedores de caballos y fincas que terminarán por llevarle a la cúpula de algunas de las empresas más importantes del país.

Y, como meollo de todo ello, la especulación urbanística que, en París, hace y deshace fortunas a una velocidad vertiginosa. Información privilegiada, maletines que cambian de manos, OPAS bursátiles, regalos institucionales, cenas en restaurantes de postín… todo ello tiene cabida en una narración que, con el contrapunto de la Caída del Muro de Berlín, nos cuenta el origen de la sociedad del siglo XXI en que vivimos, con su especulación, redes sociales y tráfico de influencias.

Una novela cuya publicación tenemos que agradecer a la editorial Tropismos, que tiene en Dominique Manotti a uno de sus puntales literarios más sólidos y contundentes. Una novela para disfrutar aprendiendo cómo se genera la corrupción y cómo se lucha contra ella: con paciencia, con calma, con integridad, con arrojo y decisión, sin titubeos. Y, cuando llega el momento de enfrentarse a los realmente poderosos, con un buen par de pelotas.

Una novela imprescindible.

La frase: “Jefe, permítame decirle que no está usted en la onda. Actualmente, ya no es delito hacerse rico ilegalmente. Es una demostración de inteligencia y buen gusto. Sólo los mediocres siguen siendo pobres en los ochenta.”

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

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FELL

Hace unas cuantas noches me desperté mucho antes del amanecer, inquieto, desasosegado y con un poso de angustia en la garganta. Me desperté de golpe, de repente, sacudido por una mano onírica que me zarandeaba sin compasión. Y, sin abrir los ojos, en la oscuridad de mi habitación, sentí una ominosa presencia, mirándome.

Se trataba de una monja. O de alguien disfrazado de monja, aunque los hábitos más parecían un burka que otra cosa. Con el añadido de que las cuencas de sus ojos estaban vacías y, por tanto, su mirada resultaba gélida, inquietante, heladora.

Aún atrapado en la duermevela y en las tinieblas de la noche, en un inesperado acto reflejo, eché la mano al lateral del cuello, intentando encontrar la cicatriz de una herida que, por supuesto, no tenía.

Y es que, justo antes de apagar la luz esa noche, había estando leyendo las dos primeras historias de un tebeo: el “Fell. Ciudad salvaje” de Warren Ellis y Ben Templesmith. Y, por alguna extraña conexión neuronal, sus brutales argumentos y su expresivo dibujo debieron quedarse bien grabados, a sangre y fuego, en mi inconsciente, soñando toda la noche con sus personajes desmadrados y, sobre todo, con el tétrico y lúgubre ambiente de las calles de Snowtown, el reverso tenebroso de ciudades oscuras de por sí, como Gotham City o Sin City.


Mi nuevo hogar. Creo que es posible que un montón de gente se haya suicidado aquí.” Así comienza la primera historia de “Fell”. Y no son palabras gratuitas. A quiénes nos hemos educado sentimentalmente en el realismo sucio de Carver y en el realismo alcohólico de los Barflys de Bukowski, ese tipo de arranques nos ponen, increíblemente, de lo más cachondos.

Y a quiénes nos gusta el género negro y criminal de la escuela más Hard Boiled, el sadismo y la maldad que presiden esta narración, sólo pueden ser combatidos por un detective como Richard Fell. Duro, expeditivo y sin contemplaciones. Solitario. Tan salvaje como esa ciudad apocalíptica que agoniza sin que nadie haga algo por revitalizarla.

Muertos que a nadie importan, anónimos cadáveres flotantes, mujeres embarazadas a las que les arrancan el feto del vientre, visionarios sin escrúpulos, asesinos en serie, en masa y en grupo… lo peor de lo peor se concita en las calles de una Snowtown que ya es, para mí, uno de esos territorios míticos que los lectores incorporamos alborozadamente a una imaginaria guía de viajes por paisajes teóricamente imposibles e inexistentes.

Y luego está Maiko, la dueña de “Los idiotas”, el bar en que Fell encontrará refugio cuando se cansa de sus correrías nocturnas. Maiko es un achica de origen oriental cuya relación con el detective comienza de una forma tan agresiva como confusa: tatuando en su cuello, a través de un hierro al rojo vivo, el símbolo protector de los habitantes de la ciudad: Una S tachada por una X.

Pero, después, la imagen de Maiko llorosa y cariacontecida, que tiene el siguiente diálogo con Fell, es de las que no se olvidan, de las que hacen que te enamores de ella:

– ¿Rich? ¿Tienes un momento? Tan sólo quiero hablar ¿vale?
– Hola Maiko. ¿No llevarás encima más hierros de marcar caseros, verdad?
– Oh, joder. Lo siento mucho. ¿Cómo está tu cuello?
– Curándose.
– ¿Te ha quedado marca?
– Y tanto.
– Oh, mierda. Lo siento. Mezclar pastillas y alcohol, ya sabes. No tenía mala intención.
– Bueno… ya estoy protegido ¿verdad?
– Mierda. Lo siento. Yo sólo quería…
– ¿Salvarme?
– … Pedirte que no me evites.
– Me pasaré más tarde a tomar algo. ¿Vale?
– ¿Prometido?
– Puedes jurarlo.

Y Rich, efectivamente, se pasa. Y es el comienzo de una hermosa amistad entre personas que se necesitan, se buscan y se encuentran.

Me encanta el laconismo de un diálogo en que, sin apenas decirse nada, se dice todo. Como el origen del nombre del bar de Maiko. “Los idiotas”:

– Sabes, nunca me has dicho por que este sitio se llama así.
– Papá lo ganó en una apuesta en Camboya. Papá decía que el tipo fue un idiota por apostárselo y él por aceptar la apuesta. Idiotas.

Me he enamorado, pues, de Maiko. Y de Fell. Y de Snowtown. Y de las comadrejas que viven en ella. Y espero que Norma Editorial siga editando muchos volúmenes con las historias de Ellis y Templesmith. Un lujo. Un privilegio.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

EL PRISIONERO DE GUANTÁNAMO

Hace unos años me compré por Internet un portátil de segunda mano y, a la hora de elegir un nombre para el equipo, le puse Fesperman, apellido del autor de uno de los libros que mejor recuerdo me han dejado en los últimos años: “El barco de los grandes pesares”, una historia de espionaje en que la II Guerra Mundial y la guerra de los Balcanes de los años 90 se daban la mano en una narración vibrante, tensa y adictiva.


Por eso, cuando vi que RBA publicaba en su Serie Negra la nueva novela de Dan Ferperman, “El prisionero de Guantánamo”, pegué un brinco de alegría. No sólo porque soy un enganchado a la prosa de Fesperman sino porque el tema que trata resulta de lo más interesante y actual, por supuesto.

Después de ver las películas de Michael Winterbottom, sobre todo “The road to Guantanamo”, estoy convencido de que la globalización artística y cultural, bien entendida, pasa por Oriente, por Pakistán, Afganistán, la India y, un poco más allá, la China. Y, por eso, me lancé como un poseso sobre el libro de Fesperman.

Y el resultado es desconcertante. Vaya por delante que el libro me ha gustado. Y mucho. Pero no es el libro que me esperaba. Lo que, por otra parte, es problema exclusivamente mío, por hacerme ideas preconcebidas sobre una novela inédita de la que nada sabía a priori.


Y es que, relacionando Guantánamo con el 11-S, los integristas religiosos y las guerras de Irak y Afganistán, muchas veces nos olvidamos de que ese trozo de terreno está en Cuba. Que Cuba es una isla a tiro de piedra de los EE.UU. y que el odio cerval entre yanquis y castristas es algo que sitúa a la base guantanamera en una singular y especialísima situación.


Por supuesto, “El prisionero de Guantánamo” cuenta la historia de los presos musulmanes que, privados de todos sus derechos más básicos, están secuestrados por los americanos en el penal más infausto, en la aberración jurídica del derecho internacional más sangrante de lo que va de siglo. Se describen los interrogatorios, las celdas, los vestuarios y hasta los distintos grados de peligrosidad de los presos.

Pero la parte mollar de la narración está en el duelo entre los dos personajes principales, espías e infiltrados, que participan de dobles juegos y representan distintos roles. Por un lado, un miembro del FBI, interrogador profesional merced a su conocimiento del idioma árabe. Por otro, un espía de Castro instalado en Miami. ¿Qué les relaciona? ¿Cuál es el nexo que les acerca? ¿Por qué, de repente, aparece el cadáver de un soldado americano destinado en la base de Guantánamo, perfectamente equipado, en una playa cubana?

Muchas interrogantes a las que, utilizando la técnica de la cebolla y las capas, o la de las muñecas rusas, Fesperman irá dando cumplida respuesta, hasta desembocar en un final que no dejará indiferente a ningún lector. Una novela, pues, muy rica, variada y abigarrada, con tramas, subtramas y tramas aún más pequeñas aún. Muchos personajes de muchas caras y mucha, demasiada ambigüedad moral.

La frase: “No me venga con idioteces sobre órdenes o sus derechos civiles, porque sabe perfectamente dónde estamos y lo que eso significa en lo que se refiere a los derechos de cualquiera. ¿La Constitución? Ni idea.”

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

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SANTERÍA

Hace algunas semanas saludábamos con alborozo la fantástica novela “Chamamé”, de Leonardo Oyola, publicada por la vivaz editorial Salto de Página y justa ganadora del premio Dashiell Hammett de Semana Negra, junto a la no menos excelente “El imán y la brújula”, de Juan Ramón Biedma.


Oyola, en Gijón, además de hablarnos de “Chamamé” y de “Gólgota”, su última novela publicada en España, presentó junto a Juan Sasturain una excitante colección de novela negra inequívocamente porteña, llamada “Negro absoluto”, a través de la que jóvenes autores argentinos van a destripar el Buenos Aires más negro, sórdido y criminal. La colección arranca con cuatro títulos: “El doble Berni”, de Gandolfo y Sosa. “Los indeseables”, de Osvaldo Aguirre. “El síndrome de Rasputín”, de Ricardo Romero. Y, cómo no, “Santería”, del propio Leonardo Oyola, prologada por Sasturain.

Contar de qué va “Santería”, como ocurre siempre con las grandes novelas, no tiene mucho sentido. Porque el desaforado Oyola, como le llama Sasturain, es capaz de insuflar vida literaria a cualquier historia, por banal y anodina que ésta pueda parecer. En el caso que nos ocupa, se trata de un duelo. De un duelo a la vieja usanza entre dos personajes mefistotélicos y demoníacos: la Víbora Blanca y la Marabunta, nombres que ya nos hablan, bien a las claras, de lo que nos aprestamos a leer.

Una novela negra, pero que bebe de los culebrones más locos de la tele, con personajes tan desaforados como su autor. Por ejemplo, ese pequeñajo al que llaman “el Emoushon”, que podría venir patrocinado por una marca de telefonía móvil, dada la sonoridad de su apodo. O Danielín, un fiel seguidor de San La Muerte, que tendrá que vérselas con un hermano de cofradía, un trasunto del Kevin Costner que protegía a la otrora hermosa y dulce Whitney Huston en “El guardaespaldas”.


Porque, como ocurría en “Chamamé”, hay mucho, muchísimo, de cultura popular, de cine y de música actual en “Santería”. Esto, unido al prodigioso ritmo narrativo que Oyola imprime a su prosa, hace que la novela, más que leerse, se baile, como si el autor te conectara un cable al cerebro y te fuese cantando cada uno de sus vertiginosos capítulos.


De hecho, “Santería” es un LP. Un Long Play de corta duración, pero intenso y emocionante, en que cada capítulo, como si fuera una misteriosa canción, lleva el nombre de una de las cartas de la baraja española que la Víbora utiliza en su trabajo. Un LP con un tema introductorio, “En la cabeza de la víbora”, y doce fascinantes cortes que te conducen a un final abierto, repleto de posibilidades.

En su dedicatoria, Leo escribió las siguientes palabras en mi ejemplar del libro:”Para Jesús. Ojalá que mis pibes chorros de Santería te roben muchas carcajadas.”


Querido Leo, efectivamente. Me lo he pasado de miedo con los pibes chorros, con esa Marabunta cuya concha pasó a la historia del puterío fino (y menos fino) de Baires y la villa Puerto Apache, así como con esos polis buenos y enamoradizos, que la historia de (des)amor de la Víbora y el Charly me gustó largamente.

Así que, obligatoriamente, en las próximas semanas nos pondremos con “Gólgota”, a la que, como podrán ustedes imaginar, tenemos mogollón de ganas de meter mano. Pero muchas, muchas.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

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