FELL

Hace unas cuantas noches me desperté mucho antes del amanecer, inquieto, desasosegado y con un poso de angustia en la garganta. Me desperté de golpe, de repente, sacudido por una mano onírica que me zarandeaba sin compasión. Y, sin abrir los ojos, en la oscuridad de mi habitación, sentí una ominosa presencia, mirándome.

Se trataba de una monja. O de alguien disfrazado de monja, aunque los hábitos más parecían un burka que otra cosa. Con el añadido de que las cuencas de sus ojos estaban vacías y, por tanto, su mirada resultaba gélida, inquietante, heladora.

Aún atrapado en la duermevela y en las tinieblas de la noche, en un inesperado acto reflejo, eché la mano al lateral del cuello, intentando encontrar la cicatriz de una herida que, por supuesto, no tenía.

Y es que, justo antes de apagar la luz esa noche, había estando leyendo las dos primeras historias de un tebeo: el “Fell. Ciudad salvaje” de Warren Ellis y Ben Templesmith. Y, por alguna extraña conexión neuronal, sus brutales argumentos y su expresivo dibujo debieron quedarse bien grabados, a sangre y fuego, en mi inconsciente, soñando toda la noche con sus personajes desmadrados y, sobre todo, con el tétrico y lúgubre ambiente de las calles de Snowtown, el reverso tenebroso de ciudades oscuras de por sí, como Gotham City o Sin City.


Mi nuevo hogar. Creo que es posible que un montón de gente se haya suicidado aquí.” Así comienza la primera historia de “Fell”. Y no son palabras gratuitas. A quiénes nos hemos educado sentimentalmente en el realismo sucio de Carver y en el realismo alcohólico de los Barflys de Bukowski, ese tipo de arranques nos ponen, increíblemente, de lo más cachondos.

Y a quiénes nos gusta el género negro y criminal de la escuela más Hard Boiled, el sadismo y la maldad que presiden esta narración, sólo pueden ser combatidos por un detective como Richard Fell. Duro, expeditivo y sin contemplaciones. Solitario. Tan salvaje como esa ciudad apocalíptica que agoniza sin que nadie haga algo por revitalizarla.

Muertos que a nadie importan, anónimos cadáveres flotantes, mujeres embarazadas a las que les arrancan el feto del vientre, visionarios sin escrúpulos, asesinos en serie, en masa y en grupo… lo peor de lo peor se concita en las calles de una Snowtown que ya es, para mí, uno de esos territorios míticos que los lectores incorporamos alborozadamente a una imaginaria guía de viajes por paisajes teóricamente imposibles e inexistentes.

Y luego está Maiko, la dueña de “Los idiotas”, el bar en que Fell encontrará refugio cuando se cansa de sus correrías nocturnas. Maiko es un achica de origen oriental cuya relación con el detective comienza de una forma tan agresiva como confusa: tatuando en su cuello, a través de un hierro al rojo vivo, el símbolo protector de los habitantes de la ciudad: Una S tachada por una X.

Pero, después, la imagen de Maiko llorosa y cariacontecida, que tiene el siguiente diálogo con Fell, es de las que no se olvidan, de las que hacen que te enamores de ella:

– ¿Rich? ¿Tienes un momento? Tan sólo quiero hablar ¿vale?
– Hola Maiko. ¿No llevarás encima más hierros de marcar caseros, verdad?
– Oh, joder. Lo siento mucho. ¿Cómo está tu cuello?
– Curándose.
– ¿Te ha quedado marca?
– Y tanto.
– Oh, mierda. Lo siento. Mezclar pastillas y alcohol, ya sabes. No tenía mala intención.
– Bueno… ya estoy protegido ¿verdad?
– Mierda. Lo siento. Yo sólo quería…
– ¿Salvarme?
– … Pedirte que no me evites.
– Me pasaré más tarde a tomar algo. ¿Vale?
– ¿Prometido?
– Puedes jurarlo.

Y Rich, efectivamente, se pasa. Y es el comienzo de una hermosa amistad entre personas que se necesitan, se buscan y se encuentran.

Me encanta el laconismo de un diálogo en que, sin apenas decirse nada, se dice todo. Como el origen del nombre del bar de Maiko. “Los idiotas”:

– Sabes, nunca me has dicho por que este sitio se llama así.
– Papá lo ganó en una apuesta en Camboya. Papá decía que el tipo fue un idiota por apostárselo y él por aceptar la apuesta. Idiotas.

Me he enamorado, pues, de Maiko. Y de Fell. Y de Snowtown. Y de las comadrejas que viven en ella. Y espero que Norma Editorial siga editando muchos volúmenes con las historias de Ellis y Templesmith. Un lujo. Un privilegio.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.