De almas, diablos y contratos Noir

Estaba tomándome una Alhambra Roja, paladeándola despacio mientras degustaba una inenarrable tapa de sangre frita, cuando se sentó frente a mí. No lo había visto entrar al bar, aunque estaba sentado junto a la puerta. Tampoco le conocía. Pero eso no le impidió sentarse a mi mesa y preguntarme si yo era el Jesús Lens que escribía “El Rincón Oscuro” de IDEAL, todos los miércoles.

Le contesté que sí, removiéndome en mi asiento. Reconozco que me incomoda que la gente me pregunte por mis artículos, libros y columnas, pero va en el sueldo. Supongo.

 

—¿El Lens que escribió hace un par de semanas sobre Robert Johnson, el Club de los 27 y la venta del alma al diablo? Lee AQUÍ, esa entrega.

 

Estuve a punto de echarme a reír.

 

—Mira chaval, creo que llegas tarde. En concreto, veinte años. Que en junio me caen los 47 palos. ¿No soy un poco mayor para venderle mi alma a Satanás y tú, para andarte con estas pollaícas?

No sonrió. Ni movió un músculo de la cara. Y más risa me dio, claro, verlo ahí plantado, impertérrito, tan serio y sin descomponer el gesto.

 

El caso es que era un tipo interesante y bien parecido con un corte de pelo cool, pero nada estrambótico. Ropa moderna, pero en absoluto estridente. Perfectamente afeitado, apenas lucía unas incipientes patas de gallo. Le eché treinta años, bien cuidados y mejor aprovechados.

 

Reconozco que ya llevaba un par de birras encima, por lo que la situación me puso de buen humor. —Venga va. Hazme una oferta que no pueda rechazar, asegúrame el Pulitzer o, en su caso, que mi primera novela negra vaya a vender tanto como las nórdicas. Pero rapidito, que mi Cuate Pepe está a punto de llegar y nos vamos al Magic, a escuchar jazz.

 

—Imagino que esto es lo que llaman la malafollá granaína, ¿no? —me preguntó el tipo con un cierto deje de decepción—. ¿O es su forma de ser simpático, gracioso y amigable? Creía que estos temas le interesaban realmente, pero si no es así…

 

Dejé de reír y pedí dos cervezas más. Y empezó a contarme. Que lo de Robert Johnson firmando un contrato con el Diablo en un cruce de caminos, por supuesto, jamás ocurrió. Que, como las historias de la Biblia -y la mayoría de todas las buenas historias- no es más que una alegoría.

—Ya imagino. La cultura popular es así. Convierte en historia lo que no es más que una vieja leyenda. Como dijo John Ford en “El hombre que mató a…”

 

—Y, sin embargo, sí es cierto vendió su alma a Satanás —me dijo igualmente serio aquel tipo, cortando de raíz mis alardes cinéfilos.

 

Cuando intenté darle la réplica, me hizo callar. Y siguió contando.

 

—Quizá, el cruce de caminos al que hace referencia la historia sí existió. ¿Quién nos asegura que no era un garito que, en mitad de ningún sitio, acogía a los borrachos de cuatro condados, y de ahí su nombre, “Crossroads”?

 

No sabía si aquello era una pregunta retórica, una suposición o, sencillamente, aquel individuo me quería decir algo. Por si acaso, le dejé continuar.

 

—¿Y si el demonio al que Jonhson vendió su alma era, en realidad, un empresario de la industria musical que descubrió el talento de aquel bluesman y le hizo firmar el contrato de su vida? ¿Y si aquel contrato fue lo que permitió que su música empezara a sonar en las emisoras de radio y de ahí su fulgurante éxito?

 

Apuré mi cerveza de un trago largo y le pedí otra a Pablo, el camarero. Mi interlocutor llevaba la suya por mitad. Opté por seguir sin decir nada, escuchando.

—Sé lo que está pensando. Lo de su temprana y trágica muerte, a los 27 años. Pero… ¿y si llegó un momento en que Robert Johnson empezó a ser demasiado conocido, complicándosele la vida? ¿No pudo ocurrir que, sencillamente, se hartara de todo aquello y decidiera desaparecer, simulando su muerte para que le dejaran en paz? ¿Y si aquel mismo empresario le ayudó en el empeño, alumbrando de esa manera una leyenda que lo convertiría en inmortal, pero manteniéndolo alejado las sevicias de la fama? ¿Y si, además, con su muerte prematura en la cima de su carrera, tanto el empresario como el artista se aseguraban el éxito de su música, por siempre jamás?

 

—De esa manera, siempre podría aparecer una nueva grabación inédita, descubierta casualmente en algún ignoto estudio del sur de los Estados Unidos o en el cajón de un escritorio arrumbado en la casa de algún familiar…

 

—Efectivamente. Un negocio redondo. Pero vayamos un paso más allá. ¿Y si, dado su éxito, aquella iniciativa fue imitada posteriormente por otros artistas, dando lugar al mítico Club de los 27?

 

“¡Joder! ¡Pues claro!”, pensé para mis adentros. “Vive deprisa, finge tu muerte joven y, además de un bonito cadáver, dejarás una lucrativa leyenda a tus espaldas…”. Pero aquello, de ser cierto, requería de una enorme infraestructura. Que no es lo mismo simular una muerte en los años 30 o 60 del pasado siglo que en el hiperconectado siglo XXI. ¿Sería posible que estuvieran vivos, de verdad, Janis Joplin, Jim Morrison o Kurt Cobain? ¿Se habría operado el rostro Ami Winehouse y estaría llevando una apacible vida en el trópico, ajena al Brexit?

Cuando levanté la vista, no había nadie frente a mí. Quedaban los restos de una cerveza, violentamente roja. Y bajo el vaso, una tarjeta. No tenía dirección, correo electrónico ni teléfono de contacto. Solo un nombre: La Corporación.

 

(En El Rincón Oscuro ya hemos hablado antes de La Corporación, por si quieres conocer un poco más sobre esa siniestra organización. Por ejemplo, cuando aparecieron unas grabaciones inéditas de Enrique Morente. Léelo AQUÍ.

 

Y en este relato, en Moon Magazine, ya se avanzaba la posibilidad de que todo esto estuviera ocurriendo, desde hace tiempo, y no solo con músicos… Que París bien vale una tumba.

 

Jesús Lens