UN ANGEL LLAMADO AUDREY

Hoy comienza Retroback, el Festival de cine clásico de Granada, con esta mujer como protagonista absoluta. A ella le dedicamos esta semblanza, hoy, en las páginas de IDEAL. ¡Audrey vive!

 

Cuando ya llevaba varios años retirada, Steven Spielberg consiguió que volviera al cine. Y lo hizo en una película muy especial titulada «Para siempre», en la que interpretó el personaje de… un ángel. Audrey. No hace falta decir nada más para saber a quién nos referimos. No necesitamos escuchar su apellido para saber de quién hablamos. Audrey.

 

Icono de la cultura popular, entronizado por algunos de los papeles femeninos más memorables de la historia del cine, Audrey será, por siempre jamás, esa aparentemente sofisticada chica que se baja de un taxi, una madrugada cualquiera y, al son del «Moon river» de Henry Mancini, se dirige hacia el escaparate Tiffany`s, la joyería más exclusiva del mundo… para sacar un croissant y un café del bolso y regalarse un desayuno tan sencillo como fastuoso.

 

Ahí radica, posiblemente, el secreto del éxito atemporal y eterno de Audrey: la elegancia de la sencillez y la serena belleza de una mujer con aura, con ángel, con duende y con misterio. Una mujer a la que adoraban las cámaras y que sabía transmitir infinidad de sensaciones y matices a través de una expresividad que no necesitaba de mohines ni afectadas sobreactuaciones para cautivar a los espectadores.

 

Y lo curioso es que Audrey llegó a la interpretación por pura mala suerte: viviendo entre Bélgica y Holanda, siendo niña, estudiaba y ensayaba para ser bailarina de ballet. Sin embargo, las penurias de la II Guerra Mundial le provocaron severos estragos físicos en su delicado cuerpo, lo que, unido a las estrecheces económicas de su familia, la obligaron a olvidarse de la danza y a tener que elegir una nueva profesión, que para fortuna de sus millones de admiradores, fue la interpretación.

 

En 1953, cuando tenía veinticuatro tiernos años de edad, interpretó la primera de las películas que contribuirían a convertirla no sólo en una estrella sino en ese icono al que nos referíamos anteriormente. En «Vacaciones en Roma» daba vida a una princesa que, harta de una vida solemne, protocolaria, dirigida y aburrida, se soltaba la melena y, poniéndose en manos de un americano, se dedicaba a disfrutar durante unos días de la dolce vita italiana, descubriendo el goce de vivir y los placeres de la vida sencilla y cotidiana. Un canto a la frescura, a la naturalidad y a la belleza de una existencia sin artificios.

 

¿Y qué no decir de la deliciosa y entrañable vendedora de flores, Eliza Doolittle, protagonista de la famosa y multipremiada «My fair lady», que ganaría doce Óscar, incluyendo todos los grandes… con excepción hecha, paradójicamente, del de mejor actriz? En este memorable musical de George Cuckor, la transformación de su personaje es inverso: de ser una pobre mujer, fea y desaliñada, que apenas sabe ligar tres ininteligibles frases seguidas, la señorita Doolitle se transforma en toda una señorita, pulida y refinada, que acude a las carreras de Ascot. Y, sin embargo, una vez que los jueces dan el pistoletazo de salida y los caballos inician la competición, Eliza no puede reprimir sus emociones y se levanta de su asiento, gritando y jaleando a su caballo favorito. Una inaudita, divertida y reivindicativa muestra de espontaneidad en el encorsetado universo de las estrictas relaciones sociales británicas.

 

Y no podemos olvidar, por supuesto, esa «Historia de una monja» que no sólo terminó de consolidar a Audrey en el imaginario colectivo de los cinéfilos de todo el mundo como representación iconográfica de la bondad y el compromiso sino que, al haber interpretado a un personaje que tanto tenía que ver con su propia biografía, la actriz se vio profundamente conmovida hasta el punto de que, desde entonces, empezó a colaborar con pasión en distintas iniciativas sociales y solidarias.

 

Por esta labor fue nombrada embajadora especial de la UNICEF, trabajando con denuedo en favor de la educación de los menores más desfavorecidos de todo el mundo. De hecho, gravemente enferma y completamente desahuciada, tres meses antes de su muerte viajó hasta Somalia para enviar un mensaje de apoyo y solidaridad a los niños de uno de los países más pobres del mundo. No es de extrañar que, años después de su fallecimiento, la UNICEF erigiera una estatua de la actriz y la instalase en su sede central de Nueva York.

 

Es muy significativo que la imagen de Audrey, como ocurriera con su entrada en el mundo de la interpretación, también comenzara a generarse por un divertido error: Cuando había firmado su contrato para participar en «Sabrina», el estudio la mandó al célebre diseñador Givenchy para que empezase a preparar el vestuario que luciría en la película.

 

A aquél le habían dicho que el papel principal de la comedia lo iba a interpretar Miss Hepburn y él entendió que se trataba de la otra Hepburn: Katherine. Por eso, cuando el diseñador se encontró con una jovencita desgarbada a la que no conocía, montó en cólera y se negó en redondo a trabajar con ella.

 

Givenchy no tardó, sin embargo, en cambiar de opinión. De hecho, no sólo la vistió majestuosamente para «Sabrina» sino que terminaría siendo íntimo amigo de Audrey y creando para ella un perfume especial: L’Interdit. La actriz, convertida ya en una celebridad, ya se mantendría toda su vida fiel al diseñador que había contribuido de forma decisiva a consolidar esa imagen pública de naturalidad sin estridencias y de una belleza natural que no necesitaba de joyas o caros complementos para refulgir como la estrella que era.      

 

Con el paso del tiempo, el recuerdo de Audrey ha pervive en el imaginario colectivo de millones de aficionados al cine que siguen adorándola. Terminamos con una evocación de Audrey, en palabras de uno de esos secretos admiradores que decoran orgullosamente su despacho con el retrato de la actriz: «es la mujer a la que hubiera amado toda la vida a cambio de absolutamente nada. O menos. Es la belleza…el único ser sobre la tierra, debajo de ella o en las nubes, al que te quedarías mirando toda la vida y luego el resto de la eternidad… porque los ángeles tienen su rostro.»     

 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

¡HUELGA!

La columna de hoy de IDEAL, de las que despiertan una cierta polémica. De hecho, ya he tenido la primera, tomando café por la mañana…

 

¿Arde Plaza Nueva? La verdad es que no. El otro día me di un paseo por la zona, entré en el Pilar del Toro, me dejé caer por el Torres y demás barras frecuentadas por la magistratura granadina, subí por el Paseo de los Tristes y no me pareció que nada anormal estuviera pasando en el corazón judicial de nuestra Andalucía. Y sin embargo, a unas semanas vista, parece que los jueces andan montando algo parecido a una huelga, lo que, además de inaudito, es ilegal.

 

Son las cosas de esta España nuestra. Con tres millones de parados y una previsión de llegar a los cuatro cuando lo más crudo de la cruda crisis nos machaque de forma implacable, a lo largo de este presumiblemente infausto 2009, quiénes andan preparando una huelga son los jueces.

 

¡Toma del frasco!

 

No voy a entrar en la ilegalidad de la misma. Ni siquiera en si la judicatura tiene o no motivos para plantear una agria protesta en alta voz, con o sin huelga. Cualquiera que haya tenido relación con el mundo del derecho sabe que los juristas, en general, son inveteradamente alérgicos a la informática, a la aplicación de las nuevas tecnologías y a cualquier cosa que suene a la sociedad de la información. Si hay algo en España con olor y sabor a rancio y noventayochista siglo XIX es nuestro sistema jurídico. Y todo lo que le rodea.

 

Esas montañas de legajos cosidos con aguja y cuerda, amontonados en pilas de precario equilibrio en cualquier juzgado, son parte reconocible de nuestro paisanaje y prueba palpable del fracaso de la modernización de la función pública española. Es decir, que hay que invertir en nuestro sistema judicial. Por supuesto que sí.

 

Sin embargo, que en el germen de esta protesta esté la no-sanción al juez Tirado y, sobre todo, que en tiempos de recesión económica mundial, con cientos de miles de personas haciendo cola en las oficinas del INEM; provoca vergüenza ajena que, quiénes amenacen con ir a la huelga, sean los jueces. Como ocurre con los pilotos de avión, los controladores aéreos y demás privilegiados empleados del sector aeronáutico, cercanos a ese SEPLA que, con su caciquismo y sus huelgas de celo, provocan diariamente el caos en nuestros aeropuertos y complican la vida de millones de ciudadanos, rehenes de sus avariciosos desmanes.

 

Por ética y por estética, es inaceptable que jueces o pilotos de avión se pongan en huelga cuando la crisis económica va a llenar Plaza Nueva de parados, los lunes al sol. A ver con qué cara se ponen sus togas, jueces y magistrados, y se echan a la calle, detrás de una pancarta. ¿O no es ese tipo de huelga la que se están planteando? De aquí a nada, la sinrazón nos mostrará a los jugadores del Real Madrid, de piernas caídas, reclamando airadamente primas, incentivos y derechos de imagen. Vivir para ver.

 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

LÍBANO, UN VIAJE EN EL TIEMPO

Hoy salió en IDEAL el reportaje del Líbano. Una doble página muy sugerente, con sus fotos y extraordinariamente maquetada.

 

Es un puro reportaje de viajes. Espero haber conseguido transmitir la esencia de un país tan pequeño como rico en historia y cultura. También lo pueden leer, todo ello, en la edición digital del periódico, viendo la galería de fotos. A golpe de click: «Líbano, un viaje en el tiempo».

 

Ojalá les guste.

 

Jesús Lens.

GRANADA: DESTINO IMPOSIBLE

Debutamos en la sección Puerta Real, de IDEAL. Año nuevo, etapa nueva. Espero que las columnas del sigan gustando e interesando.

 

Lo malo no es, a la vuelta de un lejano viaje a Damasco y Beirut, tener que coger dos aviones y hacer escala en el aeropuerto de Estambul. Lo realmente ingrato es, una vez aterrizado en Barajas, tener que bajar hasta Granada, apenas quinientos kilómetros que uno, la verdad, no sabe cómo afrontar.

 

La primera intención es, por supuesto, coger un avión. Pero las tarifas y los precios de Iberia no es que animen a ello, precisamente. Máxime porque bien sabemos que una de las costumbres más arraigadas de dicha compañía, como si de una perpetua broma pesada se tratara, es suspender sistemáticamente los vuelos entre Madrid y Granada. O diferirlos. O hacerlos bien sufridos, llevando al pasaje hasta Málaga para luego traerlo en autobús, después de una espera infamante.

 

Resulta llamativo que, al final, sea mucho más largo el pomposo nombre de «Aeropuerto Internacional Federico García Lorca de Granada y Jaén» que la lista de vuelos que operan con la capital nazarí, tras la cancelación de las conexiones británicas, parisinas e italianas que se vendieron a bombo y platillo.

 

Descartado el avión, pues, nos quedaría el tren. El tren de toda la vida, claro, que el AVE no vuela hasta Granada. El problema del tren es doble: el trayecto dura muchas horas y RENFE adolece de una escasísima frecuencia horaria, con lo que difícilmente te arriesgas a que un retraso de los habituales en Barajas te deje tirado en Madrid, cansado y ojeroso, al regresar de un viaje por tierras lejanas.

 

Y queda, por fin, el socorrido autobús. La Alsina, vendida primero a Alsa, que luego fue Continental y ahora pertenece a una multinacional británica. Lo bueno del bus es que es relativamente barato y los hay casi a todas las horas del día. Hay que pasar, eso sí, por esa auténtica Corte de los Milagros que es la Estación Sur de Autobuses, donde he llegado a ver a un sujeto tumbado, inconsciente, en su puerta y a los transeúntes pasando por encima de su cuerpo tendido, sin concederle la más mínima importancia.

 

El pasado lunes, pues, cogí el autobús para bajar a Granada, tras volver de Damasco. Y me encontré con una desagradable sorpresa que nos retrotrae al abismo de los tiempos: resulta que los dueños de la franquicia transportista, por aquello del ahorro de costes, no pagan la licencia preceptiva para proyectar películas en el autobús, con lo que los pasajeros nos vimos obligados a soportar, durante más de cinco horas, la Cadena Dial y el Canal Fiesta Radio.

 

¿Qué pecado hemos cometido, los granadinos, para tener que escuchar seis o siete veces al Melendi en una misma tarde? En serio, bien entrado el siglo XXI ¿puede alguien explicar por qué sigue estando Granada situada, exacta y literalmente, en el culo del mundo?

 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

LÍBANO

Ayer anticipábamos este fin de semana que vamos a dedicar al Líbano con una foto muy sencilla. Las de hoy, ilustrando la columna de IDEAL, no lo son tanto, por desgracia. Mañana sí tocamos una cara más amable del Líbano. Por cierto, ¿han comprado la edición impresa del periódico? ¿Han reparado en un importante detalle?

 

Lo escuché mientras me lavaba los dientes, en el boletín radiofónico de la mañana: «Líbano lanza tres misiles contra Israel». Y me dio un escalofrío. Porque sólo hacía tres días que había regresado de mi viaje por aquellas tierras mediterráneas. Después, a lo largo de la mañana, las webs de los periódicos abundaban en ello: «Israel responde al ataque con misiles lanzado desde Líbano.»

 

Cuando decidí pasar las Navidades en el Oriente Próximo, nada hacía pensar que se iba a producir una escalada bélica como ésta, aunque la verdad sea dicha, Oriente Próximo, violencia y odio cerval parecen ser sinónimos desde tiempos inmemoriales.

 

Las sensaciones vividas a lo largo de estas dos semanas han sido extremas. Por un lado, la magia de una ciudad milenaria como Damasco, cargada de historia y una belleza todavía suspendida en el tiempo. Después, la singular orografía libanesa, el súbito tránsito de los bosques de cedros cubiertos por la nieve a la paz de un Mediterráneo en calma. La quietud de las majestuosas ruinas romanas de Baalbek y los paseos por los zocos medievales de ciudades como Tiro y Sidón. Y la radical modernidad más chic y cool de una Beirut vibrante, divertida e hiperactiva.

 

Pero, por la noche, en la seguridad del hotel, poníamos la televisión y sus imágenes nos ponían los pelos de punta. Porque si, en general, los informativos occidentales suelen mostrar a los árabes furibundos, clamando venganza y poco menos que echando espumarajos por la boca, los noticieros del país mostraban los cadáveres de los niños palestinos, muertos por los misiles israelíes.

 

Y, por la mañana, te levantabas y salías de nuevo a hacer turismo por las tierras que vieron nacer la historia de la humanidad, tal y como la conocemos, de una belleza sin igual, pero tristemente situadas en un lugar muy próximo al centro del infierno.

 

Esquizofrenia viajera (así lo contamos en su día, desde Damasco), como la que nos asaltó cuando arribamos a la ciudad de Trípoli y subimos al famoso castillo de Saint Giles, construido durante las Cruzadas, y nos lo encontramos literalmente tomado por el ejército libanés. No es que hubiera unos cuantos militares por allá. Es que el ejército parecía haber instalado en el mismo su cuartel general. En la puerta, tres tanquetas perfectamente equipadas con sus ametralladoras y, circulando por el interior del castillo, decenas de soldados impecablemente pertrechados, con sus chalecos antibalas, sus cascos y, por supuesto, sus armas reglamentarias.

 

Aunque no decían nada, nos miraban extrañados, ataviados con nuestros vaqueros y forros polares, armados de nuestras diminutas cámaras digitales. Y, entonces, surgía la famosa pregunta que, en algún momento, se hace todo viajero y que fuera inmortalizada por Bruce Chatwin: «¿qué hago yo aquí?» Y, la verdad, de vuelta en casa, horrorizado antes las noticias que nos llegan de Oriente Próximo, todavía no he terminado de encontrar una respuesta.

 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.