Sin más

Como hacía mucho, mucho tiempo que no pasaba por allí, se puso contentísima cuando, de repente, me vio entrar. Y más aún cuando se cercioró de que sí, de que iba por ella.

Más que aburrida, la pobre estaba ya hastiada y asqueada de mi desidia, pero no pudo evitar mostrar su satisfacción cuando la agarré y le desabroché la cremallera.

¿Cuándo había sido la última vez?

Meses. Meses habían pasado ya. Y aquello, ni era normal… ni permisible.

De pronto, se puso tensa. Como la cuerda de un violín. ¿Qué ocurría? En vez verse llenada con ropa de más o menos abrigo, artículos de aseo y algún libro para el viaje, mi maleta se vio ahíta de papeles viejos, revistas ajadas, recortes de periódico obsoletos y folios que casi se deshacían en las manos, de puro añejo.

Se indignó. ¡Aquella no era su función! ¡Por favor! Si hasta podía haber moho, hongos incluso, en aquella masa informe de papel. ¿Nos habíamos vuelto locos? Iba a hacer falta una desinfección a fondo, para quitarse los restos de roña que le iban a quedar después de aquello.

Un poco después, sin embargo, lo que sentía era pánico: tras tirar toda aquella papelería en el contenedor azul, se dio cuenta de que no volvíamos a casa, sino que nos dirigimos al otro contenedor. Al de la basura normal.

¿Qué ocurría? ¿Qué se había perdido?

Una cosa era que lleváramos tiempo, demasiado tiempo, sin viajar. Pero otra muy distinta era que, estando en un estado bastante potable y quedándole mucha vida útil por delante, yo hubiera decidido desembarazarme de ella. Máxime cuando no había entrado ninguna otra maleta en el cuarto de los trastos durante aquel tiempo.

 

¿Se habían terminado, pues, los viajes largos? Porque para los cortos, usaba otras maletas. ¿Era aquello el final de una forma de entender la vida? ¿Sobraba en aquel cuarto? ¿Ya no iba a haber más cintas transportadoras y bodegas ni sentinas? O, quizá, es que me había cansado de su inveterada costumbre de perderse entre aviones y aeropuertos, de su gusto por dar vueltas por el mundo, a su aire…

¡Pero no era su culpa! Eran aquellos operarios descuidados. ¡O los ineficientes programas informáticos! Bien es verdad que ella no protestaba, pero…

Tan embebida estaba, mi maleta, en aquellos pensamientos oscuros y cenicientos, que no reparó en que en la otra mano llevaba yo una pequeña bolsa con los restos de la dorada que me había comido a mediodía. Y que por eso íbamos al contenedor de basura orgánica.

Esa noche, de vuelta en su cuarto, a oscuras, le costaba conciliar el sueño. Bien es cierto que hubiera preferido dormir en la bodega de un bus de ALSA, camino de Madrid y del aeropuerto para, después, cambiar de continente, como tantas veces habíamos hecho. Pero solo de pensar que podía haber acabado arrumbada en el vertedero, condenada a la incineración o, en el mejor de los casos, a no volver a viajar nunca más…

A veces hay que darse por contentos con seguir estando.

Sin más.

Jesús Lens

¿Vemos los 9 de noviembre de 2008, 2009, 2010 y 2011?