PAÍSES

En uno de los largos trayectos nocturnos que este verano hicimos en tren, allá por los Balcanes, intentando luchar contra el insomnio, me puse a contar el número de países en que he estado y el número de veces que he ido a los mismos.


Y me salieron treinta. Treinta países. Y unas cuarenta y pico salidas al extranjero. Lo que, sinceramente, para haber empezado tarde a viajar, no está nada mal. Me puse contento y, recordando paisajes, olores, colores, fronteras, idiomas y gentes, me fui quedando dormido.

Por la lógica de las distancias, el continente al que más veces he salido es, naturalmente, Europa. Además de haber recorrido buena parte de nuestra geografía española, he estado tres veces en Francia y otras tres o cuatro en Portugal, en aquellos viajes iniciáticos con Jorge, que ya nunca se repitieron. He visitado Bélgica, Alemania, Italia en dos ocasiones, así como Irlanda e Inglaterra, con otro par de visitas a cada país.

Conozco partes diferentes de Croacia, de dos visitas diferentes y, después, Montenegro, la República Checa, Austria, Eslovenia, Bosnia-Herzegovina, Serbia y Hungría.

A ver. No es lo mismo haber estado que conocer. Ni haber pasado por sus capitales que haber recorrido más ampliamente su geografía. Pero en todos esos países he estado, aunque no podría aseverar que los “conozco”, un término demasiado difuso, demasiado ambicioso, demasiado prepotente. Y, sin embargo, me siento europeo, con toda la carga simbólica y los muchos contrastes que ello conlleva.

Mi siguiente continente es, por supuesto, África, empezando por ese Marruecos que he visitado hasta en cuatro ocasiones. Y las que te rondaré, Mohammed. En el Malí he estado dos veces, y sé que volveré. Después, he pasado por Burkina Faso, Etiopía, Senegal, Tanzania y Egipto. Pero África es inmensa, es atractiva, embriagadora, embrujadora. África es nuestra madre y a las madres siempre terminamos volviendo, como ingratos hijos pródigos.


Asia. Con diferencias. Por un lado, le tengo mucho cariño a ese Oriente Medio tan fascinante y contradictorio, cruce de culturas y mestizajes, hoy asociado a una religión y a una materia prima: el petróleo. He estado un par de veces en Turquía y otras dos en Jordania, que Petra bien se merece volver a gozar de sus maravillas arquitectónicas. Me he maravillado en el Yemen, he dormido en Arabia Saudí, he conocido Siria y me he aventurado hasta la China, quedando fascinado por ese desconocido, misterioso y atractivo Lejano Oriente.


Pero mi gran deuda está con el continente americano, al que sólo he saltado dos veces. Una vez a México y otra, en un combinado maya de Guatemala y el propio sur de México. Teniendo buenos amigos a lo largo de su inmensa geografía, compartiendo un idioma común y una historia de centenares de años… es casi, casi un absurdo inexplicable no haber viajado más a nuestro continente hermano.


Sin embargo, espero, todavía nos quedan muchos años por viajar, decenas de países por descubrir, cientos de paisajes ante los que emocionarnos y miles de personas a las que conocer. Espero. Porque el mundo es inmenso. Y no se termina nunca. Como reza la tradición oral mandinga, “Tú te consideras un gran elefante, pero la sabana es mucho mayor que tú”.

Aquí sentado, en casa, escuchando los acordes globales de los “Weather report” y disfrutando de las voces de Gigi o de Rokia Traoré, las guitarras del Alí Farka Touré o los sámplers de Gotan Project… sé que tengo que viajar. Que seguir viajando. Cuando termina el verano y las vacaciones no son más que un recuerdo, nos quedan las fotos, la música y los libros. Nos queda viajar con la imaginación. Viajar con las palabras. Viajar siempre.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

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MAGUEY

Este texto lo escribí en 2005. No sé si habrá aguantado el paso del tiempo. Creo que no lo publiqué nunca. A ver si les gusta.

Hace unos años, cuando acababa de terminar el rodaje de “Perdita Durango”, el director de cine Álex de la Iglesia decía que, entre las cosas más sorprendentes que había visto por la zona fronteriza entre México y los Estados Unidos, se encontraba el respeto reverencial por los cactus. De hecho, tras obtener el permiso para filmar dentro de un Parque Nacional, las autoridades indicaron al equipo de rodaje que dañar una de esas plantas estaba penado… con cárcel.

¿Qué tiene una planta que aquí, en España, tenemos reducida al nivel, prácticamente, de una mala hierba? De primeras, el cactus tiene su protagonismo en la mismísima bandera mexicana. De hecho, está en el propio origen fundacional del país ya que, cuenta la leyenda, cuando los mexicas andaban a la búsqueda de un lugar donde radicar su capital, una señal les indicó que habían de encontrar un águila que tuviese una serpiente entre sus garras y estuviese posada sobre un cactus.

Y si el cactus está en la bandera, eso es algo serio; que los mexicanos son muy mexicanos y llevan su enseña orgullo, haciéndola flamear siempre que se presenta ocasión. Como hacía Hugo camino del Kilimanjaro, por ejemplo.

Cualquiera que viaje a México se impregna, muy pronto, de la cultura del cactus. Camino de Teotihuacán, por ejemplo, paré en un chiringuito que ha hecho del maguey su particular piedra filosofal. “Es una planta extraordinaria. El maguey puede proporcionar al hombre casa, vestido, comida y salud, además de ser un extraordinario medio de conservación del conocimiento al funcionar como un resiste papel en que la tinta queda impresa de por vida.”

¿Estaba exagerando Efraín acerca de las cualidades de esta planta mágica? Ni mucho menos. Sobre el terreno nos hacen una demostración práctica, raspador artesanal de obsidiana en mano, de cómo obtener largos pergaminos de la planta, de cómo sacar aguja e hilo para coser y, sobre todo, de cómo sangrarla para obtener el aguamiel con que hacer el pulque primero y el mezcal y el tequila después.

Está rico el pulque. Dulzón, pero sin empalagar. Y tiene efectos afrodisíacos. Supuestamente. Pero vamos, que lo importante es que se trata de una deliciosa bebida refrescante de la que, dejándola fermentar, embotellándola y añadiéndole un gusano se obtiene el famoso mezcal que tantas veces hemos visto en el cine y hemos leído en los libros. O el tequila. Ese tequila que, reposado, es un placer de dioses.

Es fuerte el mezcal. Con un poderoso sabor a humo que te sube directamente al cerebro, casi sin pasar por el estómago. La Lupe, sabiendo que a palo seco es muy fuerte, lo vende mezclado con otras bebidas, para que su ingesta sea más placentera a las papilas gustativas poco amantes de las emociones explosivas: maracuyá, coco, café y otra amplia variedad de sabores hacen que el combinado de mezcal sepa bien sabroso a los paladares no mexicanos.

Las hojas del nopal, fritas o asadas, no están malas. Y los higos chumbos… ¿de dónde salen? Atentos a un comentario de Fray Juan Navarro: “El cocimiento de tres o cuatro hojas con otros tantos chiles purga bien por cámara y orina los humores gruesos y fríos. El vino que se saca de sus hojas medio asadas es útil al asma. Maguey divino o de Dios; su zumo bebido y aplicado por fuera sana las calenturas.”

¿Es extraño, pues, que del 11 al 15 de septiembre se haya celebrado en Oaxaca la Primera Semana Cultural del Maguey, “para resaltar los valores históricos y socioculturales ligadas a la producción del Maguey y del Mezcal” o que el artista oaxaqueño Rodolfo Nieto utilizara los grandes cactus y nopaleras como motivo de una muy especial inspiración artística?


Y eso sin hablar del cada vez más conocido, famoso, usado y reivindicado aloe vera. Hasta estrechas faldas, bien ajustadas y embutidas, con una capa interior de aloe, son utilizadas por las mujeres más “in” para ir recibiendo un continuo masaje de aloe mientras hacen vida normal; tal y como comentaba Miguel Ángel Rodríguez Pinto cuando glosábamos las maravillas de Oaxaca.

Y es que en México hay hasta 400 especies de maguey. Tantas que no es de extrañar que el hermoso y subyugante jardín del fastuoso Monasterio de Santo Domingo esté diseñado, exclusivamente, con cactus, magueyes, nopaleras y otras modalidades de esta prodigiosa planta que, en España, también conocemos como pita y que, como decíamos al principio, tratamos con un poco de desprecio. Cuando, a todo lo antedicho, se une el que sirve como extraordinario agente antierosionador del suelo.

Y que son muy agradecidos, a decir de los campesinos, que prenden en casi cualquier sitio y, sobre todo, que pocos cuidados requieren para criarse bien hermosos. Y poca agua, con lo que enlazamos con el título de estas notas.

Decir que en España cada vez llueve menos es una obviedad. Las zonas del sureste peninsular cada vez se van pareciendo más a un semidesierto, precisamente el tipo de clima perfecto para una planta que, tanto por rendimiento económico como por pura estética, va a terminar jugando un papel muy importante en nuestros paisajes… ¿y en nuestras industrias?

Los tequilas y mezcales más depurados se cotizan alto en el mercado. Los buenos reposados de las mejores añadas alcanzan los precios de los Riojas del 82. Y del aloe va quedando poco por decir, sin contar con que el agua para mantener verdes los jardines de césped empieza a estar por las nubes.

¿Tienen nuestros viveros mucha variedad de cactus entre su oferta? Porque el primero que empiece a importar, por ejemplo, esas grandes nopaleras mexicanas de proporciones homéricas, puede ponerse las botas. Y el que aprenda a destilar el hidromiel y fabrique buenos mezcales y tequilas, lo mismo se hace de oro.

Las cosas (y el clima) están cambiando. Hay que adaptarse. Y si en este mundo hay una planta que ha sabido adaptarse a las circunstancias más duras y difíciles, a la aridez de los secarrales más aparentemente estériles e improductivos, ésa ha sido el cactus. Todo un ejemplo a tener en cuenta.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.
25 de septiembre de 2005.

LA ANTÁRTIDA. MUSAS DE HIELO. PARTE II

Seguimos con la segunda parte del especial dedicado a la Antártida, cuyo arranque publicamos ayer.

La pureza del hielo y la nieve hace que los paisajes antárticos sean propicios para albergar sagas mitológicas, como cuenta John Calvin Batchelor en “El nacimiento de la República Popular de la Antártida”, publicada por Ediciones Minotauro y que tiene ecos y resonancias de novelas clásicas como “Moby Dick”, “La Odisea” o “Beowulf”, contando la historia de Grim Fiddle, nacido en 1973 y testigo de excepción del derrumbe de la Civilización Occidental a comienzos del siglo XXI por culpa de los problemas energéticos. Los hombres, para sobrevivir, han de embarcarse y recorrer los mares, como hace el protagonista en su velero, “El Ángel de la Muerte” en que se concita un microcosmos, reflejo de la convulsa sociedad del momento, y que se dirige al círculo polar antártico para organizar un campamento en la zona conocida como Cruz de Hielo.


Con guión de Francisco Casavella, el director Manuel Huerga rodó “Antártida” en 1995, protagonizada por Ariadna Gil y Carlos Fuentes. La película cuenta una historia de huida y descubrimiento, protagonizada por María (Ariadna Gil) y Rafa (Carlos Fuentes). Ella es una yonki desencantada que camina por el lado más salvaje de la vida. Él, un chaval vitalista, optimista y parlanchín hasta el aturdimiento. Ambos robarán un alijo de droga que les pondrá en fuga, perseguidos por narcos y policías, en busca de un refugio permanente que, para ellos, debería ser un lugar tan etéreo y desconocido como esa Antártida con que se titula la película y que también tiene ecos de la frialdad de la heroína a la que es adicta la protagonista.

Un título y una historia que nacen, precisamente, de la famosa canción de John Cale, “Antartida starts here”, que forma parte de la banda sonora y que juega un papel determinante en una de las películas españolas más interesantes de los años noventa, en la secuencia en que María y Rafa asisten al concierto que Cale daba en Madrid y en el que, por supuesto, el mayor protagonismo es para esa canción que el antiguo miembro de la Velvet Underground compuso en 1973, como homenaje a la Gloria Swanson más decadente.

LA CONQUISTA DEL INFIERNO BLANCO

La Antártida, lo hemos visto, es sinónimo de escapada, refugio, pureza, miedo a lo desconocido, terror vacui y naturaleza salvaje y descarnada en estado puro. Así, era obligatorio que los aventureros más osados del momento tuvieran como objetivo alcanzar el Polo Sur magnético o recorrer todo el continente en su integridad.

Descubierta en 1603 por el español Gabriel de Castilla, la Antártida está asociada a nombres como el de James Cook, que la circunnavegó en 1772, aunque habrá que esperar al comienzo del siglo XX para que se desencadenara la auténtica fiebre antártica, encarnada por tres nombres, principalmente.

El primero, el célebre Ernest Shackleton y sus tres expediciones, la tercera de las cuáles, realizada a bordo del Endurance, ha pasado a la historia de la exploración como uno de los fracasos resueltos con mayor éxito gracias a la pericia, las dotes de mando y la capacidad de sacrificio y persuasión del líder de la misma. Cuando el barco quedó atrapado por los hielos, Shackleton inició un periplo aparentemente imposible a través del que consiguió poner a salvo a todos sus hombres, tras una larguísima travesía en bote y a pie, rodeados de inmensos témpanos de hielo, en unas condiciones infernales.


Y tenemos que recordar, por supuesto, la no menos famosa carrera entre Admudsen y Scott por conquistar el Polo Sur, improvisada competición que ha hecho derramar centenares de litros de tinta a lo largo de la historia.

Aunque sólo estos capítulos de los anales de la exploración darían para un reportaje de muchísimas páginas, no debemos dejar de reseñar películas como “Shackleton”, dirigida por Charles Sturridge e interpretada por Keneth Branagh o libros clásicos como “Viaje hacia el Polo Sur y alrededor del mundo”, de James Cook o “La última gran aventura: el sacrificio del capitán Scott en la Antártida”, de Max Jones y “El peor viaje del mundo: la expedición de Scott al Polo Sur”, de Apsley Cherry-Garrard.

En resumen, que la Antártida, aún pareciendo vacía, desolada e infernal, ha servido para inspirar a decenas de artistas a lo largo de la historia. Y nada mejor que dejarse conducir por ellos al infierno blanco precisamente ahora que, en España, se baten récords de temperatura y nos vemos abrasados por sucesivas olas de calor africanas.

No es de extrañar, pues, que la exposición del Parque de las Ciencias de Granada, dedicada al sexto y más desconocido continente, ése que ni siquiera aparece reflejado en la bandera de la ONU, esté siendo todo un éxito. Porque no hay mejor receta contra el calor que hacer un viaje antártico, aunque sea a través del cine, el cómic y la literatura.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

GERALD BRENAN VUELVE A SU CASA ALPUJARREÑA

¿Recuerdan que hace algunos meses escribimos un reportaje sobre Gerald Brenan en IDEAL?

Pues hoy nos podemos alegrar (y vanagloriar) con esta estupenda noticia: “La fonda en la que Brenan se hospedó en Yegen se convertirá en Casa-museo.”


Además, habrá jornadas dedicadas al autor, rutas para paseos literarios y más cosillas de lo más sugerente.

¿Qué les parece la noticia? Personalmente, dando botes de alegría estoy porque, honesta y egoístamente, pienso que algún grano de arena hemos aportado desde IDEAL para que esto salga adelante.

Enhorabuena al alcalde del municipio en cuestión y al resto de personas que van a hacer posible este logro para nuestras queridas Alpujarras.

Un diez.

Jesús Lens.
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BALCANES

Dejamos este artículo que publicamos ayer domingo en la sección de Opinión de IDEAL. A ver qué os parece.

Pocos nombres se han podido acuñar, en el lenguaje científico y geográfico, con tanta fortuna como la de “Balcanes”, en plural. Porque la ex-Yugoslavia comprende países, regiones, pueblos y ciudades radicalmente diferentes entre sí. En un reciente viaje por las capitales de los diferentes estados resultantes de la partición del antiguo estado yugoslavo hemos podido apreciar esa enorme y rica diversidad que, sin embargo, tan problemática puede llegar a ser.


Tras dejar Viena, llegamos en tren a Lujbliana, capital de un país recién incorporado a la Unión Europea y que apenas sufrió el drama bélico de los años 90. Una ciudad que está en plena transformación arquitectónica, con decenas de proyectos en ejecución, publicitados a través de varias exposiciones multimedia y con el horizonte situado en el 2025, cuando la ciudad eslovena se habrá convertido en la típica capital europea, repleta de obras faraónicas con firma prestigiosa: estadios deportivos, edificios singulares, puentes estrambóticos, bulevares con nombre, torres de oficina de diseño, etcétera.


Entonces, imagino, será una ciudad bonita, claro. Pero aséptica. Con un cierto encanto, por supuesto, pero sin la originalidad de esas dos riberas del río Lujblianica, llenas de gente en sus terrazas. O las bicicletas circulando por toda la ciudad. O sus calles tranquilas y reposadas, con un mobiliario urbano diferente al que estamos acostumbrados… No sé. Pertenecer al núcleo duro de la Unión Europea conlleva innumerables ventajas, pero también tiene algunos inconvenientes. Y la pérdida de la singularidad, la homogeneización del paisaje y la uniformidad de las costumbres será uno de las más notables.

Zagreb (desde dónde escribimos con amor en su día), la capital de Croacia, es una ciudad monumental, una mezcla entre Viena y Budapest, germanófila y de clara inspiración y herencia austrohúngara. Grandes edificios hermosamente decorados con esculturas y columnas que flanquean altísimos ventanales. Amplias avenidas, orden, concierto y dos barrios muy distintos que antes fueron dos ciudades distintas, como Buda y Pest, confieren a Zagreb una atmósfera muy especial.


Y arribamos a Sarajevo (a la que escribimos en su momento una carta de amor), donde no es que Oriente y Occidente contacten, se encuentren o se influencien; es que conviven, ríen, lloran, pasean, comen, duermen y bailan juntos. Sarajevo es puro mestizaje. Un mestizaje de verdad, no de discursos y boquilla. Un mestizaje real, palpable y perceptible que convierte a la capital de Bosnia en la ciudad más vital de los Balcanes, la más atractiva e interesante, la que deja mejor recuerdo, la que te pide a voces profundizar en su historia, en sus monumentos y en sus personalidades. Sarajevo, cuando te marchas, te exige que vuelvas. Y, sin dudarlo, firmas con ella un silencioso íntimo y sentido contrato de pronto y seguro retorno.

Y después nos queda Belgrado. ¡Ay, Belgrado! Qué tremenda decepción, chasco y desesperación. Aunque la prensa, los suplementos de viajes y algunas revistas se empeñan en decir que Belgrado es alegre y bullicioso, de eso nada. Belgrado es gris, sucio, triste y angustioso. El negocio más rentable y más extendido de la capital son las farmacias. Dicen que la guerra y las contradicciones ultranacionalistas tienen la culpa de la ansiedad de sus habitantes.

La realidad es que Belgrado es depresivo al máximo y que su aspecto ceniciento se ha transmitido a buena parte de sus ciudadanos, pertinazmente serios y cariacontecidos. No nos gustó nada la ciudad y sólo una cena en un barco anclado en el Danubio contribuyó a mitigar la sensación de profunda desazón que nos invadió en dicha ciudad.


Los Balcanes son, por tanto, inasibles e irreductibles a una sola esencia o identidad. Pero, precisamente, en su diversidad y en su riqueza étnica, social, religiosa y cultural es donde radica su magia. Los Balcanes son un trozo de Europa que, históricamente, ha jugado un papel de enorme trascendencia en el devenir de nuestro continente. Desde la I Guerra Mundial, desencadenada por el asesinato del archiduque Francisco Fernando y su esposa en Sarajevo, pasando por el socialismo de Tito y hasta llegar a las terribles contiendas de los años 90; los Balcanes han protagonizado buena parte de la historia de Europa.

Ahora, una vez desmembrada la antigua Yugoslavia y con algunos de los protagonistas de aquel despropósito muertos o encarcelados, los estados resultantes de las traumáticas independencias se aprestan a seguir los pasos de Eslovenia y buscan su adhesión a la Unión Europea. Dejando aparte la aparente contradicción que ello podría suponer, bienvenida sea dicha adhesión si ello va a suponer el cierre definitivo y para siempre de unas heridas que parecen no haber dejado de supurar en decenas de años.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.