Salir por los cerros de Jaén

Si hoy es jueves, esta columna debería haberse escrito en Jaén. Pero ya saben ustedes que el hombre propone y el bichito que te pone un cepo en las sandalias dispone. El que corta el bacalao y te corta las alas. 

Dos objetivos tenía en mi visita a Jaén: los íberos y los romanos. Así, a lo bruto. Y algún que otro castillo también, no en vano, la provincia jienense es la que mayor densidad de castillos, torres, torreones, fortalezas y atalayas por kilómetro cuadrado acumula en Europa. ¡Ahí es nada!

¿Por qué no he ido todavía al Museo Íbero de Jaén? Es algo que no acierto a comprender. Según la Wikipedia, esa fuente del saber universal, “alberga la mayor colección de arte ibérico del mundo”. Con todo lo referente a los íberos tengo una deuda pendiente. Por mis ancestros gallegos, he leído y estudiado mucho, muchísimo, sobre los celtas, su mitología e iconografía. Pero a los íberos, que los tenemos mucho más cerca, ni caso. 

(Nota mental: volver a ponerte como objetivo prestarle más atención a los íberos, ¿estamos? La Dama de Baza, la de Elche y todo eso).

(Nota mental dos: ¿a qué te refieres con “todo eso”? Pues eso).

Y luego están los romanos. Lo bueno de escribir de ellos es que, aludiendo a los Monty Python y a su famoso “¿Qué hicieron los romanos por nosotros?” no solo consigues la complicidad del lector entendido, es que además te cepillas un buen cacho de texto, sin comerlo ni beberlo. 

Calzada romana en la Ruta de la Plata

¿Lo ven? Antes de traer a colación a los romanos, apenas había escrito 200 palabras de esta columna. Ahora ya voy por las 300 y, por tanto, apenas me quedan dos o tres párrafos para ponerle el punto final y volver a tumbarme al sofá, que es donde realmente quiero estar. 

Entre otras muchas cosas, los romanos hicieron sus famosas calzadas. Y para un amante de los paseos, del caminar con propósito y deambular sin rumbo, recorrer esos cuidados caminos milenarios le confiere a cada paso un algo místico y singular.

El verano pasado hicimos un tramo de calzada romana en Baños de Montemayor, durante nuestro viaje por la Ruta de la Plata. Me gustó tal ‘jartá’ que me harté de hacerle foticos, panorámicas y vídeos. Anduve hacia delante y hacia atrás, arriba y abajo, de frente y de canto. Simulé el paso de las legiones, hice la tortuga y hasta el ganso. Sobre todo, el ganso. Y todo el tiempo pensaba: “A ver cómo cuento esto”. Hasta ahora. 

Haciendo el ganso en la calzada romana

Cuando estoy por ahí fuera y vivo uno de esos momentos que le dan sentido al noble arte de viajar, no sé cómo describirlo para revestirlo de la trascendencia debida sin caer en lo cursi y lo ampuloso. Entre el “aquí, sufriendo” y las frases con siete adjetivos debe haber un término medio, pero me cuesta encontrarlo al escribir de viajes. Prefiero tirar de humor. Se me quedan los castillos en el tintero, por cierto. ¡A ver cuándo!

Jesús Lens

Fragmentos, fotos y poemas de Almería

Si hoy es lunes, esto (debería ser) Almería. En teoría, hoy asomaría por las puertas de su estación de tren, proveniente de Madrid. Era algo que me hacía ilusión, que se trata de un edificio muy cinematográfico y yo soy muy peliculero. O quizá habríamos llegado en coche, antes de ir al Cabo de Gata. No teníamos planes muy precisos, todavía, pero esta semana estaba reservada para zascandilear por Almería y Jaén.

Busco entre mis libros y encuentro dos que me ayudarán a viajar sin moverme del Zaidín. Vuelta y vuelta a través del papel gracias las agudas reflexiones de Antonio Orejudo y a las precisas fotografías de Carlos Pérez Siquier. 

Empiezo por ‘Al fin y al Cabo’, brillante juego de palabras para titular un libro a caballo entre la poesía y la fotografía. Desde que tengo uso de razón he admirado la obra de Pérez Siquier. Su mirada es única e inconfundible. ¡Qué forma de saber ver! ¡Qué manera de convertir en arte el feísmo del que tantas veces abjuramos! ¡Qué arte para transformar la realidad a través de un ‘sencillo’ clic!

“Si menos es más, nada mejor para demostrarlo que esta recopilación de retazos arquitectónicos y geológicos devorados y modelados, respectivamente, por el paso del tiempo. El fragmento se hace esencia y representación de la totalidad”, escribe Antonio Lafarque en el libro, que es catálogo de una exposición. 

Busquen, busquen sus fotos en internet y usen su móvil o su tablet a modo de ventana para asomarse a la realidad capturada (y aumentada) por Pérez Siquier. “Para tu alma fenicia, los desiertos. / Para tu alma cristiana, el mar de Homero”; escribe Julio Martínez. Me dejo mecer por los poemas de Ángeles Mora, José Gutiérrez, José Carlos Rosales, Aurora Luque o Miriam Buil. Alterno las fotos con los poemas y me quedo dormido, escuchando las olas ulular, el viento romper y las rocas refulgir. 

“Ahora que tengo que marcharme de Almería no me quiero ir de aquí”, escribe Antonio Orejudo al final de su libro ‘Almería, crónica personal’, que también está ilustrado por fotografías de Pérez Siquier. ¿Quién si no?

Entre San José y Las Negras, “la conducción es gozosa como un tiovivo; las curvas cerradas y los cambios de rasante muestran y ocultan a intervalos caprichosos ese violento contraste entre el monte calcinado por el sol y el azul luminoso y transparente del Mediterráneo”. 

Tengo debilidad por las novelas de Antonio Orejudo desde su fundacional ‘Fabulosas narraciones por historias’ en la que desmitificaba la seriedad y gravedad de la Residencia de Estudiantes. ¡Qué pechá de reír! 

Gracias a su personal crónica almeriense descubro el potencial visual, artístico y creativo de las paredes medianeras, todo un género en sí mismo, y a las que Siquier, por supuesto, retrató con su peculiar retranca. 

Les dejo, que acompaño al autor por el bullicioso Paseo de Almería para atravesar la Plaza Vieja y llegar “al pie del Cerro de San Cristóbal, atravesando por la muralla de la Alcazaba”. Ya les contaré.

Jesús Lens

Manu Chao a la sombra del castillo

Nunca me pesa la subida a lo más alto de Salobreña, hasta su castillo y más allá.

—¿Vais al concierto? Tirad por la derecha.

—¿Y un bar antes? 

—Por la izquierda, hasta la plaza del antiguo Ayuntamiento. 

La Guardia Civil, atenta y simpática, va ordenando el tráfico, tanto el humano como el motorizado. Pero lo del bar, imposible. No hay hueco. Ni en barras ni en mesas. Ni en las terrazas ni en el interior.

Así las cosas, a las 20.45 del domingo nos plantamos en la cola de acceso al recinto donde Manu Chao va a tocar en versión minigüini, un inédito formato de trío. Al menos para mí, que siempre lo he visto acompañado de la marabunta. 

Un turista despistado, seguro que haciéndole caso al GPS, está quemando el motor de su vehículo. Si a pata cuesta, no quiero ni pensar subir en coche por estas calles sin conocerlas. ¡Menudo pestazo! Se habrá pensado que puede aparcar a pie de escenario. Huele a chamusquina. Los de la cola nos miramos unos a otros y hacemos el gesto de Asterix y Obelix: “Están locos estos romanos”. 

Cuando se abren las puertas y tenemos acceso al bar, con el frescor del crepúsculo, nos sentimos muy cerca del paraíso. El Paseo de las Flores se va llenando de una masa intergeneracional de espectadores, incluyendo a padres con más tatuajes que pelo, y a sus jóvenes vástagos. El ambiente es festivo y desenfadado, que el activismo combativo de las letras de Chao invita más a la diversión y al buen rollo que a la ira o la rabia.

Apenas pasan unos minutos de las diez de la noche cuando, presa de un entusiasmo contagioso, el músico francés hace su aparición en escena. Agita los brazos como si celebrara un gol en algún partido importante. Ni siquiera necesita enarbolar la guitarra para meterse al público en el bolsillo. En cuanto toca los primeros acordes, el delirio. Estamos rendidos de antemano, que sabemos a lo que venimos.

Dos horas seguidas sin resquicio para la calma o el sosiego. Una vez que Manu Chao le da al ‘On’ de su batidora musical, ya no hay tregua. Temas más nuevos se dan la mano con clásicos de toda la vida. A mí me gusta mucho su canto a la Mala Vida. Y a la carretera por donde la suerte se viene y se va. Como el hombre. Y el viento. Por la Ruta Babylón. O el King of the Bongo, que hacía años que no escuchaba. Y el Clandestino, claro, que era el tema ansiando por toda la concurrencia, faltaría más. 

Me gusta la energía de Manu Chao en directo. Su música festiva y verbenera, en el mejor sentido de la palabra. Machacona y sin fin. Luminosa, optimista y feliz, aunque trate temas duros. 

Al terminar, caminando de vuelta por las rampas, apuro un tinto de verano antes de volver a casa… ¡por la carretera! El viento viene, el viento se va…. 

Jesús Lens

En una casa morisca

El pasado domingo estuvimos en la Casa del Chapiz. ¿La conocen? No sé si les pasa, pero en Granada hay decenas de monumentos que, opacados por la exuberancia de la Alhambra, corren el riesgo de pasar inadvertidos. Como esta casa morisca situada justo a la entrada del Camino del Sacromonte. 

En un lugar esplendoroso, y no solo por las extraordinarias vistas a la Alhambra. Que también. Nos encontramos en una auténtica casa de vecinos con siglos y siglos de historia que ha sido exquisitamente rehabilitada.

Están sus jardines, que podrían aparecer en las mismísimas ‘Mil y una noches’, si me permiten el topicazo. Tan esplendorosos que dan ganas de aprender botánica para conocer la historia de cada árbol, planta y flor. 

Como el domingo no teníamos intención de visitarla , que la Casa del Chapiz nos saliera al encuentro fue una sorpresa muy agradable. Al no tener prisa, nos detuvimos en cada detalle. Por ejemplo, en el patio, austero y despojado, pero con esos zócalos y artesonados de madera labrada tan bellos. Y la decoración de ‘pechos palomo’, tan simpática. 

O el estanque que refleja la fachada de la casa, cubierto con nenúfares. Cuando estás allí dentro no escuchas los autobuses que giran por la cuesta o las motillos que entran o salen del camino del Sacromonte. Estamos encapsulados en un entorno fuera del tiempo y del espacio. 

Si quieren contextualizar, miren en Internet algunos de los grabados históricos, con figuras populares. O las fotos antiguas de la casa en estado ruinoso, antes de la rehabilitación. Que también tiene sus leyendas, claro. ¿No iba a haber presencias espectrales en una casa como esta? Faltaría más. 

Ni que decir tiene, el domingo no había un alma en la Casa del Chapiz. Estuvimos solos casi todo el tiempo y nos pudimos explayar a la hora de hacer fotos, tanto serias como chorras. Selfis y postureos varios. Y gratis. Que los domingos, los edificios que forman parte de la Dobla de Oro son de acceso gratuito, como les contaba el otro día.

Por cierto que la Dobla de Oro es un pedazo de invento que sirve para dar visibilidad a esos monumentazos granadinos igualmente esenciales, pero menos conocidos y visitados que Alhambra, Catedral y Capilla Real. Uno de esos recursos turísticos que, bien difundidos y comercializados, ofrecen una excusa perfecta a los viajeros y turistas para quedarse una noche más en Granada. Las codiciadas pernoctaciones. 

Además, localizar los lugares que forman parte la Dobla permite hacer una ruta albaycinera de lo más sugerente, buscando cómo llegar a los diferentes enclaves. Tiene un algo de Ruta del Tesoro muy divertida. Aunque a mí, para callejear y perderme por el Albaycín, no me hacen faltan excusas. Lo único, no tener bulla. Ni nadie que te la meta.

No me canso de insistir en ello: ser turista en tu propia ciudad es algo que debemos cultivar. Ponerse las gafas de viajero romántico y salir a caminar, ver y descubrir lo que hay al doblar la esquina.

Jesús Lens

Tira por la sombra, bonico

Les contaba ayer que el domingo sustituimos una excursión por un paseíllo tempranero por el Albaicín. Mi intención era hacer el recorrido que siempre recomiendo a los amigos que vienen de fuera y disponen de tres o cuatro horas para pasear. Pero el viajero propone, a la sombra y cómodamente sentado, y el astro rey dispone.

Que sí. Que podíamos haber madrugado. Pero que no. Que ya va bien, toda la semana con el estrés, para andar también con bullas el domingo. Así las cosas y como echamos a andar a eso de las diez, ya hacía calor. Todavía no era la Flama, pero apuntaba maneras. La consigna era clara, por tanto: ¡tira por la sombra, bonico! 

A mí me gusta subir a la Alhambra por el Realejo, bajar la Cuesta de los Chinos, cruzar el Darro y tirar por la Cuesta del Chapiz hasta coger el Camino del Sacromonte. Al llegar al ensanche de las cuevas flamencas, tomar por la Verea de Enmedio y desembocar en el Albaycín para callejear sin rumbo por su dédalo de calles. Para regresar: Paseo de los Tristes y Carrera del Darro. Voy a sonar chauvinista total, pero la belleza de ese recorrido es difícil de igualar. 

En esta ocasión, callejeamos hasta llegar a Plaza Nueva y, buscando la sombra, fuimos por Santa Ana hasta llegar a Puente de Espinosa. Y allí, la primera sorpresa. ¿Han visto ustedes el edificio en ruinas que, tapiado, se encuentra al final de esa calle? Sus elegantes pinturas murales contrastan con la mugre de las pintadas. Alucinante.

En ese punto me dio el volunto de hacer una ruta por las mejores – peores ruinas de Granada. ¡Qué gran paseo nos saldría! Es una idea para darle una vuelta. Y sacarnos los colores. 

Al llegar al inicio del Camino del Sacromonte y tras cumplimentar a Enrique Morente en forma de grafiti y a Chorrojumo como escultura, aprovechamos que era día de entrada libre para asomarnos a la Casa del Chapiz donde está radicada la Escuela de Estudios Árabes, perteneciente al Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Forma parte de la Dobla de Oro y, como les digo, los domingos es de acceso gratuito. ¿La conocen? ¡Es espectacular! Pero otro día les hablo de ella con más detenimiento. 

Llegados a ese punto y a la vista de la calor, decidimos plegar velas y volver al barrio. Tiramos por San Juan de los Reyes y en cada calle perpendicular nos detuvimos para disfrutar del punto de fuga que ofrece la Alhambra.

Es una vista de la que uno no se cansa jamás. Nos alargamos hasta El Bañuelo, pero ya no teníamos humor viajero. Eso sí: nos comprometimos a cumplimentar la Dobla de Oro… en otro momento. 

Hicimos parada en Los Italianos. Una granizada de limón bien fría nos dio alas para volver al Zaidín. Tirando por la sombra. Por Ánimas y la calle de la Colcha, donde siempre hay corriente. Y ahí, otra idea: los empedrados, que pueden dar juego.

Jesús Lens