La espada y la cruz

Hablábamos ayer de la catedral de Jaén. En realidad, la primera vez que sus torres gemelas te saltan a la vista es cuando llegas en coche desde Granada. Y por encima de ellas, el castillo de Santa Catalina y la enorme Cruz Blanca desde la que disfrutar de una perspectiva aérea inconmensurable de la ciudad y sus alrededores. Una vista icónica que, como dice nuestro compañero Jorge Pastor, hay que contemplar al menos una vez en la vida. 

Antes de entrar en la ciudad propiamente dicha, subimos al castillo, que también alberga al Parador jienense. A ese lugar le tengo un cariño especial, que acogió durante muchos años el acto de entrega de los Premios Literarios Jaén de CajaGranada. Y, sin embargo, nunca había visitado el castillo como tal. Las incongruencias de la vida acelerada. 

Ya se lo he contado otras veces. Jaén es tierra de castillos, fortalezas y torreones. La historia del enriscado castillo de Santa Catalina es buen ejemplo de lo azaroso de la Reconquista. Asentado sobre roca viva, el cerro estuvo habitado desde la Edad del Bronce y los íberos elevaron uno de sus oppidum. De ahí que los musulmanes aprovecharan para hacerse fuertes allí arriba desde el siglo VIII hasta 1246, cuando Fernando III, apodado el Santo, consiguió doblegar a Al-Ahmar. 

No les cuento más batallitas sobre el castillo de Santa Catalina. Solo recordar, eso sí, que las tropas de Napoleón se aposentaron y acomodaron en su interior, donde estuvieron tan a gustito. Lo visitamos el pasado martes, un día de viento fresco, afortunadamente. La visita al castillo podríamos describirla como ruidosa. A la entrada, una máquina se encarga de abrir y cerrar el torno, pero falla bastante, por lo que no deja de sonar un incómodo pitido.

Y luego, desde mitad del patio y al acercarte a una de las torres, se oye el runrún incesante de un documental que, en bucle y en alta voz, no sé si con prisas pero desde luego sin pausas, cuenta una historieta de guerra, peleas y broncas. Oírse, se oye. Escucharlo, no lo escuchaba nadie. Pero qué ruidazo. En la zona de la prisión, por lo visto, hay un maniquí parlante que te cuenta sus desdichas, pero afortunadamente estaba bien calladito.

Salimos huyendo de allí, como si un ejército enemigo nos acechara el lontananza, y subimos a otro espacio elevado, más alejado, desde el que se divisaban tanto la ciudad como la campiña de Jaén y algunos de sus picos más conocidos, como Jabalcuz. En otras torres del castillo también hay multimedias, audiovisuales, cartelones, pantallas táctiles y otros ‘adelantos’ técnicos. ¡Menos mal que estaban apagados! 

Siempre es un gusto visitar un castillo. Más, si tiene la historia y las vistas del de Santa Catalina. Eché de menos, eso sí, una sencilla audioguía que ponga en situación a quien esté interesado, en vez de tanto barullo. Rematamos la visita tomando una Milnoh en el Parador, que es parte del propio castillo y donde se está en la gloria. 

Jesús Lens

Catedral de Jaén, amor a primera vista

Fue un flechazo que, al terminar la visita física, se vio refrendado con la novedosa, pionera e inédita visita virtual. ¿Sabían ustedes que la catedral de Jaén es la primera de España en ofrecer un vuelo de cerca de cinco minutos a través de un casco con gafas de realidad virtual? Un viaje alucinante, emocionante y vertiginoso, créanme. 

 

Pero vamos a empezar por el principio. Y al principio fue el fresco. Era la frase más comentada el miércoles por la mañana en el Zaidín. “Pues esta noche, yo me he tenido que tapar”. Es justo que, tras varias semanas echando pestes de la infame ola de calor, saludemos a las bajas temperaturas de estos días como se merece. ¡Albricias!  

Y es que nuestra larga, intensa y prolija visita a la catedral de Jaén comenzó precisamente en mi quiosco de la zaidinera Avenida de Cádiz. Quiso la casualidad que, justo antes de salir de viaje, me saltara a la vista un especial de la revista Muy Interesante íntegramente dedicado al templo renacentista. ‘Un bello relicario para el rostro de Cristo’, lleva como subtítulo y cuenta con 200 páginas escritas por diferentes especialista de la Universidad de Jaén. 

Cambio de escenario. Nos situamos en lo alto del castillo de Santa Catalina. A nuestros pies, Jaén entero. O casi. ¿Y la catedral? ¿Dónde está la catedral? No la vemos. Vamos paseando por un camino habilitado hasta llegar al mirador de la Cruz Blanca. ¡Ahora sí! Ahí abajo está, tan recoleta. 

Nuevo cambio de rumbo. Caminamos por una calle estrecha del centro de Jaén al borde del mediodía. Al fondo se deja ver una de sus torres gemelas. Pero como en una calle perpendicular vemos una casa con fachada molona, giramos a la izquierda para retratar ese umbral, que a saber si luego seríamos capaces de volver a encontrarlo. 

Y así fue como, al fondo de otra calle estrecha, aparece la segunda torre. Y cuando llegamos al final para desembocar en la plaza de Santa María, ese amor a primera vista. ¡Qué maravilla! ¡Qué fachada! ¡Qué joya! ¡Qué preciosidad! ¡Qué simetría y elegancia! ¡Qué estatuaria! ¡Y esa balconada! Lo decía mi amigo Luis G. Chacón: “La de Jaén es una de las grandes catedrales de España. Lamentablemente, muy desconocida”.

Estoy muy contento por haber enmendado esa falta. Miren que he ido veces a Jaén, pero nunca había visitado su catedral como se merece. Hasta ahora. No me voy a extender en sus tesoros artísticos o arquitectónicos. Eso sí, como había tan pocos visitantes en el templo, pasé un largo rato a solas en la soberbia y racionalista sacristía diseñada por Vandelvira. ¡Qué sensación más portentosa! Me puse estupendo e hice un vídeo con un movimiento de cámara tan complicado que ríanse ustedes de Spielberg. 

Y no nos olvidamos de la famosa mona de la fachada gótica. ¿Conocen su leyenda? ¡Da miedito!

De hecho, nosotros apenas si la miramos para enfocar la cámara y hacerle una rápida foto, vayamos a pollillas…

Jesús Lens

De visita a las Grandes Damas

Era otra deuda pendiente. Creo que se lo he contado alguna otra vez. ¿Se pueden creer que no conocía, en persona, a la Dama de Baza? Era algo intolerable y el pasado domingo, por fin, fui a cumplimentarla. A ella y también a su prima, la Dama de Elche, ya que estábamos. Y de paso, a esa auténtica hermosura que es la Dama de Galera. 

El domingo por la mañana fuimos al MAN, el Museo Arqueológico Nacional. Me hace gracia el acrónimo, por cierto, tan de vaquero del Far West. Es directo y contundente. Y fácil de recordar. El caso es que entramos como elefante en cacharrería. 

—¿Los íberos? ¿Dónde están los íberos? ¿Por dónde quedan?

Éramos granaínos en una misión que, cinco minutos después, ya andábamos por la protohistoria. Pasé olímpicamente de las demás figuras, por mucho que unos grandes verracos parecieran guiñarme el ojo, y me fui directamente donde la señora bastetana. 

La encontré mayor. Ajada. Delicada. Casi en telerengue. 

No me extraña que los profesionales del ramo se nieguen a moverla de sitio. Su comadre, la de Elche, presenta mucho mejor aspecto, más lozana y juvenil. Aun así, cuando escuché a una visitante decir que la del palmeral era más guapa, me dolió. ¡Oiga usted! ¡Cómo se atreve! 

¡Qué dignidad, oigan! Qué porte. Qué hermosura y qué saber estar la de nuestra Dama de Baza, sentada en su trono alado con esos pendientes cúbicos, su mantón y su collar. Y los restos de policromía, viendo pasar el tiempo. 

Pasé rato junto a ella. A la gente le gustaba. No se detenía demasiado en la información sobre su descubrimiento, su simbología y el ajuar funerario situado a sus pies. Le echaban un vistazo, una foto y, en algunos casos, se hacían un selfi. Pero se ha ganado el afecto de la peña. 

La Dama de Galera, sin embargo, pasa más inadvertida en la gran sala del MAN dedicada a los íberos. Está en un lugar menos visible y como es más chiquitica, menos vistosa, no acumula tantos fans. Es posible que Astarté sea menos instagrameable. En una competición, conseguiría menos likes que las Grandes Damas. ¡Pero qué bonita es, demonios! La amo. La amo desde que conocí a su clon en la propia Galera. 

Se trata de una diosa entronizada oferente de origen sirio-fenicio, está flanqueada por sendas criaturas aladas y es una cucada. Igualmente atractivas son las urnas funerarias de la necrópolis de  Tútugi que se encuentran en las vitrinas del MAN. 

¡Qué gran paseo por el norte de la provincia de Granada nos hemos dado en Madrid! Y por la campiña jiennense, que hay piezas íberas muy interesantes de diferentes yacimientos, como la cámara de Toya. 

Como les decía, me dio mucha alegría contemplar la serena majestuosidad de la Dama de Baza. Si hace mucho que no le presentan sus respetos, recuerden lo de Mahoma y la montaña cuando estén por la capital y déjense caer por el MAN. La vieja señora lo agradecerá. 

Jesús Lens

Por Estados Unidos, en Madrid

Fue poner un pie en la calle, a las puertas de la Estación Sur, y concluir que aquello era insoportable. Es lo que tiene vivir en una interminable ola de calor desde hace semanas: ya no tratas de convencerte de que, en realidad, no es para tanto. Sí lo es. 

¿Habrá ola de calor en el Boston de antaño?

Aun así, me empeñé en ir al hotel a pie. Total, apenas eran dos kilómetros largos, según el GPS. Tres minutos después, cuando le dimos la dirección exacta al taxista, resultó que era otro hotel. De la misma cadena y recién adquirido, pero en justo en la dirección contraria. Sentí miradas de hielo taladrándome la nuca. 

Una vez descartada cualquier actividad que supusiera estar en exteriores, decidimos embarcarnos hacia los Estados Unidos: el museo Thyssen-Bornemisza tiene una exposición temporal dedicada a Alex Katz, precursor del Pop Art norteamericano, de lo más sugerente. 

A sus 95 años, el artista estuvo en la inauguración de la muestra, el pasado junio. Muñoz Molina escribía sobre el impacto de tenerlo enfrente. Le considera uno de los grandes maestros de la pintura y tiene algo de milagroso verle en persona pasear por delante de sus inmensos cuadros. Katz, que sigue levantándose todos los días a las 7.30 am para trabajar, dejó una de esas perlas para enmarcar: “Cuánto más viejo me hago, más me dedico a la pintura”.

DVD 1110 (10-06-22) El pintor Alex Katzs en rueda de prensa para la inauguración de su exposición en el Museo Thyssen-Bornemisza, en Madrid. Samuel Sánchez

Pero el largo viaje a los Estados Unidos lo propone la parte de la colección Thyssen dedicada al arte del gran país norteamericano. Una selección de 140 obras que comienza con el paisajismo panorámico de las grandes praderas, las montañas, los ríos y los valles. Historia, medio ambiente y ciencia son los grandes protagonistas de esta primera parte de la muestra. Continúa con el desarrollo urbano, la política y la complicada integración de las minorías nativo y afro americanas.

Como en Madrid, en agosto, apenas estamos un puñado de turistas extraviados, pasear por el Thyssen es una gozada. Frente a mi cuadro favorito del museo, el famoso ‘Habitación de hotel’ de Hopper, de temática tan veraniega, estuve un buen rato sin nadie alrededor. Adoro a esa mujer sola con sus maletas. Está recién cambiada de ropa y, sentada al borde la cama, comprueba los horarios de los trenes en una hoja de papel que sostiene sobre sus piernas. Se suele decir que Hopper es el pintor de la soledad. En ese cuadro, yo veo a una mujer valiente y decidida, con toda su vida por delante, que ha cogido las riendas de su destino y decide a dónde quiere ir, sin darle explicaciones a nadie. 

Como amante del western, disfruté de Thomas Cole y de las grandes pinturas de Albert Bierstadt sobre las cataratas de San Antonio, que ya eran una fabulación. De los indios de Russell y Remington y me fliparon los puntos de fuga de la autopista de ultramar de Ralston Crawford. Y el fotorrealismo de Estes, claro. Una maravilla, esto de viajar a USA sin visado y sin hacer cola en el aeropuerto.

Jesús Lens

Por Despeñaperros, camino de Madrid

Me hace ilusión volver a teclear desde el autobús mientras el paisaje va cambiando a mi alrededor. Me asomo a la ventanilla, que es un gran ventanal, y los pinos, las encinas y las paredes montañosas me ofrecen un gran espectáculo. Estamos atravesando Despeñaperros, camino de Madrid, y las vistas son estupendas.

Hacía años que no pasaba por aquí. Desde que inauguraron el AVE, el nuestro, el cojitranco, el que te hace cruzar media Andalucía antes de tirar con decisión para arriba; siempre he viajado a Madrid en tren.

Esta vez hemos decidido tardar un poco más, pero pagar bastante menos. A fin de cuentas, viajamos por placer. Sin bullas. Y con hambre. Que hemos cogido el autobús que no para, en el que antes te recogían el equipaje, te daban un piscolabis, un desayuno y la prensa del día y ahora no te dan ni las gracias. Al menos, los asientos son cómodos. Y amplios. Pero poco más, que hasta el agua está caliente y bajo mi asiento viaja el pañal sin recoger de una criatura. 

Durante toda mi vida, que solía ser un frecuentador constante de la línea Granada-Madrid, por Despañaperros se pasaba. Pero una vez fui. A Despeñaperros. Como destino. Ahora veo que hay varios carteles marrones en la carretera que avisan del Parque Natural, con su centro de recepción de visitantes incluido. Pero entonces, hace ya muchos, muchos años, no había señalética alguna. De ahí nuestra sorpresa cuando el bus se paró en un ensanche de la carretera, la de toda la vida, y nos apeamos para hacer una excursión con la mochila a cuestas.

Fuimos a la cascada de Cimbarra, en el río Guarrizas. Que ya me dirán ustedes, la toponimia de la zona. Se me hace extraño, por cierto, que no haya un Change.org pidiendo el cambio de nombre de Despeñaperros. Hay dos teorías sobre el origen de tan peregrina denominación. Una es muy filológica y apela al límite, al fin de las Españas. La otra vendría de los tiempos de la batalla de las Navas de Tolosa y ya se pueden ustedes imaginar quiénes eran los ‘perros’ despeñados.  

El caso es que la excursión era una pasada. ¿Conocen ustedes este entorno? Yo me quedé tan flipado que anoté en mi cuaderno de viajes, con pelos y señales, el hito kilométrico exacto desde el que partía el camino que conducía a la cascada, que entonces no existían Wikiloc ni Google Maps. Porque pensaba volver, desde luego, para recorrer la zona con más tiempo y detenimiento. Y lo haría a no mucho tardar. Hasta ahora.

La vida es lo que pasa entre que trazas un plan y caes en la cuenta de que nunca lo cumpliste. En este caso han pasado muchos, muchos años. Media vida, como el que dice. Lo mismo es una buena ocasión para proponerme volver a hacer aquella excursión, pero lo primero tendría que ser comprar unas botas de montaña. ¿Por qué no? Venga, va. Ya tengo un plan…

Jesús Lens