La Peña del fiasco

Cuando, tras un par de horas de caminata por la Sierra de Aracena, llegué a la peña de Arias Montano, no me quedó más remedio que darle la razón a Félix Grande cuando escribió aquello de «Donde fuiste feliz alguna vez no debieras volver jamás: el tiempo habrá hecho sus destrozos, levantando su muro fronterizo contra el que la ilusión chocará estupefacta. El tiempo habrá labrado, paciente, tu fracaso mientras faltabas, mientras ibas ingenuamente por el mundo conservando como recuerdo lo que era destrucción subterránea, ruina».

Les comentaba hace un par de días que uno de los objetivos de esta escapada a Huelva era revivir las sensaciones que me provocó un lugar mágico: la  referida peña de Arias Montano. ¡Y qué fiasco, oigan!

 

Aquello es una horterada de sitio que solo merece la pena por la vista de la Sierra y del hermoso pueblo de Alájar, abajo. Por lo demás: una cutrez, todo lleno de pasamanos, barandas, puestos de venta de cosas feas, bar, quiosco de helados, párkings… Un adefesio.

 

¿Fue este el lugar que me embrujó con su magia y esoterismo, hace veinte años? ¿Ha cambiado tanto el entorno o he cambiado yo? O, lo más probable, ¿me había construido un recuerdo a medida?

Como era antes

Recuerdo que caía la noche. Que hacía viento. Y frío. Y que un señor mayor, delgado y enjuto, de pelo blanco y ojos intensamente azules, nos contó la historia de Arias Montano y de los monjes-guerreros celtas que se instalaron en la zona, haciéndonos sentir la espiritualidad y el magnetismo que impregnan la zona desde tiempo inmemoriales.

 

Ahora es un lugar zafio y tosco lleno de gente que grita y que escucha música en sus móviles sin que sea en absoluto posible sentir nada más que… una enorme decepción.

Detalle del lugar, actualmente

Ojo. Hablo solo de la Peña. Los 15 kilómetros de travesía a través de la montaña, bajando a Alájar y llegando a Linares de la Sierra, son una gozada. Pocos ejemplos de bosque mediterráneo tan extraordinarios como éste, con sus alcornoques, encinas y robles.

 

Y está la visita a Río Tinto, que se merece una columna para él solo. Pero cuando uno viaja, a veces, sufre chascos y decepciones. Y, hoy, más allá de las bondades del jamón ibérico, quería hablarles de la importancia de no tratar de revivir un pasado que jamás volverá.

 

Jesús Lens

Paraísos cercanos

Tomando el primer café de la mañana con Pedro y Miranda, hablábamos de las inminentes vacaciones de Semana Santa y me preguntaban que si me iba de viaje a algún sitio.

 

—Sí. Me voy a un auténtico paraíso.

—¿Al Serengeti? ¿Al Amazonas? ¿Al Nepal?

—No. Mucho más cerca. Me voy a Doñana, la desembocadura del Guadalquivir, la sierra de Aracena y alrededores.

Mis amigos se quedaron callados, no sé si sorprendidos… o pensando que les tomaba el pelo.

 

Pero no. Es cierto. Me apetece volver a disfrutar de paisajes que ya conozco, pero que hace tiempo que no transito. Y, como bien sostiene mi querido y admirado Esteban de las Heras, antes de perdernos por el Quinto Infierno, no está de más darnos una vuelta por algunos de nuestros paraísos más cercanos. Y en Andalucía tenemos varios de ellos.

 

A lo largo de los años, he ido conociendo toda España. Más o menos. Que siempre quedan comarcas por descubrir, felizmente. Sin embargo, tengo una lamentable laguna con Extremadura, por ejemplo. Que he estado en Badajoz, pero no conozco Cáceres, Plasencia o Trujillo. ¡Inadmisible! Lo sé…

 

Reconozco que, siempre que puedo, me gusta irme lejos. A lugares que me permitan ver paisajes desconocidos, sorprendentes e inéditos, conocer culturas radicalmente diferentes y probar sabores nuevos. En un mundo globalizado que tiende a copiarse a sí mismo, caminar por las junglas de Guatemala o Costa Rica, navegar por el delta del Okavango o descubrir las iglesias enterradas de Lalibela, en Etiopía, son experiencias sin parangón.

 

Pero eso no quita que, después de haber viajado a cerca de cincuenta países diferentes, a algunos de ellos varias veces, siga disfrutando de escapadas a lugares tan especiales como Doñana. Paraísos cercanos a los que da gusto volver. Sobre todo cuando hace muchos, muchos años que no los visitas.

Estoy deseando volver a recorrer, también, Aroche y la sierra de Aracena, en cuya Peña de Arias Montano sentí una explosión de emociones. Aprovecharé para saltar al Algarve portugués y para recorrer la ribera del Guadiana.

 

Y es que los ríos y los humedales han cobrado enorme importancia para mí. De hecho, buena parte de mis últimos viajes han tenido a esos ecosistemas como protagonistas. En parte, por razones literarias. Pero de eso, ya hablaremos. Ahora, lo que toca, es viajar. Y contarlo, por supuesto. Que para eso viajamos. También.

 

Jesús Lens

La verdad ya no importa

Estoy muy sorprendido con uno de los Pulitzer de este año. En concreto, con el concedido al Washington Post por haber desenmascarado ciertas mentiras de Trump sobre sus millonarias donaciones a obras caritativas. Lo que hacía el presidente norteamericano, usando para ello su Fundación, era recaudar dinero de otros y hacerlo pasar como suyo, sin gastarse un chavo de su propio peculio.

El Post publicó esta información el 10 de septiembre de 2016. ¿Y sus efectos? Pues, a la vista está: ningunos. O, por ser más rigurosos: intrascendentes, dado que en noviembre, Trump sumó los votos necesarios para ocupar la Casa Blanca.

Y digo que estoy sorprendido porque una noticia de este calado, en otro momento de la historia de los Estados Unidos, hubiera terminado con la carrera presidencial de un candidato. Pero ya no. Ahora, la mentira ya no indigna a los norteamericanos. Al menos, no como antes. ¿Se acuerdan de Clinton? De Bill, no de Hillary. ¿Se acuerdan del famoso affaire con Mónica Lewinsky? A punto estuvo de costarle un Impeachment. No por la succión en cuestión, sino por haber mentido durante la instrucción del caso.

Antes, la palabra dada, en la política estadounidense, cotizaba alto. Ya no. ¿Dónde está siquiera el trazado del Muro con México a lo largo de toda la frontera? ¿Y la anulación del Obamacare y su sustitución por un sistema de salud mucho mejor para los ciudadanos? ¿Y la deportación masiva de inmigrantes sin papeles? ¿Y el aislacionismo en Siria?

Que no es que yo quiera que Trump cumpla sus demenciales promesas electorales, pero que me da pena comprobar cómo el sistema norteamericano se desacredita a sí mismo y sus políticos se convierten en los mismos vendehumos a los que estamos acostumbrados en España, sin ir más lejos, donde el PP promete no subir los impuestos en campaña electoral y, nada más acceder al Gobierno, los sube. Sin rubor ni miramiento alguno.

¿Es Trump comunista?

Volviendo al Pulitzer: no dudo de la importancia de la investigación del Post ni de lo revolucionario que ha sido el trabajo del periodista David Fahrenthold, solicitando ayuda a los usuarios de Twitter para que le reportaran datos y creando “un modelo de periodismo transparente en la cobertura de campañas políticas al tiempo que cuestionaba las declaraciones de Trump sobre su generosidad caritativa”. Lo malo es que no sirviera para nada.

Jesús Lens

The Good Fight

En estos días en que hasta el Facebook huele a incienso, una de las mejores soluciones para huir del empacho semanasantero es ceder a la tentación… y pegarse un buen atracón de series.

En la próxima entrega de “La vida en serie”, Blanca Espigares, Alfonso Salazar y Salvador Perpiñá hablamos largo y tendido sobre series protagonizadas por personajes femeninos. Entre ellas, por supuesto, “The Good Fight”, spin-off de la muy exitosa “The Good Wife”.

 

De entre las muchas cosas buenas de la nueva serie de abogados interpretada por Christine Baranski, la mejor es que el primer episodio arranca con Trump jurando su cargo de presidente de los Estados Unidos, lo que da una idea de la rabiosa actualidad de muchas de las tramas que se entretejen en “The Good Fight”.

Por ejemplo: un médico supervisando y dirigiendo con su smartphone, a través de una video-llamada, una operación quirúrgica practicada a un supuesto terrorista de ISIS en Siria. O una estafa piramidal que pone en jaque los ahorros de miles de inversores. La primera historia se agota en un solo episodio. La segunda, se alarga durante toda la temporada.

 

Porque lo mejor de series como “The Good Fight” es que combinan las tramas de largo recorrido con otras autoconclusivas que empiezan y terminan en el mismo episodio. Y, así, se combinan cuestiones raciales y sexuales con buscadores de Internet cuya posición dominante los convierte en amenaza oligopolística. Hay episodios basados en el acoso cibernético, en las filtraciones masivas de datos o en el espionaje a través de los más modernos dispositivos móviles. Que hoy, llevar un micro encima es tan sencillo como darle al On a una App del móvil.

 

Y están los maravillosos secundarios. Entre los más sorprendentes, para mi gusto, ese par de jóvenes inversores que no tienen ni idea de Derecho, leyes o tribunales, pero que han diseñado un algoritmo tan sofisticado que les dice cuándo sufragar los costes de un procedimiento y cuándo no, tras analizar mil y una variantes y circunstancias del caso… en décimas de segundo.

Y ahí están los mejores abogados de un gran bufete de Chicago, tratando de convencer al algoritmo de que el caso que tienen entre manos es bueno. De que pueden ganar. Y el algoritmo, haciéndose de rogar… y pasando de su retórica y sus carísimos trajes de diseño. ¡Espectacular!

 

Jesús Lens

Exilio cultural

No lo busquen en la anoréxica y capitidisminuida cartelera granadina: ni está y, salvo que el ejemplar cine Madrigal lo remedie, tampoco se le espera. A “Cantábrico”, me refiero, el magistral documental de Joaquín Gutiérrez Acha.

Si lo quieren ver en pantalla grande no les quedará más remedio que tirar de carretera y manta y marcharse a Málaga o Sevilla, esas ciudades supervillanas que osan toser la capitalidad cultural de Granada. ¿Serán creídas, malandrinas y caprichosas? De ello hablo hoy, en IDEAL.

 

Reconozco que yo ya me he acostumbrado y, en vez de rasgarme las vestiduras por nuestra catetería cinematográfica, una vez al mes hago una escapada al arribismo cultural malacitano o sevillano y me pego mis sobredosis de celuloide en los cines Albéniz o Nervión, además de pasarme por algunos de sus museos y centros culturales.

 

Ese exilio cultural tiene varios efectos secundarios. El más evidente e importante: la pasta. Que moverse, cuesta dinero. Y cuando uno está por ahí, tiende a ser pródigamente rumboso con la cartera y no le duelen prendas en tirar de tarjeta para regar las birras con un buen pescado fresco, unas conchas finas o, al pasar por templos literarios como “Mapas y compañía”, camino del Thyssen; tres o cuatro libros de viajes.

El problema llega cuando, el lunes, miras la cuenta. Y, presa de los remordimientos, tomas una decisión: esta semana ya no salgo. Y, el finde: nesting, la palabra de moda. Encierro, o sea. No salir del nido. No poner un pie en la calle, encastillarte en casa y disfrutar de esos tesoros cosechados en los días de exilio cultural. O, lo que es lo mismo: dos fines de semana sin gastar un chavo en tu propia tierra.

 

Sí. Entiendo que el problema es mío, por ser un adicto al cine. Pero me conozco yo a algunos melómanos que también tienen facilidad a la hora de hacer la maleta de mano para irse a disfrutar de un concierto y a enamorados del arte que, mientras volvían de ver la exposición de Ryden del CAC de Málaga, ya contaban los días que faltan para que se inaugure la muestra de Bacon, Freud y la Escuela de Londres en el Picasso, el 26 de abril.

Rayden

Menos mal que este creciente exilio cultural de tantos y tantos granadinos, de nacimiento o adopción, se compensa con la masiva llegada de cada vez más turistas.

 

Jesús Lens