"LA SOLEDAD", EL GOYA INVISIBLE

Dejamos nuestra columna del viernes de IDEAL, a ver qué os parece…

Cuando todo el mundo se aprestaba a saludar con parabienes el triunfo de “El orfanato” en la gala de los Goya, culminando con el reconocimiento artístico el masivo beneplácito que le otorgó el público, la Academia ha pegado un puñetazo encima de la mesa y ha premiado “La soledad”, de Jaime Rosales, una película que, paradójicamente, no ha sido vista por nadie que conozca. Y uno, a estas alturas de vida, ya va conociendo gente.


En Granada, ciudad universitaria con miles y miles de alumnos y aspirante a ser la Capital Cultural de cualquier cosa, “La soledad” no se ha estrenado en los cines, salvo error u omisión. Bueno, ni “La soledad” ni casi ninguna película que huela a Festival, a cine de autor o a cualquier tipo de cine minoritario. Es lo malo de la globalización. Cuanta más tecnología tenemos a nuestra disposición, más difícil resulta ver cualquier película que salga de lo corriente y más empobrecedor es el panorama cultural que se nos presenta por delante.


Resulta llamativo que, tras los Goya, no podemos discutir acerca de lo acertado o no de la decisión tomada por la Academia. De hecho, esta vez no podemos ni siquiera debatir sobre la buena o la mala salud del cine español ya que el cine español, en general, no se ve. Y no se ve porque no llega a las salas: el 90% del mismo no se exhibe en cerca de cuarenta capitales de provincia, Granada incluida. Y no digamos ya en el resto de las poblaciones.


Así, el tradicional y recurrente debate sobre la calidad de ese intangible, totum revolutum, llamado “el cine español”, se está convirtiendo en un imposible. ¿Cómo criticar lo que ni vemos ni tenemos posibilidad de ver?

Cada vez que sale a colación el tema de la cinematografía patria (o europea, o asiática) no podemos hablar sino de tópicos y lugares comunes, ya que la mayor parte de ese cine, sencillamente, no se estrena y, por supuesto, no se ve. Puede ser que el público no responda, pero también debemos recordar ese sistema de colonización americano de la “contratación por lotes”: si un exhibidor quiere proyectar Spiderman o Harry Potter, también tiene que comprar y proyectar, obligatoriamente, otros tres, cinco o nueve bodrios yanquis que no interesan a nadie.

Con estos esquemas, vamos fomentando una espiral descendente y conformista en que cualquier cine que se aleje de lo convencional está abocado al fracaso. Brindamos con cava por el éxito de películas tan sólidas como “El orfanato” o “Los crímenes de Oxford”, pero es lamentable que otro cine español, aparte de la comedia chabacana, la guerra y posguerra civil o el drama social contemporáneo, no tenga cabida en nuestras pantallas. Ojalá que el triunfo de “La soledad”, un título tan expresivo y descriptivo del estado de nuestro cine, sirva para sacar de la invisibilidad a un puñado de películas y de cineastas que tienen mucho que contar.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

UN CAOS DE COLOR NARANJA

Nuestra Columna de hoy viernes, del periódico Ideal, un tanto caótica…

Sostenía el Dale Cooper, agente especial del FBI, que le gustaba mucho el pueblo de Twin Peaks por ser una de esas poblaciones en que un semáforo en ámbar todavía hacía que los coches frenaran, en vez de acelerar como locos.

Estoy volviendo a ver una serie mítica que, en realidad, no tiene tanto tiempo. “Twin peaks” nos trae ecos de unos años noventa algo confusos y tormentosos, pero en los que todavía no había teléfonos móviles, los furtivos encuentros sexuales clandestinos se organizaban a través de apartados de correos y, para encontrar a un rehén en una casa, había que estudiar planos impresos en papel. Hace quince años, no había GPS ni PDA con conexiones vía satélite. Hace quince años, el color naranja de un semáforo sólo significaba una cosa: que éste se iba a poner en rojo.

Ahora, todo es un caos. Los semáforos, por ejemplo. Es curioso que, cuando uno entra en un pueblo o ciudad por carretera, en vez de encontrarse un cartel de “Bienvenido”, se da de bruces con un semáforo en que dos luces naranjas, intermitentes, forman una especie de X luminosa, a modo de advertencia. “¡Peligro!”, parecen indicar.

Después, a lo largo de las avenidas de entrada a las ciudades, no deja de haber semáforos que proyectan la amenazante e intermitente luz naranja. Peligro, Ojo. Cuidado. Atención. Vale. Hasta aquí, perfecto. La seguridad vial, así parece aconsejarlo.

Pero ¿qué me dicen del follón que ocasionan esos semáforos que, estando en naranja para los automóviles, pueden estar indistintamente en rojo o en verde para los viandantes? Hace unos días, casi me atropella una furgoneta. Quedando siete segundos de semáforo peatonal en verde, aceleré el paso y, cuando estaba en pleno cruce, una furgoneta blanca inició su marcha. Se la veía ansiosa, nerviosa por arrancar, como si ya no pudiera esperar más. Frenazo, cara de circunstancias del conductor… y pitidos por atrás, que se estaba haciendo tarde.

En buena parte de los semáforos urbanos, los conductores se encuentran con un naranja intermitente que, en realidad, no les dice nada. Los hay antes de las rotondas, en los pasos de peatones, antes de los subterráneos… hay tanto naranja luminoso en nuestras vidas que, en la práctica, ya nadie sabe qué significa. Así, cuando toca cruzar una calle, da igual que los semáforos estén en verde: hay que andarse con mucho cuidado, mucha vista y, sobre todo, mucha velocidad en el paso.


Es el signo de los tiempos. A más señales, cuántos más semáforos, badenes, pivotes y pasos elevados hay; más difícil resulta a un transeúnte cruzar una calle. Aunque sea un contrasentido, a medida que nos vamos civilizando, legislando, regulando, articulando y decretando; entramos en una vorágine caótica, absurda y sinsentido en que nadie sabe dónde se encuentra ni qué papel le toca jugar en esta paradójicamente incomprensible partida en que hemos convertido la acelerada vida moderna que nos ha tocado en suerte vivir.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.