Flashes analógicos y clásicos griegos

La carta. ¿Cómo viajó la carta desde Moncloa hasta la Real Casa de Correos de la Puerta del Sol? ¿Fue certificada? ¿Con acuse de recibo? ¿La llevó un cartero de los de toda la vida o se encargó una empresa de mensajería? No sé ustedes, pero yo sigo sin salir de mi asombro al saber que Pedro Sánchez le escribió una carta a Isabel Díaz Ayuso para verse y hablar de la cosa esa de la pandemia, la curva y la situación de Madrid, ávida por desescalar a toda prisa, en su momento, —como Málaga y Granada— y nuevamente azotada por el coronavirus apenas tres meses después.

Lo que sí podemos deducir del comportamiento posterior de los interfectos es que la carta no era urgente: después de quedar en verse el viernes, lo aplazaron para el lunes. Como las medidas urgentes acordadas por Ayuso, que entran en vigor cuando termine el domingo, no se le vaya a joder a alguien el finde, faltaría más. Cuestión de prioridades.

El caso es que Sánchez, que había apalabrado con Casado la renovación del Poder Judicial por medio de güasap, para lo de la pandemia se sentó a escribir una carta. ¿No habría sido maravilloso que, además, fuera manuscrita? Llegado el caso, podría acabar en un museo. O en el memorial que recuerde a las decenas de miles de muertos provocados por la infección. O en una casa de subastas, por qué no…

La carta, como metáfora, solo es comparable al igualmente famoso burofax que Messi le mandó al Barça exponiendo que, de tanto usarlo, el amor se había terminado. ¿Cómo darían los abogados del futbolista con el número de burofax? Y, sobre todo, ¿quién es el encargado en Can Barça de revisar, por las mañanas temprano, si ha llegado algún mensaje por esa vía?

En Granada, a la estrategia defensiva de Torres Hurtado en los juzgados le ha funcionado muy bien su aversión a los ordenadores y su total y absoluta ausencia de huella digital. De hecho, lo que mejor le ha ido es su profundo conocimiento de los clásicos, haciendo gala del célebre y socrático ‘solo sé que no se nada’.

¡Cuánto romanticismo en estos raptos analógicos que desafían la tiranía de lo cibernético!

Jesús Lens

Nadar, el nuevo correr

Nadar en el mar, en aguas abiertas, no tardará en ponerse tan de moda como los trails o carreras de montaña, ya lo verán. Y buena ‘culpa’ de que en Granada vaya a haber cada vez más voluntariosos nadadores marítimos la tendrán Dionisio Torre y Bart de Rooze, impulsores de la iniciativa Médula Swimming que, brazada a brazada, ya se han nadado toda la Costa Tropical de Granada y ahora andan, digo nada, a la conquista de la Costa del Sol malagueña.

Si correr en montaña es una experiencia completamente diferente a hacerlo en llano, sea en pista o en entornos urbanos; cambiar el cloro de la piscina por el salitre del mar le da a la natación un sabor especial, sin que haya que tragar necesariamente agua para percibirlo. Y disfrutarlo.

Hace un par de días me hice a las aguas, pero en vez de dirigirme al Cabo Sacratif, lo hice en dirección al Camping Don Cactus: soplaba Levante y la prudencia invita, siempre, a comenzar nadando contra corriente. Así, cuando te encuentras cansado, volver resulta mucho más fácil. Me metí en el rompeolas de un puntal y me encontré en mitad de aguas más agitadas que turbulentas, con las olas zarandeándome y rompiéndome en la cara. Cambié el crol por la braza, para ver y respirar mejor… ¡y no era capaz de avanzar un metro! Opté por no empeñarme, floté un par de minutos a merced de las olas para descansar y enfilé la vuelta disfrutando de la visión de los fondos marinos.

Si correr es un deporte democrático para el que solo hacen falta unas zapatillas, nadar no le va a la zaga: un bañador, unas gafas sencillitas y ya. Sin presiones, sin angustias, sin bullas. Nadar en el mar es conectar con nuestro yo primigenio. Es aislarte del mundo y sumergirte en tus propios pensamientos. Permite asomarse a ese mundo submarino al que solemos dar la espalda. Y reflexionar sobre qué estamos haciendo con nuestros mares y océanos.

Todavía es verano. Este fin de semana, con prudencia, naden en el mar siendo conscientes del privilegio que supone. Y luego, a disfrutar de un pescado fresco.

Jesús Lens

Con-fusión de identidades

Antes de ayer se materializó, como por arte de birlibirloque, el nuevo, auténtico y real presidente del Granada C.F., un tipo llamado Rentao Yi. Lo de materializarse es un decir, que todo fue un ir y venir de papeles, movimientos societarios, juntas de accionistas y notas de prensa. Y una foto del interfecto firmada por Wuhan DDMCC, a la sazón, la nueva propietaria del club granadinista, que no granadino.

Ahora que la entidad pertenece al Wuhan Football Club Management Co. Ltd. -ahí es nada-, busco información sobre el Grupo Hope, esa entidad con nombre de corporación fantasma que, hasta hace poco, poseía al equipo. Grupo Hope, que suena a malvado de película de 007, se diluyó durante la pendemia, según informaba Rafael Lamelas el pasado junio. ¿Y el ya expresidente, Jiang Lizhang, posteriormente conocido como John Jiang? Llegados a este punto, les juro que yo ya no entiendo nada, incapaz de saber quién es quién en este baile societario de misteriosas identidades con-fundidas.

Cambiemos de tercio. De existir, el SURIA, Sindicato Unificado de Robots e Inteligencia Artificial, habría puesto el grito en el cielo al saber que la gente acusa a Rafael Cabaliere, flamante (o no) ganador del premio EspasaEsPoesia, dotado con 20.000 euros, de ser un bot. Un robot, o sea. La inane poesía que cuelga en sus redes sociales, donde supuestamente tiene miles de seguidores, me da la razón cuando, de vez en cuando, tuiteo cosas así:

No tengo

nada que decir.

Pero al

escribirlo así;

me siento más importante.

Ahora que peino muchas canas, me sorprende el “tinte juvenil y motivador, fresco y urbano” de la popó-esía premiada, tal y como ha destacado en su fallo el jurado del Espaquépasa. Un fallo erróneo, además. O no. Porque esta polémica, en 2020, continúa alimentando la sensación de confusión que nos embarga desde el mes de febrero. Que un robot pudiera ganar un premio literario en este país no debería extrañar a nadie. Que una inteligencia artificial escriba de una forma tan cursi y tontorrona como el tal Cabaliere, sí.

Y mientras, la misteriosa pantera negra, sin aparecer…

Jesús Lens

Menos turistas, más vecinos

Le pregunto a dos amigos que trabajan en el sector inmobiliario de Granada y me confirman que sí, que la gente está cambiando de residencia. Que hay movimiento de la ciudad a las zonas residenciales. Que la peña busca balcones, luz, jardín, patio y/o huerto. Piscina, incluso.

Cambiar de residencia es una de las decisiones más comprometidas en nuestra vida personal, familiar, social y profesional. No es solo la mudanza, es todo lo que conlleva: cambio de ambiente, vecinos, costumbres, desplazamientos y rutinas… Sin embargo, cada vez más gente se muda, voluntaria o forzosamente.

Es uno de los efectos de la pandemia. Los urbanitas salían por las puertas por la mañana temprano y solo volvían para ver Netflix antes de acostarse. La conectividad total del siglo XXI favorecía el currar en la oficina, comer en la calle, rematar la jornada ¿laboral? entre cafés o gintónics de autor, ir al gimnasio, al cine o a la peña de baloncesto, echar una caña y, ya si eso, encerrarse en casa.

Cuando nos vimos confinados entre cuatro paredes de un día para otro, quienes habíamos convertido en nuestra oficina móvil la calle, las terrazas de los cafés, las barras de los bares, la orilla del mar, la sombra de una higuera, el asiento del autobús o la habitación del hotel; nos sentimos estupefactos. ¡El teletrabajo no era esto! Tocaba reinventarse. Otra vez.

Cafeteras, tostadoras, elípticas, robots de cocina, bicis estáticas, tutoriales deportivos y gastronómicos, Smart TV, tablets, portátiles… De repente, la vida personal, familiar y profesional se hacía en apenas un puñado de metros cuadrados. Las empresas informáticas que ofrecían la instalación de sistemas de teletrabajo hicieron su agosto y, de paso, le abrieron los ojos al personal. ¿Y si esto de ‘no ir’ fuera para siempre?

La pandemia y la digitalización pueden haberse convertido en las mejores aliadas para la repoblación de la España vaciada. En la excusa para la desestacionalización de la vida en la costa o en la montaña, que podrían ganar vecinos y no depender tanto de los turistas.

La famosa vuelta a la naturaleza y a una vida más humana y sencilla de la que escriben filosóficamente los llamados ‘nature writers’ es una opción vital para muchas personas hartas de pagar alquileres prohibitivos en las grandes ciudades y de vivir esclavizadas por el estrés y los horarios imposibles.

A ver si, en el futuro, 2020 marca un antes y un después también en esto.

Jesús Lens

Veintidós años de Bevilacqua y Chamorro

Los guardias civiles Rubén Bevilacqua y Virginia Chamorro nacieron, literariamente hablando, en el año 1998. Y lo hicieron en ‘El lejano país de los estanques’, un medio acuático, como ocurre con tantas y tantas leyendas. Tienen, por tanto, más de 20 años de una existencia conformada, hasta la fecha, por una decena de novelas y dos libro de relatos.

A Bevilacqua lo conocimos como sargento en su primera aventura. Chamorro, por su parte, era una guardia joven e inexperta. Su primer caso, durante un agosto asfixiante: investigar la muerte de una extranjera cuyo cadáver apareció en una urbanización mallorquina.

Paradójicamente y como si de un juego de espejos se tratara, su investigación más reciente, narrada en ‘El mal de Corcira’, devuelve a los protagonistas a las Baleares. En este caso, el cadáver ha aparecido en Formentera. Aunque, en puridad, una Chamorro mucho más experimentada no viaja a las islas, como los lectores sabrán desde el principio de la narración: un percance la deja en el dique seco por unas semanas.

El hecho de que Bevilacqua y Chamorro estén separados en ‘El mal de Corcira’ hace que la lectura de la novela sea idónea para los no seguidores habituales de la saga. En esta ocasión, al veterano guardia le acompaña el joven Arnau, tan inexperto como Chamorro en aquella lejana primera novela de la saga. Continúa el juego de espejos.

Porque a lo largo de la saga, los dos protagonistas han tejido una relación de amistad y complicidad muy especial. Una relación que va más allá de lo profesional y que, en algún momento, está a punto de ir un paso más allá.

Además, en ‘El mal de Corcira’, Lorenzo Silva cuenta los orígenes de Bevilacqua en la Guardia Civil. Su formación y los años de plomo que pasó en el País Vasco, luchando contra ETA. De ahí que sea una de las novelas básicas de la serie, que permitirá al lector ocasional de la saga entrar de lleno en el fascinante universo creado por Lorenzo Silva.

La trama transcurre, por tanto, en dos épocas diferentes. Por un lado, como es habitual en la serie, uno de los hilos argumentales se desarrolla en el presente más rabioso y actual. El segundo nos lleva al pasado. No es de extrañar, por tanto, que sea la novela más larga de la saga. Y posiblemente la más compleja, también. ¿Por qué ahora? Como señala Silva, porque ETA ha sido derrotada y porque él ha adquirido “el conocimiento suficiente como para afrontar la novela que tenía aplazada”.

Es importante saber que Bevilacqua, nacido en Uruguay, estudió psicología antes de ingresar en la Guardia Civil. ¿Es, por tanto, un guardia atípico? Quizá. Pero, sobre todo, es una persona con una gran curiosidad por tratar de entender al otro. Y a sus circunstancias. Al enemigo. Al malo. Al asesino. Entender y comprender no es sinónimo de justificar, transigir, aceptar, empatizar o simpatizar. Es, posiblemente, la mejor forma de resolver con éxito sus investigaciones. Sobre todo porque al personaje le permite optimizar su mejor arma: su proverbial habilidad en los interrogatorios.

En su momento, causó sorpresa que Lorenzo Silva eligiera a dos guardias civiles como protagonistas de su saga. En la narrativa policial española, los actores principales eran policías o detectives privados. Sin embargo, las investigaciones de los homicidios en la España rural, esa que ahora se ha dado en llamar la España vacía o vaciada, corresponden a la Guardia Civil.

Con la segunda novela de la serie, ‘El alquimista impaciente’, Lorenzo Silva ganó el prestigioso Premio Nadal del año 2000, lo que supuso que llegara “a muchos lectores, que es lo mejor que le puede pasar a un libro”, como señala el propio Silva.

A partir de ahí, se fue consolidando lo que podríamos definir como un idilio, metafóricamente hablando, entre el autor y la Guardia Civil, un cuerpo muy vilipendiado a lo largo de la historia que, en el autor madrileño, ha encontrado quien le escriba su realidad contemporánea, moderna y actual. Una realidad en la que todo lo relacionado con la informática, ni que decir tiene, ha ido ganando importancia con el transcurrir de los años.

Gracias a esta entente cordial, el trabajo de documentación de Lorenzo Silva, siempre exhaustivo, permite al lector disfrutar de una narrativa absolutamente apegada a la realidad. Pocos autores como Silva tienen un acceso tan directo a las mejores fuentes de información. Eso permite que sus novelas reflejen a la perfección cómo es y cómo se desarrolla la investigación de un homicidio desde el aviso de la aparición del cadáver.

A lo largo de estos veinte años largos, Bevilacqua y Chamorro han sido unos testigos privilegiados de la transformación de la sociedad española y en sus novelas nunca han ocultado sus opiniones y percepciones de todo lo que ha ido copando titulares, de la corrupción sistémica al nacionalismo rampante. Así lo señala Silva, hablando del origen de otra de sus novelas: “A partir de un hecho real, que no obstante manipulo y altero hasta convertirlo en absoluta ficción, construí esta novela que creo que habla de muchas realidades relevantes y candentes de esta España que se adentra con paso trémulo en la segunda década del siglo XXI”. Una saga imprescindible de la narrativa policial de los últimos años.

Jesús Lens