Perdiendo la cabeza

—En realidad, Washington Irving escribió “La leyenda de Sleepy Hollow” a modo de exorcismo —decía el doctor—. Escribió aquel cuento porque estaba aterrorizado.

—¿Y piensa usted que ahora puede estar ocurriéndole lo mismo, doctor? —preguntó Amelia—. Porque yo empiezo a creer que es de tanto escribir, que está perdiendo la cabeza…

Pieza: Katha

Washington Irving había llegado a Granada el 4 de mayo de 1829, acompañado del príncipe Dolgorouki. Tras instalarse en los apartamentos que el gobernador de la ciudad, Francisco de la Serna, había dispuesto para ellos en el Palacio de Carlos V, ambos amigos bajaron a la ciudad, a través de una serpenteante cuesta que, entre árboles y el rumor del agua, les condujo al Albaycín, el famoso barrio que fuera de los moros, tras la entrega de la ciudad.

Irving estaba desconcertado. Y las imprecaciones de Dolgorouki no contribuían a mejorar el ambiente.

—¿A quién se le ha ocurrido sembrar el camino de chinos?— protestaba—. Porque serán bonitos, pero un rato incómodos. ¿Y dónde está el ambientazo que decías que había en esta ciudad, siempre llena de gente joven y alegre, atraída por la fama de su centenaria Universidad?

A Washington no le quedaba más remedio que callar. Y asentir. Porque, efectivamente, la ciudad parecía muerta, prácticamente vacía y abandonada. Solo los restos de ominosas y siniestras cruces, hechas de madera resquebrajada y flores ya mustias, jalonaban su camino. También había otros restos, más orgánicos, más pestilentes y nauseabundos. Restos de vómito y orín por toda la carrera que discurría junto al río Darro, del que se decía que aún llevaba oro…

¿Qué demonios había pasado en aquella Granada que, en su primer viaje, Irving conoció bullanguera y festiva, dejando al margen el peculiar y extraño humor de sus habitantes?

No fue hasta la caída de la tarde, de vuelta a la Alhambra, que Irving y Dolgorouki supieron que la víspera de su llegada, el 3 de mayo, se había celebrado una gran fiesta en Granada, en la que buena parte de sus habitantes acabaron bastante perjudicados.

—Las Cruces. Una fiesta nauseabunda en la que se toma el nombre de Dios en vano, se bebe hasta la inconsciencia y hasta la gente más respetable de la ciudad termina bailando al son de esa música infernal, el flamenco que tocan los gitanos…

Quién hablaba con tanto odio como resentimiento era Mariano Maduro, un comerciante local con ínfulas de juntaletras que, en su momento, hizo fortuna en América. Un mediocre escritor que pagaba de su bolsillo la edición de los libros que decía escribir y que, nada más saber que el insigne Washington Irving había llegado a Granada, movió sus hilos para conseguir que el gobernador le invitara a la cena de bienvenida dispensada al famoso escritor y diplomático norteamericano.

Mariano Maduro es lo que, en jerga local granaína, llamarían un pesao. Un brasas. Un auténtico y reverendo coñazo. Tanto que, apenas lo conoció, el bueno de Dolgorouki salió por piernas de Granada, dejando abandonado a su suerte a su amigo Irving.

Al norteamericano le gustaba, a la caída de la tarde, dejar sus aposentos del Palacio de Carlos V y vagar por el recinto de la Alhambra, por entonces abierto y ocupado por gitanos, buhoneros, músicos y recitadores. Al principio lo hacía para quitarse de encima a Maduro, que no soportaba el contacto con la que consideraba gentuza del mal vivir, ladrones y estafadores. Después, le cogió el gusto a aquello de escuchar historias junto al fuego, mientras los músicos rasgueaban sus guitarras o se aplicaban al arte de dar palmas. Que nunca hubiera imaginado lo que, musicalmente hablando, podían dar de sí dos manos chocando, la una contra la otra.

Empezó a acostarse al alba, a levantarse a la hora del almuerzo y a pasar la tarde escribiendo en un espacio muy especial de la Alhambra que descubrió por casualidad, otra vez que trataba de dar esquizazo a Mariano: los apartamentos que, en su día, se prepararon para la reina Isabel de Farnesio.

Huyendo de la vida social a la que Maduro trataba de someterle con el único fin de pavonearse entre las clases pudientes de Granada, presentando a Irving como un compañero de letras, el bueno de Washington se mudó a aquellas habitaciones que, cerradas y abandonadas, le servían para espolear su imaginación.

No es de extrañar, pues, que dejara escrito que “Jamás he gozado de una residencia más deliciosa… Estoy tan enamorado de mi apartamento que me cuesta trabajo salir de él para dar mis paseos. Estar en el corazón de este gran palacio deshabitado te da una grata sensación de tranquilidad y sosiego difícil de descubrir”.

Efectivamente, Irving solo salía, por las noches, a disfrutar de las malas compañías, tal y como empezó a criticar Maduro delante del gobernador de la Serna… y de cualquiera que se le pusiera a tiro. Y es que, en el arte de la maledicencia, Maduro no tenía rival.

—Para mí que el extranjero se está aficionando en demasía no solo al vino, que ya hemos comprobado que lo bebe con generosidad…

—Sí. Sé lo que quiere decir, Maduro. Que también le pega bien a las chacinas. Sobre todo, a la morcilla. Que empezó por hacerle ascos, al enterarse de que era sangre frita con cebolla, pero que no ha tardado en cogerle el gustillo…

—No es a eso a lo que me refiero, señor gobernador. Me refiero a que juraría que nuestro invitado, su invitado, fuma algo más que tabaco cuando aspira de esa pipa de la que no se separa. Que sé lo que me digo, que conozco aquellas tierras. Y que eso que fuma es muy peligroso. Que trastorna la mente, que si yo le contara lo que yo he visto…

Así comenzó todo.

El hecho de que Irving apenas saliera de la Alhambra, pasándose buena parte del día durmiendo, escribiendo o… en lo alto de la Torre de Comares, observando lo que pasaba en la ciudad gracias a sus anteojos Doland; junto a su inveterada afición por la vida nocturna extramuros, empezó a granjearle la fama de excéntrico.

Pero los problemas, los problemas de verdad, comenzaron a primeros de julio de 1829, cuando Irving se empeñó en que había que celebrar el Día de la Independencia de los Estados Unidos. Aprovechando que el americano se mostraba especialmente excitado, Maduro convenció a una de las sirvientas del Palacio de Carlos V para que disolviera en el té que tomaba todas las mañanas unas hierbas que un boticario de confianza le había prescrito para calmar los nervios.

La mañana del 3 de julio, como tantas otras mañanas, Irving se levantó más cerca del mediodía que del amanecer. Pidió que le sirvieran el desayuno en el Patio de los Leones. ¡Otra más de sus rarezas y excentricidades! En vez de desayunar en sus aposentos, se empeñaba en hacerlo ora en el susodicho Patio de los Leones, ora en el Salón de Embajadores. Que sí, que desayunaría “al estilo de los reyes nazaríes”, como escribió a Dolgorouki en una de sus cartas, pero que no podía ser una costumbre más incómoda.

Y es que, a esas alturas, Mariano Maduro había sobornado a una de las sirvientas encargada de adecentar los apartamentos en que residía Irving, para que leyera su correo y le contara cualquier novedad digna de interés. Su correo… y cualquier otro documento en que el americano estuviera trabajando.

Nada más terminar de desayunar, aquella infausta mañana del 3 de julio, Washington empezó a encontrarse mal. Y la cosa fue a peor a lo largo del día: náuseas, fiebre, malestar general… A última hora de la tarde, Irving se metió en la alberca del Patio de los Arrayanes, como solía. Era uno de los momentos más placenteros del día, sumergirse en el agua calentada por el sol. Pero ni aquello consiguió templarle el cuerpo.

Aquella noche, Irving no salió.

El 4 de julio, Mariano Maduro se empeñó en desayunar con Irving. Por mucho que éste le dijera que estaba desganado, el granadino insistió en que, por lo menos, se tomara una infusión. Que siempre hace bien.

Para celebrar el 4 de julio y homenajear a su distinguido huésped, el gobernador de Granada había encargado un espectáculo de fuegos artificiales, manteniéndolo en secreto, de forma que fuera una agradable sorpresa para Irving. Solo estaban al tanto los pirotécnicos y, por supuesto, Maduro, al que no se escapaba nada de lo que pasaba en la ciudad.

Fue entonces que comenzaron las pesadillas. Fue esa misma noche del 4 de julio cuando la celebración de la Independencia de los Estados Unidos se convirtió, en la cabeza de Irving, en una auténtica locura. Tanto petardo, cohete y pólvora, tanto ruido y tanta explosión de luz en el cielo; Irving lo sintió como una gravísima amenaza contra su persona.

Esa noche, temblando por la fiebre, el escritor sintió cómo el mismísimo jinete sin cabeza de Sleepy Hollow se presentaba frente a él, entrando en Palacio a caballo mientras blandía una espada. Entonces surgió una voz sobrenatural exigiéndole que, o bien le entregaba el manuscrito en que estaba trabajando, o le rebanaría el cuello de un tajo y se llevaría su cabeza bajo el brazo.

Es en este punto de la historia cuando Amelia entra en acción y, tras comprobar el calamitoso estado en que se encontraba Irving, balbuceando y delirando, llamó a un doctor que, además de versado en medicina, era docto en letras.

—¿No estará como el Quijote, loco perdido y con la cabeza ida de tanto escuchar las leyendas de la Alhambra, encerrado entre estos fantasmagóricos muros? —preguntaba Amelia—. Que, si el sueño de la razón produce monstruos, las pesadillas de la sinrazón pueden producir fantasmas…

—Podría ser, sin duda. Pero más me inclino a pensar que la supuesta locura está provocada por algo más mundano, como la ingesta de algún tipo de tóxico…

Efectivamente, a la mañana siguiente, Amelia consiguió hacerse con una muestra de la infusión que una sirvienta le llevó a Irving.

—Ipomea violácea. O, como la llaman en México, Morning Glory. Muy usada en ceremonias rituales, al provocar vívidas visiones. Y todo ello, gracias al LSA, una sustancia psicoactiva que, no por casualidad, se parece enormemente al LSD…

—¿Psicoqué? —preguntó el médico, sin entender nada de lo que decía Amelia que le habían dicho de no se sabe qué sitio con el que se comunicaba misteriosamente. Laboratorio o algo así, había creído entender.

—Nada, nada. Que, efectivamente, nos están envenenando al bueno de Irving. Que no está perdiendo la cabeza. Que su empeño en entregar los papeles de su manuscrito, a cambio de que no le corten la cabeza, tiene una sólida base… química.

No tardó Amelia en descubrir el nombre de la persona que suministraba las hierbas que supuestamente debían calmar a Irving.

—Cuando vi el efecto que le provocaban, traté de negarme a seguir administrándoselas a Don Washington, pero entonces Don Mariano me amenazó con denunciarme a Don Francisco de la Serna. Y sentí miedo, que no sabe usted lo mal bicho que puede ser, Don Mariano…

¡Ay, Mariano, Mariano!

Qué pena que aquellos viajes de juventud por ultramar, además de depararle una notable fortuna y un amplio conocimiento de la farmacopea indígena, no le sirvieran para mejorar su escaso talento literario… ni para mitigar sus excesivas envidia y ambición.

Washinton Irving tardaría todavía unos días en depurar de su organismo el tóxico suministrado por el infame plagiador frustrado. Siguió disfrutando, eso sí, de sus baños vespertinos, en los Arrayanes. Y de las noches a la luz del fuego. Aunque ya no bebía tanto vino, la verdad sea dicha…

El 29 de julio de 1829, cuando dejó Granada, cruzó su mirada por última vez con Amelia, llevándose le mano al corazón mientras bajaba la cabeza, en señal de agradecimiento, a la vez que se tocaba el sombrero.

No lo hizo porque se hubiera enamorado, lo que tampoco habría sido tan extraño; sino porque, en el bolsillo interior de la casaca, bien pegado a su pecho, llevaba el único manuscrito de un libro que le convertiría en inmortal… y que a punto estuvo de hacerle perder la cabeza.

Jesús Lens

PD.- Mi buena amiga Katha, aliada en proyectos creativos desde hace años, me propuso participar en esta iniciativa. Confieso que no he visto «El Ministerio del Tiempo», lo que no tiene perdón. Pero sí enmienda. Aun así, quise escribir este relato, que homenajea a Granada, a Washington Irving, a los viajes en el tiempo y a su famosa obra inmortal. ¡Y con un guiño a la morcilla!

Jesús Lens