Bloomsday… ¡y que viva Irlanda!

Después iremos, a las 21 horas de hoy miércoles, a la presentación del nuevo disco de «Supervivientes» y nos hincaremos unas buenas pintas de cerveza. Porque hoy es el Bloomsday. ¡Viva Irlanda! Aquí, lo que mejor podemos y sabemos transmitir de ese maravilloso país. Porque ser irlandés es un estado mental…

La vida de Joyce, en Tebeo

Paridad

Odiaba, sobre todo, cuando se quedaba dormida en sus brazos. No podía soportarlo. Pero si simulaba un espasmo y la despertaba súbitamente, aún era peor. Entonces se le agriaba su habitual mala leche y el proceso de vestirse y despedirse resultaba especialmente amargo. Sobre todo, la última mirada. Esa última mirada, entre el asco y el desprecio, que no hacía presagiar nada bueno para el inevitable reencuentro del día siguiente.

Siempre era María la primera en salir de la habitación. Con la excusa de los niños, se iba volando y a él le tocaba comprobar que no se dejaban nada. Y, por supuesto, liquidar la cuenta.

Cuando bajaba en el ascensor, su propia mirada, reflejada en el espejo, le pedía explicaciones. ¿A quién se le ocurre? Pija y caprichosa. Una niña mimada y consentida. ¡Una cría! Y casada. Con otro. Y con dos críos. ¡Y un puto perro!

Entonces, justo antes de abrirse las puertas en la recepción, sus ojos, iracundos, se lo recriminaban, de verdad: – y, encima… ¡tu jefa!

Eso sí, como Quintanilla cumpliera su promesa y le promocionase, iba a ponerla en su sitio. Sólo por ese momento iban a haber merecido la pena todos sus desplantes, exigencias, histerias, celos y recriminaciones.

Se iba a enterar entonces, María, de quién era Ramiro. Bien que se iba a enterar. Y a sentirlo. Vaya si lo iba a sentir…

Jesús Lens

Evidentemente, esta sería la tercera parte de un conjunto de microrrelatos. El primero, “Volver”. El segundo, “El reposo de la guerrera”. ¿Qué título le podríamos dar a todo esto? A mí se me ocurre “Vidas erradas”. O, más directamente, “Cuernos quemados”. Jejejeje. Y ¿por cuanto a banda sonora?

¿Seguimos?

El río de la luz

Yo no sé si leer a Javier Reverte, cuando no puedes viajar, debería ser absolutamente recomendable o estar radicalmente prohibido.

Porque estás en tu casa, en tu sofá, varado en tu vida de siempre, y te asomas a las páginas de “El río de la luz. Un viaje por Alaska y Canadá” y sientes el frío de las montañas sacudiéndote la cara, el rumor del viento entre los árboles y el murmullo y la fuerza del agua del poderoso Yukón, fluyendo a tu alrededor.

Luego, claro, sacas los ojos del libro y te das cuenta de que no. De que realmente sigues en tu casa, en tu barrio, en tu ciudad. Que no tienen nada de malo, pero que no invitan a buscar oro entre las arenas del lecho del río, precisamente. Aunque, se rumorea, el Darro granadino todavía lleva oro… pero esa es otra historia.

Por eso, hace tiempo que tomé una determinación: para no agobiarme y maldecir la suerte de una vida pacífica, tranquila y sosegada como la nuestra, sólo leo a Reverte cuando estoy de viaje. Aunque sea un viaje cercano y sencillo. Pero leer a Javier cuando estás en movimiento, aunque sea en un sencillo On the road camino de Sevilla o en la furgona que nos trae y nos lleva a Madrid, mitiga los demoledores efectos de una prosa capaz de contagiarte la necesidad de los espacios abiertos y, sobre todo, la sed de aventura.

El viaje que hace Javier, a través de un río poderoso como el Yukón, es tan impactante como el que hizo por los grandes ríos africanos o por el Amazonas. Y no es cualquier cosa, navegar un río. El mismo autor lo dice al comienzo de la obra: “Un río es algo más que un gran caudal de agua. Yo creo en el alma singular de los grandes ríos. En cierto modo, nos hablan, y no siempre lo que nos dicen posee un significado benigno. Lo he sentido en todo momento cuando los he navegado.”

Además, navegar por el Yukón es uno de los viajes que, de niños, todos hemos querido hacer. Bueno, de niños, y de mayores. ¡Qué le pregunten a mi hermano! Al menos, todos los niños que tuvimos la suerte de leer a Jack London y las películas sobre los buscadores de oro, los tramperos y la Policía Montada del Canadá. Sin entrar a valorar el daño que el Disney Channel está haciendo entre la chiquillería del siglo XXI, adoro estos libros que hablan de viajes basados en otros libros, en otras películas, y que siguen las huellas de antiguos viajeros y aventureros que, a su vez, también estaban enfermos de literatura, mitos y fantasías provocadas por las leyendas y las quimeras.

En esta ocasión, Javier Reverte se embarca en un viaje que sigue las huellas del éxodo provocado por la fiebre del oro de Alaska, con Jack London como principal “excusa” para recorrer los salvajes, espectaculares, inmaculados y brutales paisajes del noroeste de los Estados Unidos y el Canadá.

No sé vosotros -y dejo lanzada la pregunta- pero yo, cuando he pensado en huir bien lejos y escapar de la monotonía de esta existencia, siempre tenía a Alaska como posible destino. Para unos, es Australia. Las antípodas. Para otros, una gran ciudad como Nueva York y Los Ángeles. Pero yo siempre quise escapar a Alaska. Sobre todo, tras disfrutar de las desventuras del Dr. Fleischman, aquel imposible y urbanita doctor, más perdido en Cicely que un marine yanqui en la campiña afgana.

Sobre la cantidad de citas memorables y libros que dan ganas de leer cuando lees “El río de la luz. Un viaje por Alaska y Canadá”, hablamos más adelante, que esta reseña ya va larga.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.