De vuelta

Este año no hubo suerte con el Relato de Verano que mandamos a IDEAL, para su convocatoria anual. Pero como los relatos son para ser leídos, ahí va. A ver qué os parece:

– ¿Cuánto has dicho?

– Quinientas.

– ¿Por un café y una tostada? ¿Quinientas pesetas?

– Pues claro, hombre. Los mismos tres euros de siempre. ¡Quinientas pesetas!

Aquello era peor, mucho peor de lo que había calculado. Por ejemplo, el día anterior, en el Súper de la esquina, le habían pulido cerca de cinco mil pesetas, unos treinta euros de antaño, por comprar unas birras y algo para tapear mientras veía el fútbol con los amigos.

Además, no hacía ni tres meses que le habían rebajado la nómina: entre el fijo y la productividad, un veinticinco por ciento. Y, encima, dando gracias por ser funcionario.

Lo auténticamente malo, sin embargo, iba a empezar cuando su mujer le llamara al móvil de cuarta generación -la mayoría de cuyas prestaciones no sabía usar, dicho sea de paso- y, al contestar, se encontrara con una voz desconocida que le exigía el pago de quince mil dólares si quería volver a disfrutar de la sonrisa de su esposa.

– ¿Pero, pero… ¡quién es usted!? ¿Se ha vuelto loca? ¿15.000 euros ha dicho usted?

– No. No he dicho eso. He dicho 15.000 dólares. USA. ¿Euros? No se haga boludo, señor Martínez.

– ¡15.000 dó-la-res! ¿Y de dónde quiere que saque yo ese dinero?

– ¿Qué le parece si empieza por buscar en esa cajita de seguridad que compró usted hace unos meses al ferretero de su calle?

Lo sabía. Sabía que aquello no fue una buena idea. ¡Maldita tele! Desde que vio el reportaje sobre el incremento en las ventas de cajas de seguridad, se le metió el runrún en la cabeza. Que si los bancos iban a quebrar, que si la posibilidad de un Corralito, que si la salida de España del euro… Ya habían tenido que malvender, Lola y él, el apartamento de la playa por cuatro cuartos para poder pagar la hipoteca del piso de Granada. ¡No iban, encima, a perder los pocos ahorros que les quedaban!

– Sí. Es verdad. Compré una caja de seguridad. Pero no hay nada dentro. Las escrituras del piso y un par de joyas de la familia con más valor sentimental que económico. Mire, le juro por lo más sagrado que no tengo dinero.

– ¿Por lo más sagrado? ¿Te parece suficientemente sagrada la sonrisa de Lola o quieres que se la ampliemos con un par de tajos? Sabemos que la caja de seguridad no está aquí, en vuestra casa. Lo hemos registrado todo y no ha aparecido. Y sabemos que Lola no tiene ni idea de qué hablamos. Pobrecita… Pero también sabemos que todavía no te has gastado los 15.000 dólares que cambiaste en marzo pasado, cuando aún se intentaba salvar el Euro. Así que, tienes media hora para traer el dinero o Lola podrá apuntarse al casting del próximo Batman, para interpretar al Joker.

¡Hijos de puta! ¡Lo tenían todo controlado! Y la pobre Lola, con su manía de no querer saber… Al final, había optado por guardar la caja de caudales en la cajonera de su mesa de trabajo, a modo de hucha. ¡Se fiaba más de la seguridad de la delegación de Hacienda que de la de su propia casa! Y no le había faltado razón, por otra parte.

– El dinero lo guardo en la oficina. Tardaré aproximadamente una hora en ir por él y volver a casa.

– Espero que no despierte sospechas un funcionario que pasa por la oficina en domingo. Y, Martínez, ojito con hacer tonterías, llamar a la policía o alguna pendejada por el estilo. Ahora mismo estás siendo rigurosamente vigilado. Así que, corta la llamada, deja el teléfono en la papelera que tienes frente a ti y directo a la oficina. Como tardes más de tres minutos en entrar, coger el dinero y salir, o como veamos que el guardia de seguridad hace alguna llamada, será complicado que Lola pueda volver a comer gazpacho.

Pero lo peor de todo, lo peor de lo peor, lo peor del horror; le asaltó cuando, al tercer intento de abrir la caja fuerte, ésta se bloqueó. Nunca había sido muy bueno reteniendo en la memoria claves numéricas así que, como combinación de la caja fuerte, decidió poner el mismo número pin con que sacaba dinero del cajero automático. Solo que, con los nervios y las prisas, se empecinó en teclear el pin antiguo. El de la cuenta en euros ya cancelada. El que no servía. El que bloqueó la jodida cajita del demonio.

– Pero don Antonio, ¿qué lleva usted ahí, hombre de Dios?

– Nada, nada. Una documentación que me hace falta…

– ¿Documentación? ¿Me toma el pelo? Pero si eso es… ¿Será posible? ¡Y en mis propias narices! ¡Cojones! ¡Cómo tiene que estar la cosa si los funcionarios de Hacienda ya intentan llevarse hasta las cajas fuertes así, a lo bestia!

Mientras lo decía, el guardia de seguridad ya estaba marcando un número de teléfono.

– ¡No, no por favor!

– ¡Antonio!

– ¡No! ¡No es lo que parece! ¡Cuelgue y yo le explico!

– ¡Antonio, por favor!

Pocas veces un despertar le supo tan bien. Estaba en la playa, echado sobre la tumbona, con la panza al sol.

– ¿Estás bien? ¡Mira que te advertí que el tercer plato de arroz era una barbaridad!

– ¡Y qué razón tenías, Lola, qué razón tenías!

Aunque, para razón, cuando su mujer se enfadó con él por la mañana, al verle comprar la prensa salmón en el kiosco.

– ¿Es que ni en la semana de vacaciones, la única semana del verano en que nos hemos podido escapar, vas a dejar de torturarte con… eso?

Y había pronunciado “eso” como si, en vez de los diarios económicos, hubiera comprado revistas pornográficas.

Antonio Martínez se incorporó en su tumbona, hizo un gurruño con los periódicos y fue a depositarlos en el contenedor más cercano pensando que, efectivamente, en los siguientes seis días solo iba a leer esas novelas policíacas que tanto le gustaban.

Jesús Lens