DE LA GUERRA DE LOS FOGONEROS A UN POSTRE AMARGO

Dedicado a mi sorprendente y sorprendida Alter Ega, Cristina Macía,
cuyo esencial y necesario tratado gastronómico “Dame la lata”,
imprescindible para solteros, supervivientes y estresados
ya está encargado a mi querido agente del Círculo de Lectores.

Tenía unas ganas locas de tomar partido en la denominada Guerra de los Fogones que enfrenta a Santamaría, como abanderado de la comida de toda la vida, con Adriá & co., defensores de las deconstrucciones, el guisado con nitrógeno y las cocinas termoespaciales de diseño, más parecidas a un laboratorio de artista que a una honrada trastienda en que trajinar con alimentos.

Estaba afilando la pluma, presto a enfangarme en el debate, cuando caí en la cuenta de que nunca he ido (ni presumiblemente iré) a ninguno de esos templos de la nueva gastronomía. Ni de la vieja, que Santamaría habla mucho, pero cobra a precio de oro nitrogenado cada una de las judías ultrabiológicas que sirve en un plato de fabes.

Así que, dejo que sea Forges el que hable por mí en esto de la Guerra de los Folloneros, digo Fogoneros. Y también le cedo la palabra a Cristina, que una vez me leyó escribir mal sobre Adriá y me amenazó con decostuirme los morros de un sopapo.

Y vamos con un tema gastronómico más de andar por casa, rebajando el alcance de la guerra de las cocinas a ámbitos más domésticos. Hace unas semanas escribimos unas notas tituladas “Cómo perder un cliente en media hora” en que comentábamos lo acontecido en una cafetería con un camarero un tanto chungo.

El sábado pasado, cenando en el restaurante La Bella Dama, Sacai y yo nos enfrentamos a una situación, llamémosla curiosa, de esta nuestra Granada hostelera y gastronómica. En este caso, voy a referir los hechos de la manera más objetiva, fría y desapasionada, recabando vuestra opinión sobre lo que pensáis del hecho. Sin hacer juicios de valor previos.

Un hecho intrascendente, que conste, pero desde mi punto de vista, muy ilustrativo de… Bueno. Luego lo comentamos.

El caso es que nos habíamos tomado una tabla de ahumados y una fondue de carne, unas cervezas y unas coca-colas. Y pedimos el postre. Nos apetecía terminar de castigarnos el cuerpo con una fondue de chocolate. Las había de varios tipos. Nos decidimos por la de chocolate a la menta.

A Sacai le encantan las fresas así que le preguntamos al camarero que con qué fruta ponían la fondue.

– Con bizcocho, piña y melocotón.
– ¿Puede ser con fresas?
– Pues fresas hay en la cocina, pero voy a preguntar.

Al minuto, regresó el camarero para decir que sí. Que podía ser con fresas. Pero que tenían que ir como complemento del postre. Efectivamente, nos trajeron la piña, el melocotón, el bizcocho… y un cuenquito con siete fresas partidas en tres cada una. Y digo siete siendo generoso.

Nos tomamos la fondue, pedimos la cuenta y, por las fresas, nos cobraron 3,21 euros.

Llegados a este punto, podría decir lo que opino del tema y las sensaciones provocadas por el detalle en cuestión. Pero prefiero escuchar vuestro parecer. Y que conste que la cosa no tiene que ver con el dinero. Yo, como buen cinéfilo, sé que hay que dejar un 10% de la cuenta en concepto de propina. Cuando la propina es merecida.

En este caso, y sintiéndolo por el camarero, serio y profesional, no hubo propina. Que hubiera sido de seis euros. Luego pensé que el hombre podría haber dicho que no. Que no había fresas. Y listo. Es verdad que el tema de los 3,21 no era responsabilidad suya. Pero, en aquel momento, el cuerpo no me pedía dejar propina, precisamente. Aunque si nos dice que no hay fresas y luego otro comensal las pide…

En fin. Que no sé qué piensan ustedes de este método de gestión hostelero-gastronómico.

¡Pasapalabra!

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

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