El aliento del Diablo y las lágrimas de Claire

La primera vez que oí hablar de ella, me sonó a coña. A tomadura de pelo. A broma pesada. ¿Cómo tomarse en serio algo que se denomina “burundanga”? No me extraña que el palabro diera título a una canción de la gran Celia Cruz o a una comedia de éxito que, este verano, estrena su sexta temporada en Madrid.

Burundanga. Estarán conmigo en que no puede ser creíble una sustancia denominada burundanga. Sin embargo, en Sudamérica, la llaman El Aliento del Diablo. ¿A que así impresiona mucho más? El caso es que la escopolamina, nombre científico de la sustancia referida, es una droga extremadamente peligrosa que modifica el comportamiento de quien la toma, haciéndole dúctil y maleable, vulnerable y, por tanto, convirtiéndolo en potencial víctima para abusos, robos y agresiones. No es de extrañar, pues, que a la burundanga también se le conozca como el “polvo zombi”, por anular la capacidad volitiva de las personas.

 

Una droga que aparece citada, cada vez con mayor frecuencia, en la información de Sucesos de los periódicos, vinculada a abusos sexuales y violaciones. Una droga, insistamos en ello, sobre la que circulan muchas leyendas urbanas que la convierten en una sustancia situada entre lo fantástico y lo metafísico.

 

“¿Llevamos burundanga? (…) Tengo reinoles tiraditas de precio. Para las violaciones”.

 

Éste es uno de los mensajes compartido en el grupo de Whatsapp “Veranito”, creado por los integrantes de la autodenominada Manada que hace un año violaron a una chica en San Fermín. Presuntamente. Otra perla de dicho chat: “Hay que empezar a buscar el cloroformo, los reinoles, las cuerdas… para no cogernos los dedos porque después queremos violar todos”.

Esto no es leyenda urbana. Esto forma parte del sumario judicial instruido a un grupo de individuos, entre los que figuraban un militar y un guardia civil, que hablaban de violaciones, robos y tiros en la rodilla con la misma naturalidad con la que en otros grupos se habla de fútbol, política o del tiempo que hará durante las vacaciones.

 

Las reinoles a las que aluden los integrantes del repugnante grupo hacen referencia, en jerga, al Flunitrazepam, un fármaco hipnótico muy potente de la familia de las benzodiacepinas y cuyo uso médico nunca llegó a ser aprobado en Estados Unidos… por su utilización como droga para cometer violaciones durante los años 90 en áreas de Florida y Texas.

 

Estas drogas tienen, además, otra propiedad que las hace extremadamente peligrosas: su efecto es rapidísimo, casi instantáneo, y su rastro desaparece igualmente pronto, a través de la orina. En concreto, la Burundanga resulta indetectable a las pocas horas de haber sido consumida. Y el Flunitrazepam, en menos de un día, lo que hace muy complicado a las víctimas probar que han sido drogadas y, por tanto, abusadas.

 

Resulta llamativo que la literatura negra contemporánea haga tan poca referencia a este tipo de drogas. Es posible que el Efecto Leyenda Urbana disuada a narradores y novelistas de usar la burundanga como recurso argumental o temático en sus obras. Que tengan la sensación de que no es creíble. O, quizá, es que todos hemos empleado alguna vez la excusa del “me echaron algo en la bebida” y, como no nos lo creemos ni nosotros mismos, pensamos que tampoco resultará verosímil en una novela.

He encontrado referencias a la burundanga en dos novelas españolas contemporáneas. En “Las flores no sangran”, del gran autor canario Alexis Ravelo; y en la recién publicada “Las lágrimas de Claire Jones”, la vuelta de Berna González Harbour a uno de sus personajes de cabecera: la inspectora María Ruiz.

 

De la novela de Alexis ya hablamos en su momento, largo y tendido en este enlace. Así que vamos a centrarnos en la historia de la joven, bella y desdichada Claire, una joven de ascendencia inglesa a la que encontramos viva y muerta, a la vez, en la más reciente novela de Berna.

 

Porque el argumento de “Las lágrimas de Claire Jones” transcurre en diversos arcos temporales diferentes y, al mismo tiempo que descubrimos el cadáver de Claire, tendremos ocasión de conocerla, escucharla y de sentir como propias sus dudas y sus zozobras. Porque Claire es una chica vapuleada por la vida y que, a merced de las circunstancias, está sola. Y abandonada.

Claire es uno de los grandes personajes trágicos de la novela negra española contemporánea. Una de esas víctimas cuyo cadáver, lleno de vida, se erige en protagonista de la narración. Y mira que Berna González Harbour nos devuelve al universo policial de María Ruiz y el comisario Carlos. Y al de Luna, ese periodista en proceso de transformación digital. Pero la grandeza de esta novela es que unos personajes ya conocidos por el lector y consolidados en el universo del Noir español, se ponen al servicio de Claire, para contar una historia con muchos filos y diferentes ángulos temáticos y estilísticos.

 

No les voy a contar de qué va “Las lágrimas de Claire Jones”, aunque algunas pistas ya les he dado. Solo les diré que estamos ante una novela en la que nada es lo que parece y cuyo eje temático fundamental es la pérdida. En el más amplio sentido de la expresión. Porque todos los personajes de esta novela han perdido algo de su vida. Algo importante. Tanto que los convierte en miembros de una cofradía tan apócrifa como esencial.

 

Los aficionados al Noir estamos de enhorabuena. Ha vuelto Berna González Harbour. Y lo hace con una novela radicalmente contemporánea, que se mete entre los intersticios de la sociedad española del momento a la vez que bucea en un episodio muy desconocido de nuestra historia, con los cuáqueros como protagonistas.

¿Se puede construir una novela negra, española y excelente, con la pérdida como eje central y que incluya a los cuáqueros y a la burundanga? Créanme: es posible. “Las lágrimas de Claire Jones” es la prueba. Léanla este verano y lo comentamos a la vuelta, que somos muy de Berna y hemos hablado antes de sus novelas «Los ciervos llegan sin avisar», y de «Verano en rojo».

 

Jesús Lens

NIN, Reznor y Ross: música Tétrico-Noir

En la vida de todo seriéfilo, cinéfilo y aficionado al género negro hay un antes y un después del episodio 8 de la nueva temporada de “Twin Peaks”. Nunca se había hecho nada igual. Se trata de una hora de fascinante ida de olla, en el más estricto sentido de la expresión, en la que pasan un montón de cosas aunque, en realidad, no ocurre nada. Narrativamente hablando.

El episodio 8 de “Twin Peaks” obliga al espectador a posicionarse, fervientemente a favor o iracundamente en contra. No caben medias tintas, que para David Lynch y para Mark Frost, la virtud jamás puede estar en el término medio.

 

El episodio 8 es una concatenación de secuencias oníricas, recreaciones pictóricas y personajes surgidos de un surrealista Más Allá en el que la música, como en todas las películas y series de David Lynch, desempeña un papel esencial. Y, como no podía ser de otra manera, el grupo que protagoniza la actuación musical de este capítulo, histórico y memorable, de la historia de la televisión es Nine Inch Nails.

 

Hablar de NIN es hablar de su fundador y único miembro oficial de la banda, el fascinante y camaleónico Trent Reznor, en su quíntuple función de productor, cantante, compositor, multiinstrumentista e ingeniero de sonido.

 

Hablamos de una de las grandes bandas de rock industrial de los años 90, la década prodigiosa del metal norteamericano, y cuya impronta permitió la aparición de otros grupos míticos e icónicos como Marilyn Manson, con tantas vinculaciones estéticas y temáticas con lo más oscuro y terrorífico del Noir norteamericano.

 

Discos como “The Downward Spiral” o “The Fragile”, que ocupan la cúspide de la escena musical de los 90, permiten múltiples reinterpretaciones y adaptaciones para sus presentaciones en directo, que NIN es un grupo abierto y en permanente estado de cambio y adaptación. De esa manera, era inevitable que Reznor llegara al cine. Y lo hizo por la puerta grande, en 1997, cuando produjo la banda sonora de la película “Lost Highway”, dirigida por David Lynch.

 

“Carretera Perdida” es una de las obras maestras del cineasta. Una película extraña, conceptual y aterradora, en la que los mismísimos Marilyn Manson aparecían brevemente en pantalla, como protagonistas de la filmación de una siniestra película pornográfica. Ahí estaba ya todo lo malsano y lo onírico, lo extraño, lo paranoico y lo radical del mejor cine de Lynch, cuya simbiosis con Reznor resultó de lo más estimulante. No es de extrañar, pues, que haya recurrido a él como fetiche para ese episodio número 8 de la vuelta de “Twin Peaks”, magno evento del que ya hablamos en esta sección hace unos meses. (Leer AQUÍ)

 

También hablamos en esta página de la vinculación de Reznor con el séptimo arte, Óscar incluido. (Leer AQUÍ) Y es que, tras su colaboración con Lynch, el definido como “el artista más vital de la música” por la revista Spin siguió trabajando para cineastas tan interesantes como David Fincher, de la mano de su socio creativo y alter ego musical: Atticus Ross, otro músico visionario, ingeniero, productor y programador vinculado a proyectos de músicos tan icónicos como Zach de la Rosa (RATM) o de grupos míticos como Jane’s Addiction.

 

Ross, que también aparece en el tan nombrado Episodio 8, debutó en el cine como compositor de la banda sonora de una excelente película distópica, “El libro de Eli”. Y, ya con Reznor, trabajó en la oscarizada “La Red Social”, en “47 Ronin” y en “Perdida”, también dirigida por David Fincher y oscura e inquietante muestra de Domestic Noir que convierte en escenario de pesadilla a los habitualmente cálidos y amables barrios residenciales de las ciudades de Estados Unidos.

 

Y así llegamos a este 2017. Al estreno de “Día de patriotas”, actualmente en cartelera. Se trata de una interesantísima película de Peter Berg protagonizada por Mark Whalberg en la que se cuenta el atentado de Boston de 2013, cuando dos terroristas detonaron sendas bombas durante el transcurso de su internacionalmente famosa maratón.

En realidad, lo más interesante de la película es la investigación posterior al atentado y la caza del hombre desatada en una ciudad aterrorizada que busca a los asesinos en los suburbios y en los barrios residenciales de Boston. Y precisamente ahí es donde vuelven a entrar en juego Reznor y Ross, que han compuesto una banda sonora extraordinaria, al pelo con las imágenes que vemos en pantalla.

 

Porque la clave de una buena banda sonora no radica, solo, en la calidad de la música, sino en que esté al servicio de la historia. Que contribuya a generar atmósferas. Que sirva para mostrar el estado de ánimo de los personajes. Que genere tensión dramática. Que lleve en volandas a los protagonistas en las escenas de acción. Pero sin que se note. Sin que resalte. Sin que se haga explícita. Al menos, hasta los títulos de crédito.

 

En todo ello, la banda sonora de “Día de patriotas” es modélica y ejemplar, con el tono justo en cada momento. Y no era fácil, que la película es larga y con momentos muy diferentes, desde la presentación de los personajes, en el primer cuarto; al impacto de las explosiones, el duelo por las víctimas y, finalmente, la investigación y la persecución de los sospechosos, larga y brillantemente contada.

 

Hay que destacar el tratamiento de los personajes de los terroristas: dos jóvenes e inexpertos, atolondrados y torpes; que en el secuestro de un joven asiático muestran su impericia y falta de preparación, lo que los aleja de esos supervillanos a los que Hollywood nos tiene tan acostumbrados.

Una muy buena película que prueba que la música es elemento imprescindible de la narración audiovisual y una muestra más de que Trent Reznor y a Atticus Ross son dos de los grandes referentes del cine negro del siglo XXI.

 

Jesús Lens

Coches rápidos y música alta

“Baby Driver” es una apreciable película de 115 minutos de duración que hubiera sido mejor si durara 10 minutos menos. De hecho, habría llegado a ser realmente notable si su director se hubiera ceñido a los famosos tres rollos del cine clásico: aquellos ya olvidados 90 minutos a los que los grandes maestros solían ceñirse. Con notable aprovechamiento, por cierto.

Porque la cañera “Baby Driver” comienza a toda mecha, sigue a velocidad de crucero y termina derrapando y aburriendo al respetable al enrollarse sobre sí misma a base de escorzos e innecesarios giros del guion.

 

Edgar Wright, vigoroso director y guionista de la cinta, bien debía saber que “Baby Driver” es un poderoso ejercicio de estilo en el que el desarrollo de los personajes, más que secundario, resulta intrascendente. Que el protagonista tiene empaque suficiente como para sostener toda la historia sobre sus hombros.

¿Quién se acuerda, así a bote pronto, de los malos de “Bullit”, “Drive”, “Heat” o “The Driver”, películas que tanto tienen que ver con ésta? Sí. Hablamos de conductores. Y de coches, motos y persecuciones. De atracos. De música. Y de estilo. De clase. De presencia y de prestancia.

 

Resumiremos “Baby Driver” diciendo que el chaval al que hace referencia el título es un joven y experto conductor que trabaja en los sofisticados atracos que diseña Kevin Spacey. Un joven que, por un accidente del pasado, tiene una afección auditiva: le pitan continuamente los oídos. De ahí que siempre escuche música. Y ya.

 

Porque todo lo demás que contemos sobre el argumento carece de importancia. La clave está en la conducción a toda velocidad, en las maniobras imposibles que realiza Baby, brillantemente interpretado por Ansel Elgort, para burlar a sus perseguidores y en la música que escucha.

Que sí. Que hay una chica. Y un puñado de malotes. Y planes que salen bien. O no. Pero que conceptos como “tensión dramática” o “desarrollo de los personajes” no aplican en la película como para alargarla hasta las dos horas de duración.

 

Recordemos que el “Drive” interpretado por Ryan Gosling apenas llegaba a los 100 minutos. Y en la cinta de Nicolas Winding Refn sí había drama. También es verdad que el protagonista era tan lacónico que al guionista le costaba meter líneas de diálogo en el libreto, pero estamos ante una cinta extraordinaria que va al grano y no se embarulla innecesariamente, solucionando las cosas a base de martillazos cuando resulta necesario.

Walter Hill, por su parte, contó la historia de “The Driver” -hay que destacar la originalidad de los títulos de películas protagonizadas por conductores- en una hora y media exacta. Más que suficiente para que Ryan O’Neal ponga en jaque al policía interpretado por Bruce Dern e, incluso, para tontear con la enigmática jugadora interpretada por Isabelle Adjani.

Obviamos en esta entrega de El Rincón Oscuro al “Taxi Driver” de Scorsese, por mucho que Robert de Niro bordara a Travis y que, en su proceso de identificación con el personaje, obtuviera la licencia de taxista y ejerciera como tal en las calles de Nueva York, experimentando el estrés y la soledad que debe producir conducir en la jungla urbana. La cinta es bien negra, pero no hay persecuciones, atracos ni nada por el estilo.

Así que nos vamos a centrar en “Bullit”. Por varias razones. En primer lugar, por el carisma de Steve McQueen. Que no voy a ser tan osado como para comparar al Elgort de “Baby Driver” con él, pero que le da un aire. Y que su interpretación es un homenaje al maestro.

 

En segundo lugar, por las persecuciones. Que mira que es difícil que las escenas de acción del cine analógico puedan seguir pareciendo majestuosas en la era de los efectos digitales, pero la secuencia del Mustang lanzado a toda velocidad por las calles de San Francisco impresiona hoy tanto como en 1968.

Y luego está la cuestión de la música. Que la banda sonora de Lalo Schifrin forma parte esencial de nuestra vida cinéfila y no se puede entender la película sin la música, binomio inseparable y enriquecedor, modelo de cómo el séptimo arte debe compendiar a todas las demás.

 

Y es que, efectivamente, la clave de “Baby Driver” está en la música. Además de en las calles de Atlanta, un refrescante cambio de ambiente urbano, que Nueva York y Los Ángeles ya están muy vistas. La clave está en la música y en esos auriculares que Baby no se quita ni para dormir. Y en los efectos de sonido, Dolby Digital Surround… en riguroso estéreo.

 

Quedémonos con dos de las canciones que componen una banda sonora apabullante y espectacular: la vibrante “Bellbottoms” de Jon Spencer Blues Explosion que suena al principio de la película y le da el tono a la cinta. Hay que destacarla porque es un temazo… y porque está en el origen de “Baby Driver”, una película que su director ha tardado veinte años en filmar. Los veinte años que han transcurrido desde la primera vez que escuchó la canción en cuestión y soñó con verla en el cine.

Y está “Easy”, de Lionel Ritchie -interpretada por Sky Ferreira para la BSO- y que yo conozco en la versión que Mike Patton grabó como cierre amable y sosegado del descomunal “Angel Dust”, disco capital de una banda histórica del metal de los 90: Faith no more.

 

En estos días abrasados por el calor y la canícula, no es mal plan ver “Baby Driver” en una sala climatizada, con el sonido a todo volumen. ¡Sobre todo porque entre los malos, junto a Jon Hamm y Jamie Foxx, está el mismísimo Flea, mítico bajista de los Red Hot Chili Peppers!

 

Jesús Lens

Matar en los Festivales

Hubo un tiempo en que había escritores adscritos al Noir que hubieran matado por participar en determinados festivales literarios dedicados al género negro y criminal. De un tiempo a esta parte, sin embargo, hay tantos festivales que Nieves Abarca ha preferido matar a los escritores que participan en los mismos. Literariamente hablando, por supuesto.

Le pregunto a Nieves por el asunto y me responde lo siguiente: “La idea principal era someter a los escritores a las mismas torturas a las que ellos someten a los personajes. Cómo reaccionarían los escritores ante la realidad de lo que ellos escriben. Qué ocurriría si, en unas jornadas negras, los escritores pasaran por lo mismo que escriben. Y de paso denunciar a los plagiadores y a los farsantes, que hay mucho de eso”. ¡Ahí queda eso!

 

Su novela “Los muertos viajan deprisa” (Ediciones B), escrita a cuatro manos junto a Vicente Garrido, comienza con la violación y asesinato de Cecilia Jardiel, joven escritora que viaja en el conocido como Tren Negro camino de Gijón, donde precisamente estos días se celebra la trigésima edición de la mítica e imprescindible Semana Negra.

Meses después, justo antes de la inauguración de la primera edición de A Coruña Negra, otro conocido escritor noir es asesinado en su habitación del hotel coruñés que acoge a la flor y nata de las letras policíacas españolas. En este caso, el sadismo empleado roza lo inconcebible, dado que el asesino utiliza un antiguo objeto empleado por la Inquisición en sus interrogatorios.

 

La inspectora Valentina Negro y el criminólogo Javier Sanjuán serán los encargados de investigar el caso, hilo narrativo principal de una novela con muchas ramificaciones y que conecta con los grandes thrillers internacionales sobre asesinos en serie y desequilibrados mentales aquejados de gravísimas patologías, un tema poco tratado en la literatura española contemporánea.

 

Poco tratado con solvencia y profesionalidad, quiero decir. Que asesinos en serie de ficción hay muchos, pero creíbles y documentados, bien trazados y mejor desarrollados; apenas existen.

 

Y es que Nieves Abarca y Vicente Garrido tienen el suficiente bagaje cultural y formativo, además de experiencia laboral y vital, como para no tomar el nombre del serial killer en vano. Que, como en el caso de la obra de Bernard Minier, sus asesinos seriales son tan terriblemente creíbles que, cuando estás leyendo sus novelas, sospechas que cualquier persona de tu entorno -sobre todo las más simpáticas, hacendosas y agradables- pueden ser unos despiadados carniceros.

Pero hoy quiero destacar las dosis de humor y vitriolo que el tándem Abarca-Garrido imprime a “Los muertos viajan deprisa”, riéndose a mandíbula batiente del postureo que existe en la feria de las vanidades literarias de este país, haciendo coincidir en A Coruña Noir a escritores, editores, lectores, mecenas, empresarios, libreros, periodistas y blogueros; un cóctel potencialmente más letal y dañino de una bomba de Goma 2.

 

¿Quieren ustedes saber qué se mueve entre bambalinas, en determinados festivales literarios? Lean “Los muertos siempre viajan deprisa” y, cuando en un programa vean cenas de gala, anuncios de grandes premios, lujo, fastos y oropeles… ¡desconfíen! Que los buenos festivales son abiertos, populares y maridan con buena cerveza fría. Y si es una Cerveza Alhambra Especial, una Alhambra Roja o una Milnoh, ni les cuento.

 

Leyendo esta novela me acordé de títulos míticos de Manuel Vázquez Montalbán como “Asesinato en Prado del Rey y otras historias sórdidas” o “El premio”, de la que el propio autor dijo que es “una sátira del mundo literario, yo incluido”. Efectivamente, como MVM no tuvo empacho en reconocer, “se trataba de dar una mirada al entorno de los premios literarios, a esos otros héroes contemporáneos que son los financieros, que encuentran en el premio una coartada para limpiar su imagen”. Teniendo en cuenta que se publicó en 1996, no parece que las cosas hayan cambiado tanto, ¿verdad?

En ocasiones, Vázquez Montalbán utilizaba a Carvalho para cobrarse íntimas venganzas por afrentas recibidas, por ejemplo, con la penosa adaptación a la televisión de sus novelas. Así nació “Asesinato en Prado del Rey y otras historias sórdidas”, que el autor presentaba haciendo esta preclara declaración de intenciones: “Cualquier parecido entre los personajes de esta novela corta y personajes de la realidad es responsabilidad de la intención del lector. A mí que me registren, aunque cuando se escribe en clave de divertimento la parodia lleve inevitablemente a una cierta impresión de caricatura de rostros y espíritus realmente existentes”. ¿Queda o no queda claro?

Pero volvamos a Gijón y a su imprescindible Semana Negra, que hoy está justo en su ecuador. Recordemos que, en 2007, uno de los grandes maestros del género negro patrio, Andreu Martín, publicaba “El blues de la semana más negra” en Edebé, dentro de la colección “Asesinatos en clave de jazz”, un fascinante maridaje literario musical en el que el libro iba acompañado del disco de Dani Nel.lo, un excepcional saxofonista muy vinculado a los ambientes negro-literarios de Barcelona.

La novela de Martín es un homenaje a una de las citas literarias capitales del calendario cultural español, con la participación de personajes como Paco Ignacio Taibo II, creador de Semana Negra y director de las misma hasta hace pocos años, o de Paco Camarasa, el famoso librero de la Barceloneta que ha sido, además, comisario de BCNegra, otra de las citas imprescindibles del noir en España. También aparecen Alejandro Gallo, escritor y jefe de la policía local de Gijón y mi querida Cristina Macía, una de las grandes activistas culturales de este país.

Si no pueden ir a Semana Negra estos días, maten el gusanillo leyendo novelas que transcurren en ambientes literarios. Y, a primeros de octubre, vengan a Granada Noir, a comprobar en primera persona qué hay de cierto en lo que cuentan autores imprescindibles del género como Martín, Abarca o Garrido.

 

Jesús Lens

El hundimiento de House of Cards

¿Y si ser presidente de los Estados Unidos estuviera sobrevalorado? Partamos de esta premisa para hablar de la serie “House of cards”, cuya quinta temporada he devorado en los últimos días. Un auténtico empacho que me ha dejado una cierta acidez estomacal.

Para la mayoría de críticos de televisión, la serie “House of cards” empieza a hacer honor a su propio título, desmoronándose como el castillo de naipes al que se refiere el original en inglés.

 

Básicamente, dicen, los personajes de Frank y Claire Underwood son insostenibles -como si los asesinatos de Zoe Barnes o de Peter Russo no lo hubieran puesto de manifiesto, desde el principio de la serie- y ya cansan, convertidos en una parodia de sí mismos.

Es cierto que los guionistas y directores de la serie, empeñados en mostrar a los Underwood en la Casa Blanca como a las dos caras de una misma moneda, reflejándose el uno en el otro a modo de espejo; llegan a hacer piruetas formalistas y escorzos gestuales que pecan de teatralidad. Pero, más allá de eso, Frank y Claire son tan poco creíbles ahora como lo eran antes.

 

El camino del héroe siempre es más interesante cuando está en la carretera que cuando llega a su destino y, quizá por eso, desde que se instalaron en la ansiada Casa Blanca, los Underwood han perdido el favor de la crítica. Sin embargo, la quinta temporada de la serie nos ha ofrecido hilos argumentales lo suficientemente interesantes y atractivos como para que, quienes piden la eutanasia para la serie, se lo piensen dos veces.

 

En primer lugar, tenemos una trama sobre cómo los centros de datos y los robots influyen en el voto de los electores, partiendo de un depurado análisis del Big Data. ¿Les suena de algo? Pues la serie explica, con pelos y señales, cómo funciona el tinglado. Incluyendo las noticias falsas y los sistemas de espionaje de la NSA.

También hay un robo de elecciones en el que el nombre del mismísimo Al Gore no es tomado en vano. Y es que a mí, el tactismo de los Underwood y su encarnizada lucha por aferrarse al poder me parece muy de documental de La2. ¡Como lobos! ¡Como alimañas! Algo ciertamente salvaje.

 

Además, tenemos la guerra de Siria y los conflictos con un presidente ruso extremadamente autoritario, empeñado en influir en los asuntos internos de USA. Una Siria en la que se prevé un hipotético ataque con armas químicas, lo que obligaría a los EE.UU. a intervenir directamente en el conflicto. Lo cuál puede ser rentable -o no- electoralmente hablando. Y ése y solamente ése es el argumento que manejan los candidatos. El del rédito electoral.

 

El mismo rédito que daría la captura -o no- de un peligroso terrorista de un grupo tan parecido a ISIS que da miedo. Y es que la expresión “todo es política” nunca tuvo tanto -y tan siniestro- sentido como en “House of cards”. ¿Se acuerdan de este artículo de El Rincón Oscuro sobre cómo se retroalimentan la realidad y la ficción?

En el posible ataque con armas químicas en Homs se aprecia la larga mano de una agregada comercial que, interpretada por Patricia Clarkson, tiene gran protagonismo en la última entrega de “House of cards”. Una tipa siniestra que demuestra que, en democracia, los cargos más importantes no pasan necesariamente por las urnas.

House Of Cards Season 5

Y, si no, que le pregunten al otro nuevo gran personaje de la serie: Mark Usher, interpretado por Campbell Scott y cuyo parecido con Macron va más allá, mucho más allá de lo puramente físico. Y no tengo que recordarles que Macron, además de arrasar en las presidenciales francesas, ha conseguido la mayoría absoluta en las legislativas. ¡Él solito! Sin partido tradicional que le amparase.

Y luego está la otra gran trama de la serie. La que, para mi gusto, le da su grandeza: la periodística. Porque, desde el primer capítulo, la relación de amor-odio entre el periodismo y la política está en el centro de la historia. Primero fueron Frank y Zoe, utilizándose mutuamente. Y ya sabemos quién salió malparada de dicha entente, ¿verdad?

 

Después está Janine, la mentora de Zoe. Que su destino, por el momento, tampoco resulta de lo más prometedor. ¿Y qué me dicen de Lucas Goodwin? No. No es fácil la vida para los periodistas del Washington Herald. Menos mal que nos queda Tom Hammerschmidt, uno de los pocos que parece saber lo que se hace. Y cómo debe hacerse. Porque jugarse los cuartos con los Underwood…

 

Y están los lobistas. Y los congresistas. Y los viejos amigos de la infancia. Y los jefes de gabinete. Y ese novelista que tampoco tiene ni idea de dónde se ha metido. Porque “House of cards” es un inmenso universo repleto de planetas, estrellas y satélites que orbitan en torno a ellos.

Si los creadores y showrunners de “House of cards” son listos, deben convencer a los productores -entre los que están las propias estrellas de la serie, Kevin Spacey y Robin Wright- de dar más protagonismo a esos nuevos personajes e hilos argumentales. Son tan interesantes y preclaros, y están tan apegados a la actualidad, que impresionan su clarividencia y su capacidad de anticipación.

 

Si no, efectivamente, casi mejor retorcerle el pescuezo al culebrón, y evitar que siga retorciéndose sobre sí mismo.

 

Jesús Lens