SERIAL VERANIEGO

«Esos dos gilipollas que atraviesan las calles con una mochila a la espalda somos el hombre invisible y yo. Yo soy el más alto, claro, y el más gilipollas, de otro modo no se me habría ocurrido sacar al crío de su campamento de Bilbao, adonde lo había enviado la hortera de su vieja para aprender inglés (inglés en Bilbao, tócate los cojones). Esos dos gilipollas se dirigen a una piscina municipal que queda a seis o siete calles no porque les gusten las piscinas, las odian, sino porque hay que matar las horas y los días que quedan para que se restablezca la normalidad…»

 

De lo mejor de El País de este agosto es el serial que, bajo el título de «Me cago en mis viejos», nos tiene en vilo, desde el día 1.

 

El fragmento de ahí arriba se corresponde al día 27. Y el tal Carlos Cay, de existir, nos tiene a todos soliviantados.

 

No sé si están siguiendo el serial. AQUÍ tienen el resto de la entrega del día 27 y enlaces con todo el resto de jornadas. Incluidas las del año pasado.  

 

Consejo de amigo… no se lo pierdan.

 

Jesús Lens.

EL BESO DEL VIAJERO

Dedicado a Silvia y su Caracolillo,

a punto de emprender un precioso y emocionante viaje.

Con todo cariño.

 

 

 

Hoy publica IDEAL este cuento, El Beso del Viajero, también dedicado a quiénes estos días van y vienen por esos mundos, viajando, en el mes nómada por excelencia.

 

La leyenda del conocido como Beso del Viajero está documentada, por primera vez, en la tradición cristiana de las Cruzadas, aunque en realidad hunde sus raíces en el pasado más remoto ya que, desde que el hombre es hombre, se ha embarcado en peligrosos y complicados viajes que le han hecho evolucionar, desarrollarse y llegar a convertirse en lo que hoy es.

 

Cuenta la historia que un niño llamado David Delacroix se enroló en una de las expediciones militares que, desde el sur de Francia, partieron hacia Tierra Santa para librar a Jerusalén del poder de los infieles. En el año 1212, después de que varias Cruzadas anteriores hubieran fracasado, se desató una especie de fiebre o locura según la cuál, en la raíz de las derrotas cristianas estaba la falta de pureza e inocencia de los cruzados, de forma que únicamente un ejército de soldados puros estaría capacitado para reconquistar Jerusalén.

 

En ese momento de efervescencia puritana, surgió un predicador de sólo doce años de edad que organizó la que se llamaría Cruzada de los Niños, en la que miles de imberbes partieron de Francia para iniciar una travesía marítima que les habría de llevar a Tierra Santa. En realidad, la mayoría nunca llegó siquiera a desembarcar en sus puertos de destino, dado que los capitanes de los barcos prendieron a los niños y los vendieron como esclavos por diferentes puntos del norte de África.

 

Uno de esos niños fue el pequeño David, que daría con sus huesos, junto al de otro puñado de jovenzuelos, en una desértica ciudad perdida de Mauritania, construida en adobe, de la que era imposible escapar, sencillamente, porque no había a dónde ir, una vez traspasados los gruesos muros que la defendían.

 

Nacido en la húmeda y verde Bretaña, David creyó morir cuando lo arrojaron al secarral en que residía el sátrapa que le había comprado como esclavo. Pero siendo tan joven como vitalista y entusiasta, no se dejó invadir por la desesperanza y, casi sobre la marcha, empezó a discurrir la forma de escapar de allí y volver a casa.

 

Los pobres chicos que le acompañaban en su encierro, sin embargo, sí se mostraron mayormente tristes y abatidos. Y David decidió aprovecharse de ello: a través de sus ojos vivaces, de la chispa de su mirada, se ganó la confianza de la señora de la casa, que no podía soportar el aspecto de corderos al borde del degüello del resto de los nuevos esclavos.

 

David se convirtió en el favorito de la señora, erigiéndose en el preceptor de sus hijos y, como recompensa por su trabajo, esfuerzo y dedicación, tenía permiso para comer los mejores manjares y beber toda el agua que se le antojara. Además, tenía acceso a la pequeña, pero completa biblioteca del señor. No por casualidad, cuando estaba solo, subrepticiamente, se dedicó a estudiar con ahínco los libros de geografía de la zona y, sobre todo, los mapas que señalaban en qué puntos había agua, dónde las caravanas podrían abastecerse.

 

Hasta que, un día, se sintió preparado para emprender la fuga. Como bien sabía David, escapar de la estancia no era complicado. La vigilancia más estrecha se hacía sobre los establos en que se albergaban los camellos que se empleaban para el transporte de personas y mercancías por el desierto. Sencillamente, nadie en su sano juicio emprendería el camino a pie.

 

Y, sin embargo, las ganas de huir de David estaban por encima de cualquier juicio, prudencia o frío análisis de la situación. Por eso, cuando cayó la noche más oscura sobre el desierto, una de esas noches sin luna en las que nada se ve a un metro de distancia y sin haberles avisado previamente, para evitar delaciones, el aguerrido muchacho bretón convocó a sus compañeros de infortunio y les alentó a fugarse con él. Quizá por la sorpresa, seguramente por la rapidez en que se vieron obligados a tomar la decisión, todos aceptaron.

 

Sin titubeos, mostrándose seguro de sí mismo, David condujo a los chicos a través del desierto, alejándose lo suficiente de las vías de comunicación establecidas en los mapas como para no ser descubiertos por sus captores, pero manteniendo un rumbo fijo y paralelo a las mismas, caminando de noche y descansando de día.

 

Mejor alimentado que los demás, a medida que los rigores del camino empezaron a pesar en el ánimo de los jóvenes en marcha, David se sentía en la obligación de alentarles, animarles y convencerles de seguir adelante. Por eso era habitual verle acercar sus labios a sus oídos y susurrarles palabras de apoyo, apelando al recuerdo de sus familias y sus lugares de origen. Y cada vez que hacía ese gesto, era como si depositara un beso en la mejilla de los esforzados cruzados del desierto.

 

Sabiendo que, si iban al primer pozo de los señalados en los mapas caravaneros se encontrarían allí a sus captores, esperando tranquilamente a prenderles, David condujo a su ejército de derrotados infantes, directamente, al segundo de los abrevaderos. A nadie se le habría ocurrido pensar que dicha idea fuese siquiera planteable ni, desde luego, remotamente ejecutable.

 

Y, sin embargo, paso a paso, palabra a palabra; los que parecían niños demostraron ser más fuertes y duros que los más talludos guerreros del desierto. Y gracias a esas palabras que David dejaba caer en los oídos de sus compañeros, a esos aparentes besos viajeros que depositaba cariñosamente en sus mejillas; consiguieron arribar al segundo pozo, donde se encontraron con una caravana de comerciantes que, impresionados y conmovidos por la gesta de los Niños Cruzados, les acogieron y protegieron como si fueran sus hijos.

 

Cuando los jóvenes arribaron a Francia y regresaron a sus localidades de origen, todos contaron cómo consiguieron sobrevivir gracias a aquellas palabras, a aquellos besos que David les iba dando cuando las cosas se ponían mal.

 

Desde entonces, cuando un viajero se aprestaba a iniciar su periplo, la gente que le quería y le apreciaba le cogía en un aparte y, dándole los últimos consejos, bendiciones y parabienes de forma íntima y silenciosa, sellaba su despedida depositando sus labios, con ternura, en su mejilla, dándole ese Beso del Viajero que ya es leyenda.

 

Un beso noble. Bienintencionado, cariñoso y cargado de sentido. Un beso para bendecir el camino del viajero.  

 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

LA RAZÓN

Esa noche había puesto «Inland empire», de David Lynch, en el DVD. Aguanté despierto la primera hora. Después… no lo pude evitar. Cerré los ojos sólo un momentito… y Morfeo se adueñó de mí.

 

Tras lo que yo hubiera jurado que apenas habían sido unos minutos de sueño reparador, me despertó el estrépito de la maldita televisión. La película había terminado, el DVD se había apagado y la tele, que seguía encendida, se había conectado a alguno de los cutrecanales locales.

 

Medio adormilado aún, esperando encontrarme con el careto del alcalde o el de algún otro preboste de la ciudad, me fijé en las imágenes que proyectaba la caja tonta. Y no di crédito a lo que veía.

 

¡Aquella era mi casa!

 

Me froté los ojos y, de un salto, me incorporé del sofá. A través de la pantalla podía ver mi buganvilla y, justo delante, a un bombero, sosteniendo con fuerza una manguera de la que emergía un potente chorro de agua.

 

Cambió la panorámica de la cámara.

 

Enfocó a la puerta de la casa, a través de la que salía una notable cantidad de humo. Y, de repente, un sanitario salió de dentro, arrastrando una de esas camillas con ruedas. Sobre ella, a un tipo moreno le habían puesto una mascarilla. Los rostros del resto del séquito que salía del interior de mi vivienda no hacían presagiar nada bueno.

 

Y en ese momento, cuando inspiré profundamente para llenar los pulmones de aire, intentando contener la ansiedad que me invadía, lo noté.

 

Olía a quemado.

 

Entonces lo comprendí: una vez más me había quedado dormido, viendo una película, mientras me fumaba ese maldito cigarro por el que ella tantas veces ella me había regañado, antes de abandonarme, llevándose consigo a los niños, tras nuestra enésima bronca por mi afición al vodka y al tabaco nocturnos.  

 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.          

ALUSIVO MICRORRELATO

Y cuando salí de casa, para ir a trabajar, el ascensor todavía seguía allí.

 

Hay mañanas, como la de hoy, en que me siento mal.

 

O bien, depende.

 

Porque mis vecinos de al lado no están. Y salí de casa para ir al curro. Y allí estaba, en el cuarto piso, el mío, el ascensor.

 

O sea que, de mi bloque, fui el último en recogerme por la noche… y he sido el primero en activarme por la mañana.

 

¿Como el Dr. Jeckyll y Mr. Hyde? ¿Como un buen Géminis? ¿Cómo las dos caras de una moneda?   

 

Espero que sea sólo cosa del verano…

 

Jesús Lens, combatiendo con mucha calle las vacaciones de los demás.

ELLA

¡Qué bien! IDEAL publica hoy mi relato veraniego que, recordando al clásico de aventuras que tanto me gustaba cuando era pequeño, titulé sencillamente ELLA. A ver qué os parece, que ya hay una buena y sabrosa discusión montada en torno a él…

 

Muchas personas se consideran a sí mismas como amantes de las cosas bellas. Yo lo soy. Desde mi más tierna infancia, siempre me he dejado seducir por ella. Empecé por aprender a reconocerla, algo mucho más complejo de lo que se pueda imaginar. Seguí por aprender a cultivarla, rodeándome de ella siempre que me era posible, lo que tampoco era fácil. Hasta que dejé de resignarme y me decidí por buscar, pelear y hacerme, también, con lo imposible.

 

Me hice selectivo y exigente. Pero cuando me encontraba con una muestra de auténtica, sorprendente y cautivadora belleza, no la dejaba escapar. Habitualmente identificamos la belleza con el arte. Pero va más allá. Mucho más allá. Para un ojo avezado y un gusto entrenado, la belleza puede aparecer representada por el aroma de un vino rojo sangre, por la luz de un atardecer en la montaña o por el eco de una guitarra que se pierde en la lejanía.

 

Coleccionista de estampas y de momentos, de colores y sonidos, también coleccionaba objetos, por supuesto. Y, por eso, cuando vi la gema que Raquel llevaba prendida del cuello esa mañana, sufrí una auténtica conmoción.

 

Raquel, experta gemóloga, trabajaba en un taller de joyería de la granadina calle San Matías. Como buena conocedora de mi querencia por las piedras preciosas, cuando encontraba alguna pieza que, pensaba, me podía interesar, quedábamos en algún lugar discreto de la zona y aprovechábamos la ocasión para ponernos al cabo de la calle de nuestros asuntos y nuestras vidas.

 

En aquella ocasión, sin embargo, la auténtica sorpresa no estaba en la cartera de Raquel. Esa vez, la llevaba encima. Y tuve que hacer verdaderos esfuerzos para no dejar traslucir la turbación que me invadía. Se trataba de una gema singular, no sólo por la arrebatadora hermosura de la piedra central, un trozo de ámbar milenario perfectamente tallado, sino también por la exquisitez con que venía engastada en un adorno de plata tan sencillo como hipnótico.

 

Como suelo hacer cuando viajo por un país árabe en que el regateo es la moneda de cambio en cualquier transacción, esa mañana prestaba atención a todo menos a lo que realmente me interesaba. Fingí que las dos esmeraldas que habían dejado a Raquel en su taller me interesaban sobremanera y estuve especialmente atento con ella, preguntándole por todo lo que había pasado en su vida en los últimos meses.

 

Pero sólo la gema de su cuello estaba realmente presente en mis pensamientos. Y lo peor era que, un movimiento en falso y adiós a cualquier posibilidad de echarle mano. Si Raquel, avezada en las malas artes de coleccionistas como yo, notaba que ponía el más mínimo interés en el colgante, ya podía olvidarme de hacerme con él. Al menos, de hacerme con él en unas condiciones medianamente razonables.

 

Del café mañanero pasamos a la caña de mediodía, seguida de un arroz con bogavante y un vodka helado. No podía separarme de Raquel. Y ella, extrañamente, se dejaba querer. Ambos somos personas ocupadas y, habitualmente, nuestras citas no se alargaban más allá de la hora u hora y media. Pero aquel día era distinto. De la charla intrascendente pasamos a los temas más personales y, sin solución de continuidad, a las confidencias más íntimas.

 

Cuando todavía no había caído la noche, ya estaba desabrochando los botones de la falda de Raquel, en mi apartamento, algo que jamás había ocurrido antes y que, la verdad, nunca se nos había pasado por la cabeza que pudiera pasar.

 

La contemplaba desnuda, con sólo la gema cubriéndole el cuerpo, y Raquel se me aparecía como una Diosa, voluptuosa y excitante hasta el dolor. Decir que la pasamos haciendo el amor, y que resultó una de las noches más inolvidables de mi vida… sería lo que me gustaría poder contar. Pero no fue así. Nada salió como debiera y la cama, que debería haberse convertido en teatro de nuestros sueños más lúbricos, terminó por ser el escenario de una horrible pesadilla.

 

Pero la verdadera sorpresa me aguardaba a la mañana siguiente, cuando, ojeroso y cansado, me levanté de una cama que ya parecía llevar varias horas vacía. Fui a la cocina a prepararme un café y la vi. Allí estaba. La gema. Brillando con esa singular luz propia. Y debajo de ella, una nota manuscrita:

 

«No fue culpa tuya. Ni mía. Ni de ella. De la gema. Aunque intentaras disimularlo, desde el primer momento viste que ésta es una joya muy especial. Quizá demasiado. Una joya con vida propia que exige cariño, cuidados, mimos y atención a quién la quiera poseer. No es una joya para lucir. Es para llevarla pegada a la piel, lo más cerca posible del corazón. Bien sabes que hay objetos, además de bellísimos, a los que el peso de su historia les confiere su propia identidad. La historia de esta gema es larga. Muy larga. Arrebatadoramente hermosa, trágica… preciosa. Como ella.

 

Sería absurdo intentar contarla en unas líneas improvisadas. Sólo te avanzaré que, para consumar felizmente los efectos que sentiste bajo su influjo, has de encontrarla. A la persona adecuada. La gema atrae, de forma irresistible, a todo el que la contempla. Como un imán. Pero con sólo una persona, la gema funciona como el verdadero talismán que nos gustaría que fuera. Ésa es su maldición y su condena. O su suprema bendición… si consigues encontrarla. Desde que esta joya cayó en mis manos y conocí su leyenda vengo buscando a la persona que debería sacar lo mejor de ella, provocando esa explosión de los sentidos que tú y yo presentimos anoche… para terminar desvaneciéndose como un sueño imposible. He buscado a esa persona sin descanso. Infructuosamente. Eras mi última esperanza. Te había dejado para el final. Llegó la hora del relevo. Ahora te toca a ti. Suerte.»