Elogio del Maestro

Permítanme que siga a lomos de la actualidad provocada por esa fábrica de generar ideas que ha sido #TATGranada18 (ayer escribí esto) y que me refiera a la intervención de Pedro Duque, Ministro de Ciencia, Innovación y Universidades; en la apertura del foro.

Esperemos que con el paso de los meses al frente del Ministerio no pierda su capacidad sintética y su lenguaje directo, cargado de mensajes y de contenidos, sin farfolla dialéctica ni rollo perifrástico.

Resultó emocionante escuchar al Ministro recordar cálida y cariñosamente su relación con la provincia de Granada, cuando comió fruta directamente de un árbol por primera vez en su vida, cuando caminaba por Lanjarón. Pero, sobre todo, fue muy esclarecedor el doble mensaje de todo un señor astronauta que sabe bien de lo que habla.

Primera y dolorosa verdad: cada vez que consultas algo en Google, lo más probable es que la respuesta hallada sea falsa. ¿A quién no le ha pasado, preguntarle al buscador universal por una sencilla dolencia y, a los cinco minutos, sentirse al borde la muerte? En Google se concentra lo peor del horror. No por nada en especial, sino porque nos va la marcha y, cuando las cosas salen bien y la vida va sobre ruedas, no lo contamos. Pero en cuando nos enfrentamos a una curva imprevista o un bache nos sobresalta mínimamente… ¡Ay, entonces! Errores médicos, sintomatología equivocada, un mal día del camarero, una habitación no especialmente agradable, una película que nos defrauda… ¡qué arda Troya!

Segunda e imprescindible verdad acuñada por Pedro Duque: recuerda a tus maestros. Acude a su magisterio, sapiencia y experiencia. No olvides la importancia de una institución cinco veces centenaria como la Universidad de Granada, hacia la que el Ministro mostró cariño y admiración.

E, inmediatamente después, un encendido elogio al método científico, el único posible y deseable para desterrar la superchería de nuestra vida. No a esas pseudociencias que tanto tienen que ver con los bulos y las noticias falsas, siempre susceptibles de encontrar el camino expedito de las redes sociales para su propagación vírica… salvo que luchemos decididamente contra ellas.

Jesús Lens

Jekyll & Hyde enredados

Ustedes pueden pensar que exagero si les digo que ayer fue uno de los días más excitantes del año. Y eso que el 2018 va servido de adrenalina. Pero la apertura del #TATGranada18 me dejó sin aliento, escuchando las sucesivas y complementarias ponencias de personalidades como Nathalie Picquot, Joseph E. Stiglitz o Anya Schiffrin.

La responsable de Twitter España, Nathalie Picquot, defendió la importancia de la tecnología como gran aliada de la comunicación y la transmisión de información, poniendo como ejemplo el impacto de la red social del pajarito azul en el abrumador éxito del 8M, con cientos de miles de conversaciones sobre la cuestión de la mujer. Twitter se habría convertido, así, en un altavoz para colectivos a los que, hasta ahora, les costaba más trabajo hacerse escuchar.

Por su parte, el Premio Nobel de Economía, Joseph E. Stiglitz y la especialista en medios de comunicación de la Universidad de Columbia, Anya Schiffrin, pusieron el acento en la cuestión de las noticias falsas y la infoxicación en sus imprescindibles ponencias. Y ahí es cuando las redes sociales mutan de encantador y seductor Doctor Jekyll, en un amenazante y peligroso Dr. Hyde, dado que las redes sociales son para los bulos lo mismo que el viento para un incendio forestal.

Me gustan las redes. Me encantan, de hecho. Soy un furibundo y convencido usuario tanto de Twitter como de Facebook. Y precisamente por eso considero esencial que ambas plataformas se comprometan de forma decidida en el control y erradicación de las noticias falsas.

Dicho lo cual, con la misma fuerza hay que apelar al sentido común de los usuarios y autoexigirnos rigor a la hora de decidir qué “noticias” compartimos y cuáles denunciamos por ser bulos interesados.

Si ustedes son usuarios de las redes, siéntanse concernidos por ello. Aunque sea por una cuestión de orgullo y prestigio personal: no hay nada más descorazonador que encontrarte con un amigo al que consideras inteligente y preparado compartiendo una noticia que apesta por los cuatro costados y que, en cuanto haces una sencilla comprobación rutinaria, resulta ser… un mojón.

Jesús Lens

La jauría humana

El director Arthur Penn dirigió en 1966 una película capital de la historia del cine, “La jauría humana”, protagonizada por Robert Redford y Marlon Brando, en la que se mostraba la profunda degradación de la sociedad estadounidense, un fin de ciclo que el mítico 1968 se encargó de certificar.

Dimite el recién nombrado Ministro de Cultura por sus problemas con el fisco y lo hace, según él, para evitar que una jauría destroce el proyecto de Pedro Sánchez. ¡Cuánto despecho, cuánta soberbia, en su despedida! Lo que me provoca una pregunta: ¿en qué tipo de realidad paralela viven personas como Màxim Huerta? ¿De verdad no se le ocurrió pensar que un contencioso con Hacienda, zanjado con una sanción de más de 200.000 euros, era un tema relevante? Porque no resulta creíble que Sánchez lo nombrara Ministro a sabiendas de sus “problemillas” con el erario público…

Y luego está lo de Lopetegui, Rubiales y Florentino Pérez, el impresentable presidente del Real Madrid, otro individuo que se cree con patente de corso, más allá del bien y del mal.

Me da igual qué motivó a Rubiales a tomar la fulgurante decisión de devolver a Lopetegui a España, compuesto y sin Mundial, pero su llegada a la Federación ya es síntoma de que los tiempos están cambiando y su denuncia de la contratación multimillonaria de un viaje a Rusia para el entorno federativo, realizada por el anterior presidente, buena prueba de que las cosas no van a seguir siendo como antes.

No sé si se podría haber gestionado de otra manera el contencioso con Lopetegui, pero el puñetazo que Rubiales ha dado encima de la mesa, tirando las Copas de Europa de Florentino y haciéndolas rodar por el suelo, me parece de una enorme valentía, por mucho que, para algunos, sea cuestión de ego.

Me gustaría que lo de Huerta, Lopetegui y Urdangarín sea una muestra del refuerzo de las instituciones públicas frente a los intereses personalistas de esa gente que se considera tocada por la varita de los dioses y al margen del respeto a la res pública.

No me cabe duda de que los palcos de los grandes equipos de fútbol seguirán siendo cotos privados de caza mayor y pesca de altura, pero actuaciones como la de Rubiales sirven, al menos, para congelarles el rictus en la cara a sus todopoderosos anfitriones.

Jesús Lens

El pasabolas de Nadal

El ser humano es contradictorio por naturaleza. Nos pasamos la vida ridiculizando a los deportistas que responden a cualquier pregunta con tópicos como “el fútbol es así” o “lo he dado todo en la cancha”. Sin embargo, en cuanto uno de ellos se sale del guion marcado y expresa una opinión diferente a la nuestra, le llueven críticas furibundas por meterse donde nadie le llama… y no tener ni puta idea, faltaría más.

Ha pasado hace unos días, cuando Rafa Nadal expresó una opinión, respondiendo a un periodista: con todo lo que ha pasado en España en los últimos meses, a él le gustaría volver a votar. Ni más ni menos. A partir de ahí, la pelotera, rematada con la guinda puesta por Isidro López, diputado de Podemos en la Asamblea de Madrid que aprovechó la coyuntura para tuitear la siguiente perla: “Nadal quiere elecciones. A mí sin embargo me gustaría que dejase de practicar un tenis soporífero, defensivo, hipermusculado y pasabolas”.

Como ustedes comprenderán, el ganador de once Roland Garros no necesita que este juntaletras le defienda como jugador de tenis, faltaría más. El tuit, sin embargo, es muy indicativo de un modelo de indigencia mental que, por desgracia, cada vez está más extendido. Se basa en el pecado capital de los españoles, como bien lo definió el gran Fernando Fernán Gómez: el desprecio. Que no la envidia.

Un envidioso daría su brazo derecho por tener la izquierda de Nadal. El pobre y miserable despreciativo, sin embargo, se califica a sí mismo llamándole “pasabolas”. Es lo mismo que ocurre con Bardem: mucha gente que no comulga con sus opiniones sostiene que es un actor sobrevalorado. Y de ahí a criticar que el cine español es malo, así a bulto, solo hay un paso. ¡Qué se habrán creído esos directorzuelos y actorcillos, tan críticos y reivindicativos!

Detesto el simplismo excluyente de la figura del repartidor de carnés de excelencia profesional vinculados a la “pureza” ideológica, incapaz de diferenciar las múltiples dimensiones de las personas y, sobre todo, de admitir y tolerar opiniones diferentes a las suyas.

Jesús Lens

La calculadora científica

Estaba en la papelería, comprando unos sobres. Acababa de pagar y, mientras guardaba la cartera, la dueña del establecimiento atendió a la siguiente clienta.

-Hola. ¿Tenéis calculadoras científicas?

Cuando escuché aquellas dos palabras, calculadora científica, sentí el suelo abrirse bajo mis pies y fuertes palpitaciones en el pecho. ¿No les ha ocurrido a ustedes, despertarse en mitad de la noche, sobresaltados por la pesadilla de que aún tienen una asignatura pendiente del bachillerato o de la carrera? Y eso, sin ser cargos políticos con el curriculum más tuneado que el careto de Mickey Rourke.

Así me sentí yo, sujetándome al mostrador de la papelería, presa de un vahído. Era como estar en los 80 otra vez, de vuelta a un mundo analógico en el que la encarnación del Infierno era… una calculadora científica.

¿Se acuerdan de ellas? Eran unos instrumentos diabólicos compuestos por dos partes claramente diferenciadas: las teclas de la calculadora de toda la vida y otras, de un color distinto y distinguido, solo aptas para los iniciados. Eran teclas misteriosas con propiedades mágicas. Al menos, a mí me lo parecían: cada vez que las pulsaba, los números enloquecían y en la pantalla aparecían cifras aleatorias terminadas en una amenazante E.

-Tenemos dos modelos- contestó la dueña de la papelería-. Esta, más básica, cuesta 35 euros. Esta otra, con muchas más funciones, sale por 70.

Funciones. Aquella era la palabra mágica con la que siempre traté de engañarme a mí mismo. Las muchas funciones de la calculadora científica. Aquellas funciones que, por fin, deberían convertir el arcano ininteligible de las matemáticas en algo sencillo y comprensible.

Jamás ocurrió así. La calculadora científica no ayudaba con las matemáticas. Pero es que, además, jamás llegué a saber cómo se usaba, para qué debía servirme ni el sentido o la utilidad de su enorme caudal de funciones. De hecho, como bien dice mi buen amigo Manolo Pedreira, acabamos estudiando Letras puras solo para no enfrentarnos a ellas. ¡Ay, la calculadora científica, imprevista y fiel aliada del Latín y el Griego! O, quizá, ese fue siempre el maquiavélico plan.

Jesús Lens