LOS BARES

De las mejores cosas que trae El País los sábados, una es la columna de Luis García Montero.

 

Hace unos días, en un bar, comentaba con mis amigas que quería que mi Cuento de Invierno para IDEAL, este año, transcurriera en un bar. Precisamente, en el granadino Bar Alegría, a las espaldas del Teatro Isabel La Católica.

 

Bar Alegría
Bar Alegría
  • ¿Por qué? -me preguntaron.
  • Porque la esencia de la vida se encuentra, sobre todo, en los bares.

 

De ello hablábamos en ESTE enlace, por ejemplo. Pero si alguien lo duda, lean, lean al poeta granadino, a nuestro querido Luis, hablando sobre el otoño y los bares…

 

El mundo se parece mucho a un sueño intranquilo. Por eso sentimos con frecuencia una condena íntima al vacío, al malestar, a la extrañeza, y por eso nos convertimos en ocasiones en monstruos. Después de un sueño intranquilo, Gregorio Samsa, el protagonista de La metamorfosis de Kafka, amaneció convertido en un insecto horrible. Transformaciones de ese tipo no suponen un afloramiento de instintos y terrores profundos, sino una consecuencia del vacío. Resulta grato engañarse con una esencia subjetiva, aunque para defenderla debamos aceptar el infierno. Pero la verdad es que no hay esencias buenas o malas, sino historia, el hacerse y el deshacerse de la nada.

 

Es lo que descubrió Antoine de Roquentin, protagonista de La náusea de Sartre, en la galería de retratos del Museo de Bouville. Grandes padres de la patria, forjadores de la ciudad y de la moral, posaban ante la gloria con sus gestos de severo orgullo. Palpitaba en sus ojos brillantes un anhelo de realidad en estado sólido. Pero se trataba de un ejercicio de pura apariencia, de ambición desmentida por la historia. Olivier Blévigne, el diputado más compacto, autor de El deber de castigar, había sido en realidad un piojo, un don nadie que usaba taloneras de caucho para ponerse a la altura de sus discursos.

 

La búsqueda de mundos sólidos suele condenarnos a la ajenidad. Sin embargo, me consta que hay raros momentos de plenitud, momentos de ser y de estar, que nos hacen sentirnos parte de la realidad, fundidos en el ciclo de una existencia natural superior a nuestro desamparo. A veces he tenido la fortuna de vivir también esos momentos, y casi todos se los debo al mundo líquido de la luz y de los bares.

 

Granada es una ciudad definida por el otoño. Cuando la luz del atardecer se destiñe en un violeta alto y profundo, con tímidos restos de claridad dorada y con intuiciones narrativas que mezclan el rojo y el negro, la ciudad se justifica a sí misma. Cae una serena emoción, una tranquilidad lírica, sobre las colinas, los ríos, los edificios nobles y las plazas. Hasta los edificios feos de las calles modernas apuran su oportunidad de belleza, y el paseante se siente convencido por la realidad, forma parte del mundo, un ser legitimado por la luz, una verdad que ocupa su lugar.

 

La misma sensación de vida en su sitio, de realidad bien colocada, la he sentido en algunos bares. Se agradecen, por supuesto, los bares conocidos, esos bares de siempre, en los que las horas pasan como si estuviésemos en un domicilio particular. La alegría del alcohol y de los encuentros, de las rutinas elegidas y los rostros cómplices, es menos importante que una difusa sensación de pertenencia. La ciudad se transforma en una realidad propia. El vacío se aleja de nosotros y se va con las botellas y las copas.

 

Pero se agradecen mucho más las sorpresas de los bares en las ciudades extrañas, porque nos dan amparo igual que la luz del otoño, y la sensación de pertenencia es más amplia, más generosa, hasta convertir en intimidad el mundo extranjero. Descubrir un bar significa querer volver, sentirse parte de una forma de vida, sumergirse en la íntima alegría de las repeticiones.

 

Conservo algunos posavasos de mis bares preferidos, y me gusta encontrármelos por la casa. Surgen entre los libros, en los rincones de las estanterías, como recuerdos de amparo y como incitaciones para el regreso. Un bar puede ser una ciudad. En tardes de lluvia o de frío, en noches de calor y humedad, con el cansancio de los kilómetros y las incertidumbres, con la impaciencia de la piel libre o el pulso del corazón triste, los bares me han regalado a veces un lugar, un sentimiento de pertenencia. Cuando bebo solo en casa, levanto la copa por todos los clientes de mis bares preferidos. Ellos me han ayudado a comprender el mundo.

 

¿Es, o no es para brindar largamente, un artículo como éste?

 

Jesús Lens. Un irredento, pero sano barfly.

 

PD.- Además, hay otra buena razón para que esto de los bares me interesa ahora tanto, pero de eso, ya hablaremos más adelante… 😉

CAMBIOS

¿Visteis el nuevo IDEAL? ¿Qué os parece? ¿Cómo veis el cambio? Cambios. De ello hablamos, precisamente, en la primera columna del primer IDEAL del resto de nuestra vida…

 

Es duro, difícil y complicado eso de cambiar. Por mucho que nos confesemos como abiertos y proclives al cambio, en realidad intentamos evitarlo a toda costa. Y cuando se adivina como obligatorio y necesario, hacemos lo posible y lo imposible por postergarlo y aplazarlo al máximo.

 

Construimos nuestra vida en torno a unas rutinas en las que nos sentimos cómodamente instalados y cualquier variación de las mismas, la sola amenaza del más mínimo cambio, nos altera enormemente. O, directamente, nos aterra.

 

Los cambios en lo profesional, en lo personal y en lo afectivo suponen incomodidades, molestias y trastornos. Y, sobre todo, nos exigen una enorme capacidad de adaptación, algo para lo que muchas personas ni están preparadas ni dispuestas. Y entonces surge el conflicto.

 

En este siglo XXI que ya se apresta a devorar su primera década, una de las cualidades más necesarias para no quedarnos rezagados ante la vertiginosa vorágine de los cambios que la caracterizan es la capacidad de adaptación a un entorno siempre mutable, generalmente complejo y muchas veces áspero y hostil.

 

Pocas cosas y pocas relaciones son para siempre y para toda la vida. Ni los diamantes. Además, los ciclos cada vez se agotan más rápido y las etapas de cualquier proceso se consumen con mayor celeridad. Cada vez asistimos a más finales. Lo que conlleva nuevos principios. Nuevos retos. Nuevos desafíos. Porque cambiar también es crecer.          

 

Una de las pocas cosas que me gustaron de la película «París, je t’aime» es este monólogo de Natalie Portman: «Hay veces en que la vida te pide un cambio, una transición. Como las estaciones. Nuestra primavera fue maravillosa, pero ahora ya ha terminado el verano. Hemos dejado pasar nuestro otoño y ahora, de repente, hace tanto frío, tanto frío que todo se está congelando a nuestro alrededor. Nuestro amor se ha dormido y la nieve lo ha tomado por sorpresa, pero si te duermes en la nieve, no oirás la llegada de la muerte. Cuídate.»

 

Renovarse o morir. Es un hecho. Una necesidad. Una obligación. Hace unos meses, cuando intentábamos definir la innovación, más allá de meternos en complejidades técnicas, decíamos que es una actitud para el cambio. En esta vida, todo es dinámico, móvil y activo: como los tiburones, si dejamos de nadar, nos ahogamos y nos morimos en el fondo del mar.

 

Hoy tenemos un nuevo IDEAL entre las manos. El primero de una nueva época. Un IDEAL histórico. Hoy, los lectores nos enfrentamos a un periódico que, siendo el de siempre, es completamente distinto. Curiosos y expectantes, nos habremos acercado al quiosco, habremos pedido el IDEAL de toda la vida y, sin embargo, el quiosquero nos ha entregado éste, diferente, que ahora hojeamos y leemos con ilusión renovada. Ahora toca familiarizarse con el nuevo formato, tipografía y secciones. Y determinar si también nos gusta. Ojalá. Seguro que sí.

 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

LA ENCRUCIJADA DEL CINE ESPAÑOL

Si leéis ESTE reportaje, os haréis una idea del follón que se ha montado con el tema de la Ley del Cine, las subvenciones, los Cineastas contra la Orden y la decisión de Bruselas de paralizar las ayudas al cine español.

 

¿Hay que subvencionar los grandes éxitos, como «Ágora» o presumiblemente «Planet 51»? Por esa vía, se trataría de premiar a las películas que mejor conecten con el público. Pero, si premiamos los éxitos de taquilla, ¿cuánto hay de calidad y cuánto de marketing? Por este camino, habría que invertir más en promoción que en arte…

 

Entonces, subvencionemos las pelis pequeñas, raras y de pequeño presupuesto. El otro cine.

 

Pero cuando ves según qué engendros (yo no suelo dejar a medias una película y, el otro día, un film español me produjo tanto bochorno que lo borré indignado del I Plus tras media hora de despropósitos) te preguntas: ¿es razonable gastar X millones de euros del presupuesto de un país para que un fulano pueda rodar esta MIERDA? ¿Por qué? ¿Para qué?

 

Porque subvencionar un cine que nadie ve… ¿tiene sentido?

 

Sin embargo, cuando ves maravillas como por ejemplo «África», de Alfonso Ungría, tan modesta, tan real, tan directa y con tanta carga de sensibilidad, te felicitas de que ese otro cine español sea felizmente posible, gracias y en buena parte, a las traídas, ansiadas, llevadas y denostadas subvenciones.

 

Y en esas estamos. Subvenciones, ¿antes o después? ¿A los éxitos o a los proyectos arriesgados? ¿A quiénes sí y a quiénes no? ¿Por qué razones?

 

Y el caos continúa…

 

Jesús Lens, cinéfilo dudoso-perplejo.