ELLA

¡Qué bien! IDEAL publica hoy mi relato veraniego que, recordando al clásico de aventuras que tanto me gustaba cuando era pequeño, titulé sencillamente ELLA. A ver qué os parece, que ya hay una buena y sabrosa discusión montada en torno a él…

 

Muchas personas se consideran a sí mismas como amantes de las cosas bellas. Yo lo soy. Desde mi más tierna infancia, siempre me he dejado seducir por ella. Empecé por aprender a reconocerla, algo mucho más complejo de lo que se pueda imaginar. Seguí por aprender a cultivarla, rodeándome de ella siempre que me era posible, lo que tampoco era fácil. Hasta que dejé de resignarme y me decidí por buscar, pelear y hacerme, también, con lo imposible.

 

Me hice selectivo y exigente. Pero cuando me encontraba con una muestra de auténtica, sorprendente y cautivadora belleza, no la dejaba escapar. Habitualmente identificamos la belleza con el arte. Pero va más allá. Mucho más allá. Para un ojo avezado y un gusto entrenado, la belleza puede aparecer representada por el aroma de un vino rojo sangre, por la luz de un atardecer en la montaña o por el eco de una guitarra que se pierde en la lejanía.

 

Coleccionista de estampas y de momentos, de colores y sonidos, también coleccionaba objetos, por supuesto. Y, por eso, cuando vi la gema que Raquel llevaba prendida del cuello esa mañana, sufrí una auténtica conmoción.

 

Raquel, experta gemóloga, trabajaba en un taller de joyería de la granadina calle San Matías. Como buena conocedora de mi querencia por las piedras preciosas, cuando encontraba alguna pieza que, pensaba, me podía interesar, quedábamos en algún lugar discreto de la zona y aprovechábamos la ocasión para ponernos al cabo de la calle de nuestros asuntos y nuestras vidas.

 

En aquella ocasión, sin embargo, la auténtica sorpresa no estaba en la cartera de Raquel. Esa vez, la llevaba encima. Y tuve que hacer verdaderos esfuerzos para no dejar traslucir la turbación que me invadía. Se trataba de una gema singular, no sólo por la arrebatadora hermosura de la piedra central, un trozo de ámbar milenario perfectamente tallado, sino también por la exquisitez con que venía engastada en un adorno de plata tan sencillo como hipnótico.

 

Como suelo hacer cuando viajo por un país árabe en que el regateo es la moneda de cambio en cualquier transacción, esa mañana prestaba atención a todo menos a lo que realmente me interesaba. Fingí que las dos esmeraldas que habían dejado a Raquel en su taller me interesaban sobremanera y estuve especialmente atento con ella, preguntándole por todo lo que había pasado en su vida en los últimos meses.

 

Pero sólo la gema de su cuello estaba realmente presente en mis pensamientos. Y lo peor era que, un movimiento en falso y adiós a cualquier posibilidad de echarle mano. Si Raquel, avezada en las malas artes de coleccionistas como yo, notaba que ponía el más mínimo interés en el colgante, ya podía olvidarme de hacerme con él. Al menos, de hacerme con él en unas condiciones medianamente razonables.

 

Del café mañanero pasamos a la caña de mediodía, seguida de un arroz con bogavante y un vodka helado. No podía separarme de Raquel. Y ella, extrañamente, se dejaba querer. Ambos somos personas ocupadas y, habitualmente, nuestras citas no se alargaban más allá de la hora u hora y media. Pero aquel día era distinto. De la charla intrascendente pasamos a los temas más personales y, sin solución de continuidad, a las confidencias más íntimas.

 

Cuando todavía no había caído la noche, ya estaba desabrochando los botones de la falda de Raquel, en mi apartamento, algo que jamás había ocurrido antes y que, la verdad, nunca se nos había pasado por la cabeza que pudiera pasar.

 

La contemplaba desnuda, con sólo la gema cubriéndole el cuerpo, y Raquel se me aparecía como una Diosa, voluptuosa y excitante hasta el dolor. Decir que la pasamos haciendo el amor, y que resultó una de las noches más inolvidables de mi vida… sería lo que me gustaría poder contar. Pero no fue así. Nada salió como debiera y la cama, que debería haberse convertido en teatro de nuestros sueños más lúbricos, terminó por ser el escenario de una horrible pesadilla.

 

Pero la verdadera sorpresa me aguardaba a la mañana siguiente, cuando, ojeroso y cansado, me levanté de una cama que ya parecía llevar varias horas vacía. Fui a la cocina a prepararme un café y la vi. Allí estaba. La gema. Brillando con esa singular luz propia. Y debajo de ella, una nota manuscrita:

 

«No fue culpa tuya. Ni mía. Ni de ella. De la gema. Aunque intentaras disimularlo, desde el primer momento viste que ésta es una joya muy especial. Quizá demasiado. Una joya con vida propia que exige cariño, cuidados, mimos y atención a quién la quiera poseer. No es una joya para lucir. Es para llevarla pegada a la piel, lo más cerca posible del corazón. Bien sabes que hay objetos, además de bellísimos, a los que el peso de su historia les confiere su propia identidad. La historia de esta gema es larga. Muy larga. Arrebatadoramente hermosa, trágica… preciosa. Como ella.

 

Sería absurdo intentar contarla en unas líneas improvisadas. Sólo te avanzaré que, para consumar felizmente los efectos que sentiste bajo su influjo, has de encontrarla. A la persona adecuada. La gema atrae, de forma irresistible, a todo el que la contempla. Como un imán. Pero con sólo una persona, la gema funciona como el verdadero talismán que nos gustaría que fuera. Ésa es su maldición y su condena. O su suprema bendición… si consigues encontrarla. Desde que esta joya cayó en mis manos y conocí su leyenda vengo buscando a la persona que debería sacar lo mejor de ella, provocando esa explosión de los sentidos que tú y yo presentimos anoche… para terminar desvaneciéndose como un sueño imposible. He buscado a esa persona sin descanso. Infructuosamente. Eras mi última esperanza. Te había dejado para el final. Llegó la hora del relevo. Ahora te toca a ti. Suerte.»

PALABRAS ¿POR QUÉ ME GUSTA LEER Y ESCRIBIR?

Pinar nos envía este fantástico vídeo. Tantas veces me han preguntado las razones por las que soy un adicto a la lectura y a la escritura… pues ahí va un buen puñado de ellas…

 

¿Participarán en el Concurso de Narraciones Breves de IDEAL, para este verano? Relatos de 1.000 palabras como máximo, para enviar hasta el 13 de julio a la dirección relatos@ideal.es , debidamente identificados. Ya tengo el mío entangarillado, pero me falta un consejo amigo para rematarlo. ¡Anímense a participar! 

 

Jesús Lens, furibundo lector y escritor.

BARTOLOMÉ (*)

Me llaman Bartolomé. En las imágenes suelo aparecer con mi pellejo sobre las rodillas, tal como ese bendito varón que acompañó a Jesús en sus andanzas por tierras galileas. A san Bartolomé lo torturaron, desollándolo, y bajó a los infiernos con su piel a cuestas. Yo también salvé la mía, aunque fui devorado por mis congéneres durante la resistencia tenaz que los indígenas opusieron al poderío hispánico. Un joven taxidermista mestizo rellenó mi envoltura carnal; y aquí estoy, en el museo de antropología, luchando para que polillas e infantes no me desmonten.

 

 Alonso de Ercilla insinuó el hecho en La Araucana. Mencióname en unos versos del Canto XIX… Los españoles fuimos sitiados por los aguerridos araucanos, que no nos dieron tregua y nunca se doblegaron (como incas y aztecas). Nos vimos obligados a comernos unos a otros. Los indios reían a causa de las armaduras, ¿cómo íbamos a digerirlas?

 

 Después los araucanos adoptaron la antropofagia ritual, y cuando Pedro de Valdivia, nuestro noble capitán general, sucumbió a un golpe de macana, su corazón fue merendado por los caciques. El cráneo sirvió por muchos años de recipiente para las libaciones que vigorizaron la gran concertación de tribus que, hasta hoy, resiste a los dominadores.

 

 A mí me carnearon mis compañeros de armas en lo peor de la hambruna, cuando el fuerte de Corral fue sitiado durante seis interminables y lluviosos meses. Me sucedió por gordo y por andaluz. Agradezco a ese amable mestizo, mi hijo secreto, por haber salvado mi pellejo.

 

(*) Segunda de las Biografías Fingidas, que comenzaron con ÉSTA y que ha continuado mi amigo Bartolomé Leal. Ya saben. Su biografía, la que nunca fue, en 250 palabras. ¡Anímense a escribirlas y publicarlas! Foces ya tiene la suya AQUÍ. ¿Alguien más?

JESÚS (*)

Llamadme Jesús. Nací en Granada un 19 de junio de 1860 y, muy joven, me enrolé en una expedición filantrópica que iba a estudiar las riquezas naturales y etnográficas de una tierra llamada Congo, al mando de Stanley.

 

Aquejado de unas intensas fiebres, que ya me acompañarían para siempre y me impedirían disputarle en igualdad de condiciones el Tour de Francia a Miguel Indurain, regresé a La Habana, atrincherándome en la mesa más esquinada del Tropicana, lejos de Meyer Lansky y sus secuaces.

 

Fue entonces cuando me surgió la oportunidad de embarcarme con Shackleton en el Endurance, en la famosa expedición antártica que terminaría naufragando, aunque consiguiéramos salir con bien de la misma. La adaptación del cuerpo a un clima tan extremo me permitió, años después, aguantar los rigores de la expedición arábiga que, bajo el mando de Lawrence, consiguió derrotar a los turcos, lo que no me impidió presenciar la caída de Constantinopla, en 1453, anticipo a la rendición de mi ciudad natal, apenas unos años después, desde donde partimos con rumbo a las Indias… para terminar llegando, por accidente, a las Américas.

 

Allí, la fiebre del oro que me llevó a remontar el Yukón durante seis intensos meses me procuró una desahogada posición económica, que se derrumbaría en el año 2009, el de la famosa crisis económico financiera que nos condujo al nuevo modelo productivo de neocolonización exterior contra el que siempre me opuse, promoviendo la Plataforma «Marte libre de basura espacial» que tanta repercusión está teniendo últimamente.

 

(*) Este relato pertenece a la serie «Biografías Fingidas» que, en 250 palabras exactas, tratan de mostrar quiénes somos, al contar quiénes nos hubiera gustado ser. Un proyecto sugerido por Javier Barrera al que invitamos a todos los cibernautas amigos a unirse.        

DE SASTRE

Acabo de tener un problemón con mi sastre.

 

Uf. Ya está dicho. ¡Ay!

 

Ya me he quedado descansando. Porque siempre quise decir eso de «mi sastre». Yo, que soy un desastre para la ropa y que tiendo a ir siempre de lo más desastrado, siempre admiré a la gente que tenía un sastre y cuidaba primorosamente su imagen. Eso de que un señor atildado, metro en mano, fuese anotando mis medidas para confeccionarme un traje a medida, siempre me pareció algo parecido a la ciencia ficción, la verdad, que yo soy chico Prêt-à-Porter y, además, de rebajas.

 

Pero llegó una boda. Y no era una boda cualquiera. Y fui al sastre, quién me confeccionó un traje oscuro a medida la mar de resultón.

 

Y pasa lo que pasa: te lo pones en la boda, luego lo repites en otra boda, y como tus amigos, básicamente, ya se han casado todos y andan teniendo churumbeles como descosidos; el traje se queda colgado de una percha, durmiendo el sueño de los justos.

 

De repente, año y medio después, llega un acontecimiento que te recuerda al pobre traje, arrumbado en el armario, más mustio y aburrido que un pimiento colorao colgando del tinao de una casa alpujarreña. Abrí la puerta corredera, saqué la prenda de su funda, me la probé… y el alma se me cayera a los pies. Bueno, más que el alma, fue el propio pantalón el que, en cuanto me descuidé, se me vino abajo, dejándome las vergüenzas al aire.

 

Tantos meses corriendo desaforadamente han terminado por dejarme algo escurrido y el traje, hecho a medida y tal y tal y tal… me quedaba más raro que una hamburguesa con ketchup en el menú de El Bulli. Por tanto, decidí llevarlo a la tienda en que lo compré para que me lo arreglara. «Mi» sastre.  

 

El hombre me vio entrar. Cogió el traje y pensó que apenas tendría que cambiarle los botones y arreglarle los picos para convertirlo en una pieza más convencional.

 

  • – También haría falta que le metiera un poco el ancho del pantalón…
  • – Entonces tienes que pasar al probador- me dijo, solícito y sonriente.

 

Pasé, me puse la prenda y esperé a que el hombre viniera.

 

Ya desde lejos pude intuir que el hombre se ponía hecho un basilisco, al verme sujetar «su» pantalón con las manos.

 

  • – ¿Un poco?
  • – ¿Perdón?
  • – Que no voy a tener que meterle un poco, sino un mucho- dijo mientras empezaba a blandir unos alfileres.

 

A mí, a qué negarlo, todo aquello me estaba provocando una intensa satisfacción. A fin de cuentas, me encanta estar delgado. Es verdad que he vuelto a recuperar un par de kilitos tras la Navidad, pero mola eso de haberse dejado siete u ocho por los caminos de la Fuente de la Bicha en los últimos meses.

 

  • – …¿…vestido… usted… traje… estos meses?- medio escuché al hombre, al que no estaba prestando atención.
  • – Ehhhh… sí- respondí sin saber exactamente a qué.

 

Entonces, un pinchazo sañudo me sacó de mis ensoñaciones. Un pinchazo que fue como… bueno, no sé qué metáfora utilizar en este caso ya que «fue como si le clavaran un alfiler» es la gran metáfora por antonomasia.

 

  • – Pues no debería haber llevado mi traje de esta forma tan deslabazada y poco elegante. Tendría que haberlo traído para que se lo arreglara.

 

De repente, ya no me tuteaba.

 

  • – Haga el favor de probarse la chaqueta.
  • – No, si yo creo que con meterle un poquillo el ancho al pantalón…
  • – ¡Que se ponga la chaqueta!- bramó.

 

Totalmente acojonado, me la puse. Y vi cómo los alfileres volaban de nuevo frente a mí, como micromisiles de crucero que amenazaban con impactar contra mi cuerpo.

 

  • – Llevar mi traje, hecho a medida, dos o tres tallas más grande… qué desconsideración por el trabajo de uno- musitaba el sastre mientras prendía alfileres por toda la chaqueta.
  • – Tampoco me lo vaya a ajustar mucho, que en unos meses volveré a coger unos kilos…
  • – ¡Pues lo trae usted de nuevo y se vuelve a arreglar, hombre de Dios!

 

Y otro pinchazo, esta vez en los lomos de la espalda, me hizo enfundar la lengua de una vez por todas.

 

Un de-sastre completo, mi primera y presumiblemente última aventura con la ropa hecha a medida. Con lo bien que estoy yo con mi ropa de toda la vida…  

 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.