Los rostros del Metro

De niños, a todos nos gusta y nos sorprende el Metro. A quiénes somos de provincias, en nuestras primeras visitas a ciudades como Madrid o Barcelona, una de las excursiones más excitantes era bajar al metro.

El metro como destino, como objetivo; más que como medio de transporte para ir de un sitio a otro.

Cada vez que un adulto decía de ir a cualquier sitio (al zoo, al parque de atracciones, al Prado…) nuestra respuesta era:

– Vale. Pero vamos en metro.

Después, al crecer, el metro no es más un engorro necesario, como los autobuses o el taxi, que nos permite movernos por las tripas de la gran ciudad, ahorrando tiempo y dinero.

Hasta que vas a Moscú.

Porque en Moscú, el metro es un espectáculo.

La Semana Santa del año pasado, bajando por las escaleras mecánicas que nos conducían al interior de la Bestia, me acordaba de un libro que leí de niño cuyo protagonista, otro niño, quedaba fascinado por un universo subterráneo tan singular como atractivo. Le recuerdo embelesado, subiendo y bajando por esas mismas escaleras, disfrutando de todos los tesoros que albergaban las distintas estaciones por las que iba pasando y sin comprender a las personas mayores que, en vez de dejarse llevar, se afanaban en subir y bajar a toda velocidad, profanando el misterio mecánico de las escaleras mágicas.

Y es que Stalin también hizo alguna cosa no del todo reprobable: dado que millones de trabajadores transitaban diariamente por las diferentes estaciones del Subte, como llaman al metro en México, ¿por qué no convertirlas en auténticos palacios, llenándolas de obras de arte que, como los museos, sirvieran para ennoblecer y hacer más agradable el tránsito de casa al trabajo y viceversa?

Arte y consignas revolucionarias, claro. Artesonados que quitan el hipo, esculturas, pinturas y artes aplicadas para convertir algunas estaciones de metro en auténticos Palacios del Pueblo.

Pero si algo me gustó del Metro de Moscú, como al niño de aquella novela de cuyo título no me acuerdo, fueron precisamente sus escaleras mecánicas, larguísimas, interminables. Porque el Subte moscovita es tan profundo que el trayecto en escalera dura dos y tres minutos largos. Dos o tres minutos en los que, mientras subes, te cruzas con decenas de personas que bajan. Y viceversa. Y que propician instantes congelados en el tiempo, instantes en que tu mirada se encuentra, fugazmente, con la mirada, el rostro, el peinado, la ropa, la sonrisa o el ceño fruncido de un montón de gente a la que jamás volverás a ver en tu vida.

Son flashes muy potentes, momentáneos, que duran apenas unos segundos. O menos. Seguidos y concentrados en el espacio y en el tiempo. Flashes que, por acumulación, terminan desbordando.

Después, en el vagón del metro, tendrás oportunidad de mirar más detenidamente y por más tiempo a las personas que viajan contigo, de una estación a otra. Pero, por la noche, cuando cierras los ojos antes de dormir, serán los súbitos rostros en cascada de decenas y decenas de personas anónimas y desconocidas los que invadan tu mente, tu consciente y tu inconsciente, tratando de colarse en tus sueños, subiendo y bajando por las escaleras interminables de un Metro, de un Subte que tiene la apariencia de un laberinto infinito diseñado por Escher.

Jesús confuso Lens

A ver, los anteriores 11 de abril: 2008, 2009, 2010 y 2011.

La vuelta, la pulsión por viajar o la ilusión recuperada

(Lo siento, pero las fotos que ilustran estas notas son mías. Aténganse, pues. Se corresponden, justo, a nuestro último y postrer paseo moscovita. Si las pincháis, se ven más grandes ;-))

No sé cuando empecé a viajar. En realidad, creo que fue cuando leía los relatos de Jack London sobre Alaska o las novelas sobre naufragios en los Mares del Sur, las aventuras de Sandokán o las epopeyas de los personajes de Julio Verne.

San Basilio. Moscú. Rusia.

Ni quiero ponerme nostálgico ni defender la lectura de clásicos de la literatura como parte primordial de mi educación sentimental, pero tengo claro que yo llegué al viaje (y a la acción, y a casi todo lo importante de la vida) a través de los libros. Y de las películas, por supuesto, con esos barcos de vela cortando las olas del océano, cabeceando y salpicando con espuma a los aguerridos marinos; o los cowboys a caballo, recorriendo las míticas paraderas del Oeste americano. Tanto será que escribimos todo un libro sobre el tema 😉

Aún así, me cuesta trabajo recordar cuándo empecé a viajar, físicamente hablando. Por poner una fecha concreta en el tiempo, fue a los veinte años que Jorge, Curro y yo cogimos un autobús en Granada y nos marchamos a París, una Semana Santa. Después, en verano, padecimos una sofocante ola de calor el Portugal. Antes habíamos deambulado por Sevilla y Madrid. Sí. Yo creo que fue aquel tercero de carrera cuando empecé a irme. Y, desde entonces, ya no paré.

Plaza Roja. Moscú. Rusia

El placer por las culturas diferentes, el virus por los viajes más largos, extraños y complicados comenzó más tarde. Una vez que estaba en paro y me fui con Manolo, paradójicamente, a un país muy cercano: Marruecos.

O sea, que empecé tarde. Como casi siempre. Pero después he hecho lo posible (y, a veces, hasta lo imposible) por recuperar el tiempo perdido. También como casi siempre. Con la última visita a Rusia, creo que son unos 35 los países que he visitado. 35 de casi 200. ¡Lo que me queda! Aunque a algunos de esos países he ido más de una, dos y hasta cinco veces. Y lo que te rondaré morena.

Moscú. Rusia

Pero lo importante de estas notas, más que hacer recuento o balance, es recordar que hace un par de años creí haber perdido la pulsión por el viaje. Sentía que, también en esto de viajar, había perdido el swing.

Los primeros síntomas los sentí en los Balcanes, desplazándonos de noche en trenes desvencijados, durmiendo de cualquier manera en vagones para nada cómodos o confortables, intentando ganar tiempo y economizar recursos. Cuando, de madrugada y entre sueños inquietos, los policías de Serbia, Bosnia o Croacia irrumpían sorpresivamente en los compartimentos para comprobar los pasaportes, no podía evitar plantearme aquello del “¿qué hago yo aquí?” a que tantas veces hemos hecho referencia.

Acabé muy cansado de aquel viaje. Demasiado.

Me fui, después, a pasar las Navidades al Oriente Medio. Pero aquello, más que un viaje, fue una huída. Menos mal que estaban allí Lillian, Talía, Jose y Daniel, para cuidar de aquellos pedazos.

San Basilio. Moscú. Rusia.

Pero lo peor estaba por venir, cuando me fui a Tailandia, sin comprobar temperaturas o condiciones, humedad o todo lo que cualquier viajero debería mirar. Calor infernal, humedad insoportable, un programa insensato… ¡Torpe, que eres un torpe! Pocas veces he soñado tanto con el hogar y con el no menos célebre “Home, sweet home”.

¿Se había terminado un ciclo, igual que una vez cambié las botas de montaña por las zapatillas de corredor?

¿Era posible que me hubiera “curado” de mi pulsión por viajar, de ese sempiterno cosquilleo en los pies que me obligaba, cada puñado de meses, a hacer el petate y a salir por las puertas de casa, hacia un destino más o menos lejano, más o menos cercano?

Fue en Perú, en Cuzco, donde me di cuenta, afortunadamente, de que no. De que seguía infectado por la compulsiva necesidad de viajar. Cuanto más lejos mejor. Solo, tranquilo, relajado, caminando por el Valle del Sol y descubriendo las maravillas naturales, culturales y paisajísticas del Perú volví a reconciliarme con los placeres de estar fuera.

Moscú. Rusia.

Después llegaron Marruecos (otra vez), Senegal (nuevamente) y, ahora, Rusia. Qué bueno, haber compartido destino con los amigos de La Arrancaílla Canaria y los imprescindibles Panchi, Álvaro y, por supuesto, Cuate Pepe. Y Cuba, claro.

En realidad, ha sido demasiado estatismo para un año, de Pascua a Ramos. Pero no pasa nada. La vida vuelve a bullir y yo vuelvo a mirar mapas, a leer epopeyas y a soñar con tierras lejanas, horizontes de grandeza, mares tempestuosos y temperaturas extremas.

Moscú. Rusia.

Lo decía hace unos meses. I’m back. Y es cierto. Hoy, cansado, ojeroso y macilento, cuando nos aprestamos a volver a una necesaria y deseable rutina en absoluto rutinaria, miro detenidamente mi pasaporte, lleno de sellos y visados, y sostengo que, efectivamente, he vuelto.

Jesús Lens.