El cine era una fiesta

Hoy publicamos este artículo en IDEAL. Porque seguimos convencidos de que el cine, la literatura, el arte y la cultura tienen mucho que decir, sobre todo, en estos tiempos aciagos y tumultuosos…

Contra viento y marea, el festival Cines del Sur cumple su sexta edición y, estos días, podemos ver en las salas granadinas un buen ramillete de películas diferentes, poco habituales, provenientes de cinematografías que no se prodigan en la cartelera. Especial curiosidad tengo por comprobar el resultado de un proyecto surgido hace tres años, en el seno del propio Festival: los documentales musicales dirigidos por Fermín Muguruza en países del norte de África y de Oriente Medio en los que la música, más allá de ser un mero entretenimiento, sirve como cauce de reflexión y vehículo de protesta ante situaciones especialmente difíciles y comprometidas.

Pero es que, además, tengo frente a mí la cartelera del martes 12, de los cines comerciales. Y estoy dando saltos de alegría. En varias ocasiones hemos defendido la necesidad de que los empresarios cinematográficos de Granada, además de proyectar los títulos del momento y de simultanear “Men in Black” en tres salas, ofertaran películas más pequeñas y minoritarias, títulos en versión original y grandes clásicos de la historia del cine; aunque fuera solo entre semana.

Hoy, además de las películas de Cines del Sur y de los últimos estrenos, tenemos la posibilidad de ver, en los mejores cines de la ciudad, un ciclo Anime de dibujos manga japoneses, varias de las mejores películas del año pasado en VOS y diferentes títulos de Billy Wilder.

En tres palabras: ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias! Ojalá que la apuesta les salga bien a los exhibidores, el público responda y la iniciativa arraigue y perdure. Porque nos gusta el cine. Y nos gustan los cines. Nos gusta ver las mejores películas en las mejores condiciones y en la mejor compañía. Porque ir al cine sigue siendo una fiesta.

Y precisamente por eso, el cine está prohibido en lugares como Afganistán, donde los talibanes lo han calificado como “haram” o actividad prohibida y en cuya capital, Kabul, las últimas salas que sobrevivían han terminado por convertirse en asilo para pobres y mendigos. Porque el cine es una fiesta y, además, da que pensar. Y que discurrir, discutir, debatir y reflexionar. Al menos, el buen cine. Y esas actividades, extendidas entre el común de la ciudadanía, no son precisamente del agrado de los gobiernos totalitarios.

Como la música, que ha sido prohibida en la recién nacida República Islámica de Azaward, una secesión del Malí que incorpora a la mítica ciudad de Tombuctú. ¡La música prohibida en tierras del Malí, uno de los países más musicales del mundo! Inaudito. Ilógico. Irracional. Porque la música, como el cine, la literatura o el arte; además de ser una fiesta, un goce y una celebración, deben ser manifestaciones culturales de un pensamiento activo, observador y crítico con la realidad circundante. Y por eso hay que ir al cine. Y comprar libros y discos. Y escucharlos y leerlos. Y por eso hay que ir a Cines del Sur y comprobar, gracias a Fermín Muguruza y otros cineastas inquietos, que todo esto tiene un cierto sentido…

Jesús Lens

EL GRAN TORINO

Durante bastantes meses, los foros cinematográficos ardieron con una noticia de lo más sorprendente y extraña: Clint Eastwood retomaba uno de sus personajes más icónicos: Harry el Sucio.

 

¿Sería posible que el director que pasa por ser el Último Gran Clásico del cine americano hubiera transigido con la eterna requisitoria de la Warner para volver a encarnar, una vez más, al justiciero Harry Callahan?

 

La respuesta es «El gran Torino», una nueva, impresionante, maravillosa y angustiosa obra maestra de Clint. Una de esas películas que te encogen el alma, te dejan un nudo en la garganta y te hacen salir del cine como en una nube, impactado y roto, preguntándote cómo es posible que ese octogenario cabrón haya sido capaz de hacerlo una vez más: dejarte absolutamente devastado por dentro con una película que le eleva un peldaño más en el altar de los grandes maestros a los que adorar y rendir pleitesía, desde hoy hasta el día del juicio final.

 

Y no. No es Harry Callahan el protagonista de la última película de Eastwood. Pero como si lo fuera. Porque el viejo, achacoso y malhumorado Walt Kowalski al que presta sus facciones el inimitable Clint bebe de buena parte de esos personajes a los que ha interpretado a lo largo de su carrera, del inefable y cínico Harry al oscarizado y violento William Munny, pasando por aquel ángel vengador que fue «El jinete pálido» y, cómo no, por sus pistoleros de gatillo rápido y asquerosos escupitajos de tabaco de mascar.

 

De todos ellos hay en un Walt Kowalski que, desde el principio de «El gran Torino», se gana el favor de unos espectadores que asisten, entre atónitos y divertidos, al viejo más políticamente incorrecto que recordarse pueda. Incorrecto e incómodo con sus egoístas hijos y nietos, con su párroco y, sobre todo, con la familia de asiáticos que vive en la casa de al lado.

 

Arisco, violento y racista, por azares del destino, Walt se enfrentará a una banda de matones, ganándose el reconocimiento de la comunidad asiática que se ha ido instalando en el barrio. Y, poco a poco, Kowalski se irá involucrando más y más en la vida cotidiana de unos vecinos a los que empieza a conocer y, por tanto, a respetar. Y, de inmediato, a querer más que a sus propios hijos.

 

Hasta llegar al final.

 

Lo siento, pero no puedo reprimir las ganas de escribir sobre ese final.

 

Así que, querido lector, deja de leer desde ya si no quieres que te reviente uno de los finales más prodigiosos de la historia del cine.

 

¿Vale?

 

¿Está claro? Voy a reventar el final de la peli en los siguientes párrafos así que, si sigues leyendo, será bajo tu responsabilidad.

 

Un final apoteósico, ya lo hemos dicho. Todos esperábamos, por supuesto, una tormenta de sangre y fuego, made in Eastwood, que acabara con los macarras que habían pegado y violado a su joven y encantadora vecina.

 

Pero no.

 

En uno de los finales mejor ideados de la historia del cine, jugando con toda la iconografía anterior que el actor/director lleva colgada a sus espaldas, lo que hace Clint es fumarse un cigarrillo y convertirse en mártir, dejándose asesinar por los malos, para que estos sean detenido y encarcelados, única forma de interrumpir una espiral de violencia que a nada bueno podía terminar de conducir.  

 

Si la idea hubiera sido de cualquier otro director, la habríamos alabado, por supuesto. Pero viniendo de Eastwood, se convierte en el mejor testamento cinematográfico que cualquier director ha filmado en vida.

 

Una inmolación, un suicidio ritual, un ajuste de cuentas con todo un pasado cinematográfico que se convierte en un momento mágico, de una intensidad tan brutal que te hace dar gracias al cielo por haber sido testigo privilegiado de un hito cinematográfico imborrable y memorable por siempre jamás.

 

Lo mejor: lo dicho en el último párrafo y la secuencia de la doble confesión de Clint, con el cura, primero; y con su discípulo, el AtonTao, después.

 

Lo peor: además del doblaje de los chavales asiáticos, infecto; la noticia de que, posiblemente, nunca volvamos a ver a Clint frente a una cámara. Aunque eso es, precisamente, lo que le da todo el sentido a esta maravillosa y memorable «El gran Torino».

 

Valoración: 10.

 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

UN ANGEL LLAMADO AUDREY

Hoy comienza Retroback, el Festival de cine clásico de Granada, con esta mujer como protagonista absoluta. A ella le dedicamos esta semblanza, hoy, en las páginas de IDEAL. ¡Audrey vive!

 

Cuando ya llevaba varios años retirada, Steven Spielberg consiguió que volviera al cine. Y lo hizo en una película muy especial titulada «Para siempre», en la que interpretó el personaje de… un ángel. Audrey. No hace falta decir nada más para saber a quién nos referimos. No necesitamos escuchar su apellido para saber de quién hablamos. Audrey.

 

Icono de la cultura popular, entronizado por algunos de los papeles femeninos más memorables de la historia del cine, Audrey será, por siempre jamás, esa aparentemente sofisticada chica que se baja de un taxi, una madrugada cualquiera y, al son del «Moon river» de Henry Mancini, se dirige hacia el escaparate Tiffany`s, la joyería más exclusiva del mundo… para sacar un croissant y un café del bolso y regalarse un desayuno tan sencillo como fastuoso.

 

Ahí radica, posiblemente, el secreto del éxito atemporal y eterno de Audrey: la elegancia de la sencillez y la serena belleza de una mujer con aura, con ángel, con duende y con misterio. Una mujer a la que adoraban las cámaras y que sabía transmitir infinidad de sensaciones y matices a través de una expresividad que no necesitaba de mohines ni afectadas sobreactuaciones para cautivar a los espectadores.

 

Y lo curioso es que Audrey llegó a la interpretación por pura mala suerte: viviendo entre Bélgica y Holanda, siendo niña, estudiaba y ensayaba para ser bailarina de ballet. Sin embargo, las penurias de la II Guerra Mundial le provocaron severos estragos físicos en su delicado cuerpo, lo que, unido a las estrecheces económicas de su familia, la obligaron a olvidarse de la danza y a tener que elegir una nueva profesión, que para fortuna de sus millones de admiradores, fue la interpretación.

 

En 1953, cuando tenía veinticuatro tiernos años de edad, interpretó la primera de las películas que contribuirían a convertirla no sólo en una estrella sino en ese icono al que nos referíamos anteriormente. En «Vacaciones en Roma» daba vida a una princesa que, harta de una vida solemne, protocolaria, dirigida y aburrida, se soltaba la melena y, poniéndose en manos de un americano, se dedicaba a disfrutar durante unos días de la dolce vita italiana, descubriendo el goce de vivir y los placeres de la vida sencilla y cotidiana. Un canto a la frescura, a la naturalidad y a la belleza de una existencia sin artificios.

 

¿Y qué no decir de la deliciosa y entrañable vendedora de flores, Eliza Doolittle, protagonista de la famosa y multipremiada «My fair lady», que ganaría doce Óscar, incluyendo todos los grandes… con excepción hecha, paradójicamente, del de mejor actriz? En este memorable musical de George Cuckor, la transformación de su personaje es inverso: de ser una pobre mujer, fea y desaliñada, que apenas sabe ligar tres ininteligibles frases seguidas, la señorita Doolitle se transforma en toda una señorita, pulida y refinada, que acude a las carreras de Ascot. Y, sin embargo, una vez que los jueces dan el pistoletazo de salida y los caballos inician la competición, Eliza no puede reprimir sus emociones y se levanta de su asiento, gritando y jaleando a su caballo favorito. Una inaudita, divertida y reivindicativa muestra de espontaneidad en el encorsetado universo de las estrictas relaciones sociales británicas.

 

Y no podemos olvidar, por supuesto, esa «Historia de una monja» que no sólo terminó de consolidar a Audrey en el imaginario colectivo de los cinéfilos de todo el mundo como representación iconográfica de la bondad y el compromiso sino que, al haber interpretado a un personaje que tanto tenía que ver con su propia biografía, la actriz se vio profundamente conmovida hasta el punto de que, desde entonces, empezó a colaborar con pasión en distintas iniciativas sociales y solidarias.

 

Por esta labor fue nombrada embajadora especial de la UNICEF, trabajando con denuedo en favor de la educación de los menores más desfavorecidos de todo el mundo. De hecho, gravemente enferma y completamente desahuciada, tres meses antes de su muerte viajó hasta Somalia para enviar un mensaje de apoyo y solidaridad a los niños de uno de los países más pobres del mundo. No es de extrañar que, años después de su fallecimiento, la UNICEF erigiera una estatua de la actriz y la instalase en su sede central de Nueva York.

 

Es muy significativo que la imagen de Audrey, como ocurriera con su entrada en el mundo de la interpretación, también comenzara a generarse por un divertido error: Cuando había firmado su contrato para participar en «Sabrina», el estudio la mandó al célebre diseñador Givenchy para que empezase a preparar el vestuario que luciría en la película.

 

A aquél le habían dicho que el papel principal de la comedia lo iba a interpretar Miss Hepburn y él entendió que se trataba de la otra Hepburn: Katherine. Por eso, cuando el diseñador se encontró con una jovencita desgarbada a la que no conocía, montó en cólera y se negó en redondo a trabajar con ella.

 

Givenchy no tardó, sin embargo, en cambiar de opinión. De hecho, no sólo la vistió majestuosamente para «Sabrina» sino que terminaría siendo íntimo amigo de Audrey y creando para ella un perfume especial: L’Interdit. La actriz, convertida ya en una celebridad, ya se mantendría toda su vida fiel al diseñador que había contribuido de forma decisiva a consolidar esa imagen pública de naturalidad sin estridencias y de una belleza natural que no necesitaba de joyas o caros complementos para refulgir como la estrella que era.      

 

Con el paso del tiempo, el recuerdo de Audrey ha pervive en el imaginario colectivo de millones de aficionados al cine que siguen adorándola. Terminamos con una evocación de Audrey, en palabras de uno de esos secretos admiradores que decoran orgullosamente su despacho con el retrato de la actriz: «es la mujer a la que hubiera amado toda la vida a cambio de absolutamente nada. O menos. Es la belleza…el único ser sobre la tierra, debajo de ella o en las nubes, al que te quedarías mirando toda la vida y luego el resto de la eternidad… porque los ángeles tienen su rostro.»     

 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.