Capital

Hacía tiempo que no me enfrascaba en la lectura de un tochaco de 600 páginas, pero las referencias que venía leyendo de “Capital”, de John Lanchester, y el hecho que esté publicada por la editorial Anagrama, en su mítica colección Panorama de narrativas me decidió a llevármelo, en una de mis últimas y renovadas cacerías literarias por librerías y casetas de Ferias del Libro varias y variopintas.

 Capital Anagrama

Soy un comprador compulsivo de libros. Lo confieso. Pero también reconozco no tener mucha voluntad de enmienda. Y, sin embargo, aunque tengo cientos de títulos exigiendo mi atención inmediata, “Capital” me tenía particularmente subyugado. Y en cuanto pude, le hinqué el diente.

Historias cruzadas. ¿Te gustan? ¿Y las teorías sobre los Seis grados de separación? ¿Y el efecto mariposa? ¿Y las narraciones que transcurren básicamente en un espacio muy concreto y limitado, aunque tengan alcance universal?

Pues eso es “Capital”. Eso y más. Mucho más. Se trata de un fresco del Londres del siglo XXI. Un Londres que se concentra en las vidas de los residentes de una calle concreta de la capital: Pepys Road. Residentes habituales o circunstanciales. Algunos de los vecinos, como Roger, trabajan en la City londinense y ganan dinero a espuertas. Otros, como Petunia, ya son mayores y la propiedad de su casa, muy valiosa en plena burbuja inmobiliaria, la tienen por herencia. Conoceremos a su hija. Y a su nieto.

 Capital Pepys Road

“En realidad todo empezó –señala Lanchester en una entrevista –cuando descubrí que había empleados de banca que cobraban primas de un millón de libras. Entonces me pregunté cómo sería vivir con seis ceros en mi cuenta y empecé a investigar. Descubrí todo lo que puede hacerse con ese dinero y de ahí surgieron Roger y su mujer. No puede decirse que sean malas personas, pero sí que están enfermos. Viven completamente alejados de la realidad”.

Pero hasta en las calles más caras y sofisticadas de una de las grandes capitales del mundo tiene que haber tiendas de alimentación que satisfagan las necesidades primarias de los vecinos. Y ahí están Ahmed y sus hijos, originarios de Pakistán. Y encontramos a unos polacos que arreglan las casas de la beautiful people y las reforman cada poco tiempo, de acuerdo con los caprichos de sus dueños. Y están las criadas. Y los vigilantes de tráfico. Y el empleado de un club de fútbol, que aloja en Pepys Road a un jovencísimo y prometedor jugador del Senegal.

Y, sobrevolándolo todo, una palabra, un concepto, un estado mental: crisis. Pero crisis no solo económica y financiera, sino también la crisis como ominosa amenaza llamada a cambiarlo todo. La crisis. Como castigo. Como fin de época. Como catalizador. ¿O como profecía lampedusiana? Señala Lanchester “Todo lo que provocó la crisis sigue estando ahí. Y el problema es que no parece que vaya a irse a ninguna parte”. Una crisis que se anuncia con las enigmáticas postales que la gente de Pepys Road empieza a recibir en sus casas: “Queremos lo que usted quiere”.

 Threatening notes

¿Qué era aquello? ¿Una amenaza? ¿Una campaña viral iniciada por una inmobiliaria para tratar de adquirir propiedades? ¿Una de esas intervenciones artísticas que tan estupefacta dejan a la gente de a pie?

Como señala en novelista, “los artistas y sus obras son, desde hace un tiempo, bienes de consumo, igual que los futbolistas, con los que se especula como si fueran objetos que se revalorizan”.

A través de una narración exquisita, John Lanchester nos permite asomarnos a las vidas de muchas y muy distintas personas, la mayoría, que nada tienen que ver entre sí. Pero que están vinculadas.

Y, por supuesto, para los que nos gusta el voyeurismo, “Capital” es una gozada. ¡Claro que tenemos a nuestros personajes favoritos! Que no tienen porque ser, ni mucho menos, los mejores –o los menos malos- de la narración. ¡Cuestión de gustos! Pero el gran acierto del autor es conseguir que todos, absolutamente todos los protagonistas de esta novela coral nos resulten interesantes y sus vidas, dignas de ser leídas.

 Capital

Un libro que he disfrutado de principio a fin. De los que te llaman y te exigen atención. De los que cuesta cerrar para apagar la luz y tratar de dormir, mientras el mosaico trazado por Lanchester se agranda y expande en la mente, de lo bien compuesto que está.

En Twitter: @Jesus_Lens

 

El mapa y el territorio

Antes, cuando era más joven, procuraba leer lo que suponía que había que leer. En cada momento.

Me empapaba con las reseñas de los suplementos culturales de los periódicos y, cuando había un quórum más o menos aceptado entre los unos y los otros, entre los de izquierdas y los de derechas, entre los puristas y los heterodoxos, entre los clásicos y los modernos; me compraba el libro en cuestión y lo leía. O, también, cuando aparecía algún título polémico que levantaba controversia y animaba los debates.

Eran tiempos (ya salió “el batallitas” que, desde que cumplimos los 40, todos llevamos dentro) en que la gente todavía compraba, leía y hablaba de libros. Porque en los últimos años… ¿ha habido algún título que despertara controversias, debates o discusiones?

Uno de los autores que más han dado que hablar de un tiempo a esta parte ha sido precisamente Michel Houellebecq, quizá el escritor más contemporáneo del momento, el que mejor ha sabido conectar y a la vez transmitir el vacío existencial, la nada insustancial que llena las vidas de millones de personas de las sociedades desarrolladas y tecnificadas del primer mundo.

Por alguna razón, seguramente la opuesta que antes me llevaba a devorar este tipo de libros, sobre todo si están editados por Anagrama; no había leído a Houellebecq. Pero, a la vuelta de verano, cuando la rentrée estuvo protagonizada por la edición de “El mapa y el territorio”, galardonada con el Goncourt, me dije que era momento de volver a ceder a las tentaciones de la actualidad, más allá de esas novelas negras y criminales que me arrebatan.

Y mira tú por dónde, enganché desde el principio con Houellebecq, gustándome tanto el fondo como la forma de su narrativa. Es más que posible que haya quién considere la novela una gilipollez, pero es que a mí me da que eso es lo que pretende el autor: situarnos frente a la enorme soplapollez que es todo ese enorme tinglado de la riqueza ostentosa y desmedida, más allá del mundo del arte, que no es más que una burbuja como la inmobiliaria.

Un tipo normal y corriente, un artista de la fotografía, empieza a entrar en los circuitos del arte contemporáneo y, sin hacer nada especial, se va convirtiendo en uno de los referentes de la vanguardia artística mundial. Cambia de registro y… ¡todo cambia! Para seguir igual.

A través de sus cuitas con una caldera, de sus relaciones con su padre o con alguna mujer y de sus conversaciones con un famoso escritor llamado precisamente Houellebecq vamos penetrando en un universo que, por mucha retórica que se le quiera aplicar, por mucho diseño, catálogo de lujo, firmas invitadas e inauguraciones de postín que conlleve, sigue siendo vacuo, vacío y frío como el hielo más profundo del iceberg de mayor tamaño que circule por el Ártico.

Y, sin embargo, la lectura engancha. No sé cómo ni por qué, pero te coge de las tripas y te arrastra sin remisión. Quizá porque la cita con que se abre es más que cierta, en según qué casos: “El mundo está harto de mí y yo estoy harto de él”.

A partir de ahí, nos sumergimos en un hartazgo en el que, en mayor o menor medida, todos participamos. Porque somos hijos de nuestro tiempo y vivimos en una sociedad que nos conduce al papanatismo, la irracionalidad, el cretinismo y la cortedad de miras.

Es posible que te irrite, que no te guste y que te mosquee. Pero es una novela de hoy. De ti. De mí. De nosotros. Y también de ellos, claro.

De no haberlo hecho ya, yo la leería.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

EN EL CAFÉ DE LA JUVENTUD PERDIDA

– Ya está. Déjate ir.

Cada vez que reseño alguno de los ya escasos libros que leo de la editorial Anagrama, me sale la vena nostálgica. ¡Yo soy lo que soy, para lo bueno y para lo menos bueno, en parte, gracias (o por culpa) de un puñado de libros editados por Anagrama! Y es que ya no leo tanto como antes y la pasión por lo negro y criminal me ciega. Lo que hace que me pierda algunas de las maravillas que la editorial de Herralde, a buen seguro, sigue publicando.

En realidad, “En el café de la juventud perdida” lo leí mientras trabajaba en ese proyecto, terminado y entregado a la editorial ALMED, que es “Café Bar Cinema”. Leía todo lo que caía en mis manos sobre bares, cafés, tugurios, antros, garitos, etcétera. Y conforme lo terminé (sus 130 páginas de letra gorda se leen en un chispo), lo dejé en la balda de la estantería dedicada a la documentación del trabajo fílmico-literario… y hasta ahora.

La novela de Patrick Modiano se empieza a leer por la célebre portada amarilla y una foto en blanco y negro, con una chica que escribe a mano en un café, sosteniendo un cigarrillo entre los dedos de su izquierda. Una imagen sencilla pero que, para mí, es pura poesía.

¿Quién esa Louki de la que todos hablan en la novela de Modiano? La hija de una trabajadora del Moulin-Rouge que vaga por un París que, como dijera Vila Matas, no se acaba nunca y se reinventa un día sí y otro también. Un París que es un personaje en sí mismo. Un París efervescente, en los años 60. Un París repleto de bohemios, poetas, locos, vagabundos y soñadores irredentos.

Como Louki. Y sus amigos.

La narración de Modiano está trufada, toda ella, de una triste melancolía. Desde la cita de Guy Debord con que se abre la narración: “A mitad del camino de la verdadera vida, nos rodeaba una adusta melancolía, que expresaron tantas palabras burlonas y tristes, en el café de la juventud perdida.”

Una narración, por tanto, de la que cuidarse si andas depre. O en la que sumergirte si, estando depre, te apetece regodearte en la tristeza. Porque no hay como un paseo por ese París otoñal y en blanco y negro para que la pena se instale en uno, de forma tan brutal como inasible.

Disculpad que, en este caso, no hable tanto de los personajes y la trama cuanto de la atmósfera, pero hace muchos meses que leí la novela y no me acuerdo de los detalles. Sin embargo, no quería que quedase sin reflejar que “En el café de la juventud perdida” es un notable ejercicio de introspección tan íntima como compartible.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

BURLANDO A LA PARCA

Hoy publicamos en la web de NOVELPOL la reseña de una novela muy publicitada: «Burlando a la parca», de Josh Bazell, editada por Anagrama.

 

Comienza así:

 

«Viendo los faldones de los suplementos culturales, en que se anuncia como una novela desopilante que mezcla a Los Soprano con House, tengo sensaciones encontradas.

 

Por un lado, me gusta que un libro se haga notar apelando a dos de las series de televisión más rompedoras, atractivas e interesantes del panorama audiovisual. Por otro, puede dar la sensación de no ser más que un truco barato para captar la atención de un público diferente al lector habitual.

 

Sin embargo, está publicada por una editorial seria y solvente como es Anagrama, descubridora de talentos a contracorriente, defensora del humor más mordaz y sardónico de extracción anglosajona, así que, esperanzados, le hincamos el diente.»

 

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POSTPOESÍA: AGUSTÍN FERNÁNDEZ MALLO

 

Hay una aparente paradoja en todo esto:
el agua es transparente pero oscurece la ropa,
hacemos cola en el fast food
(graffiti-comida), nos gusta la Nocilla,
el café aguado, el aire
que revuelven tus dedos y no vuelve, la vista
de la calle a través del cristal manufacturado.
Nos gusta lo que, existiendo,
no existe,
comprar camisetas blancas y zapatos caros,
silbar aquella canción de Roxy
fue la señal, nos gusta, sobre todo,
pensar el cielo en la tierra,
saber que tenemos razón para que
nos traiga sin cuidado tenerla.
Nos gusta comprar discos repetidos
de Esplendor Geométrico, vivir
una manzana más abajo de la cabeza de Newton,
(llovió y no quiero secarte el pelo, árbol de navidad de agua)
nos inquieta la pregunta: por qué los aviones
toman tierra y no derrapan, por qué los libros
son más altos que anchos, por qué el amor
(solución de una ecuación irresoluble) finge
su existencia.
Sabemos que el firmamento es cavidad resonante
de mensajes que se perdieron, y de aquellos que nos llegan
el emisor ha muerto. Sabemos la contradicción
de guerra humanitaria, que gana
quien derrama más sangre y después escucha
(graffiti-concierto) a Bach en los escombros del patio,
yo mismo a veces creo haber defraudado tanto
que me entregaría al cuerpo de cualquiera,
a lo que es pura ruina y carencia
y como el agua oscurece.
Me muero por piratear esta noche
los 50 gigabytes de tus pezones,
y qué más da Punk No Dead que Opus Dei Forever
si te imaginas que al final el cielo fuera sólo un anuncio
de papel Albal nos tararea Sr. Chinarro
en la ranura de tu sexo. Hay una aparente paradoja
en todo esto: envasado al vacío nos vendemos tiempo.

Agustín Fernández Mallo (La Coruña, 1967) ha publicado los libros de poemas Carne de pixel y Joan Fontaine Odisea -al que pertenece este poema. Su libro «Postpoesía. Hacia un nuevo paradigma» ha quedado finalista del Premio Anagrama de Ensayo.