TWITTER Y FACEBOOK

Este punte, además de cumplir con varias de las pretensiones que nos marcamos a su ya lejano inicio y dejar algunas otras en el tintero (las menos, que conste), hemos estado trasteando en algunas de las herramientas que forman parte de la tristemente llamada Web 2.0: el Twitter y Facebook.

El Twitter es una gansada cachonda que permite seguir los pasos de las personas en tiempo real. Uno escribe en la página “Blogueando” o “Corriendo con los amigos de Las verdes” o “En las zambras del Sacromonte” y dichos textos, que no pueden tener más de 140 caracteres, aparecen publicados allá donde quieras. En mi caso, lo he incorporado a la célebre (aunque ignorada) margen derecha de esta bitácora y, también, a mi página del Facebook.

Facebook. ¿Libro de Caras? ¿Las caras de los libros? ¿Libros por la cara? ¿Son caros los libros? No sé mucho de Facebook. Me enteré que, antes de las elecciones, Rajoy se apuntó y sumó un montón de amistades en poco tiempo.

La verdad es que me di de alta, pero no le encontré mucha utilidad. Y pasé de ello. Un par de amigos se hicieron amigos, otro me mandó su solicitud para ello… y ha sido en este Puente, con más tiempo, que me he podido enterar un poco más del tema.

Facebook parece ser una especie de lugar de encuentro virtual entre amigos que incorpora buena parte de los gadgets habituales de la comunicación por Internet: foros, chats, messengers, cuadernos de fotografías, tablón de anuncios, perfiles actualizados, aficiones compartidas, el mismísimo Twitter del que hablábamos… Te recuerda fechas de cumpleaños y te permite mandar felicitaciones y regalos, crear eventos e invitar a tus amigos a que vayan y, me imagino, un larguísimo etcétera de aplicaciones que ahora mismo se me escapan.


Yo, ahora mismo, tengo once amigos. Lo que, me imagino, debe ser una ridiculez. Pero bueno. Las amistades cibernéticas hay que cultivarlas poco a poco.

En fin, que nos vamos zambullendo, cada vez más, en el tinglado este de la Web 2.0, de la que sabemos muy poco. Y eso que ya se empieza a oír hablar de la siguiente revolución en esto de Internet. Una revolución a la que los intelectuales y gurús de la cosa empiezan a llamar, en un prodigio de originalidad, Web 3.0. Manda webs, que diría Trillo.

Si la Web 2.0 ha sido, es, la de la interactividad y la relación social, se supone que su versión más avanzada estará basada en el conocimiento. Y como Conocimiento, en inglés, es Knowledge, ¿por qué no llamarla Web.Kon, jugando con el conocimiento, el knowledge y el punto-com típico de la cosa virtual?

Una idea. Una propuesta, tan solo.

Jesús Lens, en busca de amigos para su Facebook.

UNITED 93

Sábado por la tarde. A eso de las cuatro.

– ¿Por qué no vemos Indiana Jones?
– No. Que no me voy a aburrir. Que esas películas no me gustan.

Como vemos que en el Canal + dan “United 93”, pasando por alto la irreverencia de juntar en una misma frase las palabras Indiana Jones y aburrimiento, nos enganchamos a una película tan corta como intensa, que en su momento tuvo una excelente acogida por parte de la crítica.

Y no es para menos.

La gran habilidad de los creadores de “United 93” es jugar con la información, exhaustiva, que el espectador tiene sobre los hechos que va a contar. Podríamos decir que es un ejemplo superlativo de lo que Alfred Hitchcock definiera como suspense: imaginemos una secuencia de una película en que el protagonista está sentado en un teatro, viendo la representación de una obra. De repente, explota una bomba. El espectador queda tremendamente sorprendido durante unos segundos. Ahora bien. Imaginemos que, antes de que el protagonista se siente a disfrutar de su obra de teatro, hemos informado al espectador de que una bomba va a estallar en la platea unos minutos después. Toda la secuencia cambia de sentido y esos minutos serán angustiosos, mientras vemos al protagonista sentado en su butaca, disfrutando de la obra de teatro, confiado, ignorante de algo que el espectador ya conoce. Eso es el suspense.


En el caso del vuelo 93 de United Airlines, pasa eso. Todos sabemos lo que, por desgracia, terminó ocurriendo con el vuelo que partió de Newark con destino a San Francisco el fatídico 11-S. La cuestión era, pues, cómo contarlo, casi en tiempo real, sin:

A.- Aburrir al espectador.
B.- Caer el maniqueísmo sensiblero.
C.- Irritar a los familiares de las víctimas.


La solución: Por una parte, utilizar elementos y recursos narrativos muy distintos, partiendo la acción en diversos espacios, desde el propio avión –en el que también hay espacios muy claramente diferenciados- a aviación civil o el centro de mando de los militares. Utilizando imágenes de televisión que hemos visto repetidas hasta la saciedad, pero que, en la película, cobran una dimensión muy especial. Usando los radares y los puntitos verdes que en ellos aparecen como excelente recurso para hacer una portentosa y trágica elipsis, etcétera.


Por otra, apelar al espíritu de grupo de los pasajeros. Aunque unos son los que incitan a los demás, no hay ninguno que, en la película, cobre un protagonismo especial. Se trata de mostrar el valor y el heroísmo de la gente anónima, de la gente de a pie. Se trata de reivindicar el poder de la ciudadanía, su capacidad de sacrificio, su valentía y abnegación.

“United 93” son ochenta y ocho minutos de puro cine. Un cine comprometido y testigo de unos acontecimientos que conmocionaron al mundo. Un cine que, poniéndote un nudo en la garganta y manteniéndote atrapado, demuestra que las películas, sin aburrir en absoluto, pueden ser más, mucho más que un mero entretenimiento para adolescentes.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

TIEMPO, FAMA, GRAN HERMANO Y FÚTBOL TELEVISADO

La columna de hoy de IDEAL, un tanto ácida, pero cariñosa y bienintencionada. Relacionada con «Estar más no significa trabajar más.»

Me comentaba un amigo, hablando sobre lo mucho que me gusta escribir, que se notaba que tenía mucho tiempo. Lo decía de buena fe, me consta, pero me hizo gracia escuchar otra vez una expresión que, implícitamente, lleva una cierta carga de crítica mordaz, como si uno fuera un vago redomado.


El caso es que sí. Es cierto. Tengo tiempo. Dispongo exactamente de mil cuatrocientos cuarenta minutos diarios, que, al cambio, suman veinticuatro horas. Es, curiosamente, el mismo tiempo de que dispone Sarkozy para hacerle unos arrumacos a la Bruni, salir en la tele diciendo alguna machada, dictar un par de leyes, liberar a algún ciudadano secuestrado y hacer footing. El mismo tiempo, en fin, que tiene una joven etíope para recolectar leña con que hacer un fuego para alimentar a su familia.


Condicionado por sus circunstancias personales, cada uno hace con su tiempo lo que le viene en gana. Pongamos como ejemplo esa tele-realidad que nos rodea. Tenemos, por un lado, el inefable “Gran Hermano” en que sus protagonistas se dedican a golfear y gandulear el día entero, desde que se levantan hasta que se acuestan. Y tenemos “Fama”, un programa en que sus participantes, además de tontear lo suyo, han de bailar, preparar coreografías, improvisar y trabajar para ganarse su continuidad en el concurso. Siendo lo mismo, no es ni parecido.


En nuestra vida diaria, todos tenemos que decidir a qué dedicamos los mil y pico minutos diarios de tiempo que el reloj nos regala cada mañana. Así, podemos hacer deporte o verlo por televisión. ¿Por qué tiene tanto éxito el fútbol? Porque, cuando termina el partido, sin habernos movido del sofá, podemos presumir, colectivamente, del partidazo que hemos hecho y de la victoria que hemos cosechado. Los deportes televisados transmiten al espectador la falsa sensación de que ha estado haciendo algo, más allá de rascarse la panza, arrumbado en un sillón.


Añagazas para justificar que nos encanta perder el tiempo las hay a cientos. Desde esas infumables comidas de trabajo a las eternas reuniones sin contenido que te dejan baldado. Del cansancio tras una jornada laboral en que no te has levantado de la silla a la pereza provocada por el tráfico, cuando te planteas ir a un concierto, al cine o a ver una exposición; por no hablar del tiempo perdido parloteando por teléfono.

El caso es que siempre tenemos una inmejorable excusa para el no hacer y la inacción. Pensemos en esas determinaciones de año nuevo. En esos planes para el fin de semana o las vacaciones. En esas energías postveraniegas. Al final, las palabras se nos suelen quedar en el tintero, las ideas en la cabeza y las mejores intenciones en el limbo. Por eso, la autodisciplina y la autoexigencia siguen siendo las únicas recetas válidas para vencer la abulia general, siempre disfrazada de unas agendas apretadas hasta la extenuación y de una vida social tan teóricamente activa y excitante como realmente tediosa e improductiva.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.