JULIA, LA NIÑA TRANQUILA

Estaba cómoda y serena, plácidamente sumergida en su líquido amniótico, protegida de las inclemencias exteriores. Tanto, que se lo tomó con calma a la hora de salir de su placentera piscina materna.

Si a las ocho de la mañana comenzó a hacer algunos amagos, no fue hasta las cuatro de la tarde que empezó, en serio, a abrirse camino hacia el mundanal ruido. Pero le costaba dar el paso decisivo. Tranquila, sosegada y premiosa, no quería sacar la cabeza y remoloneaba, durmiéndose incluso, antes de emprender el primer viaje de su vida.

Cómo me gusta eso de que lo primero que hace un niño, a la hora de nacer, sea viajar. Y no es un viaje cualquiera. A pecho descubierto y de cabeza, los críos se lanzan a una aventura larga, compleja, complicada y duradera. Se lanzan a vivir. Y, de inmediato, a comer. Y a dormir.

Nervios, excitación, miedo, ilusión, recuerdos y rememoranzas… todas esas sensaciones se acumulan, juntas y revueltas, en las horas previas al nacimiento. Pero luego llegan la dicha, la alegría y la felicidad. Inmensas, sin mácula, absolutas.

Foto cortesía de José Antonio Guerra Expósito,

el fotógrafo más rápido a este lado del Genil

Cuando Julia aparece en escena, en los brazos de su padre, gordita, con esos carrillos, con esas mejillas, con ese pelo negro y esos ojillos diminutos, esos bracitos rellenos… ¡Ay! El torrente de emociones que nos embarga se ve reflejado en el torrente de lágrimas que pugnan por liberarse de unos ojos que, incrédulos, han presenciado un viaje que lleva haciéndose desde hace millones de años y que, sin embargo, es siempre único, siempre distinto, siempre milagroso.

Jesús Lens.