El mal olor

Me aprestaba a escribir esta columna, el lunes por la tarde, cuando me sentí incómodo. Fue de repente. Sin saber por qué. Era una sensación extraña que me dejó algo mareado, incluso. Me levanté y anduve por el pasillo, pero no me recuperaba. ¿Me habría pasado con el potaje, a medio día? Opté por ponerme el chaquetón y salir a dar una vuelta, aunque hacía un frío helador y no tenía ganas de caminar. Tardé una hora en volver y, al abrir la puerta de casa, lo sentí: olía mal.

Fui a la cocina a ver qué demonios me había dejado fuera del frigorífico, pero no encontré nada. Buceé en todos los recovecos de la nevera, en busca de algún apio olvidado en un ignoto rincón, pero estaba toda limpia y espercojá. Me asomé a la basura, y tampoco.

 

Fui al baño, pero nada. Como los chorros del oro. Entonces lo sentí. El mal olor venía de mi biblioteca, de mi lugar de trabajo. Era raro: jamás me llevo nada orgánico al escritorio, que no me gusta comer mientras escribo, aunque sea un sándwich. Lo que le faltaba a mi caos cotidiano de papeles, bolígrafos, periódicos y revistas es añadirle migas de pan o lamparones de aceite.

Y, sin embargo, la peste provenía de allí. ¿Se me estaría pudriendo algún libro, perdido al fondo de una balda de la librería? Era complicado de asumir, pero no me iba a quedar más remedio que buscarlo. Me senté un momento, tratando de decidir por dónde empezar la caza del libro en descomposición, cuando me llegó, perfectamente perceptible, una fétida y pútrida ráfaga de insoportable olor.

 

En esta ocasión, no me quedó lugar a la duda: provenía del ordenador. ¿Cómo era posible? ¿Se le habría cruzado algún cable y se estaba quemando el plástico negro? ¿Se habría colado algún insecto en la carcasa y se estaba friendo a fuego lento? Tras hacer todas las comprobaciones posibles, me convencí de que no. No había ningún resto orgánico allí dentro. Sin embargo, el pestazo persistía.

 

Estaba perplejo, pero se había hecho tarde y me apremiaban del periódico, por lo que me lancé a consultar la última hora. Entonces lo vi claro: Torres Hurtado y el caso Serrallo, la Púnica y la Lezo, los ERES… todo ello era carne de portada. De ahí provenía el mal olor.

 

Jesús Lens

Tráfico clandestino

—Las tengo. Por fin las he conseguido.

—¿Cuántas?

—Diez. Más, me ha resultado imposible. Pero creo que serán suficientes. Al menos, para quitaros el mono.

—Joder. Diez nada más… Aunque menos es nada, también es cierto. No está mal. Como dices, nos vienen de perlas, con esta ansiedad.

—Es cuestión de racionarlas y consumirlas poco a poco…

—Ya. Eso se dice muy fácil, pero luego, una vez que empiezas, a ver quién es el guapo que se controla. Y más, rodeado de esos locos.

—Y locas.

—Y locas, sí. Faltaría más. Que hay un montón de ellas, afortunadamente. ¿Y el precio?

—Del precio mejor no hablamos. Ni te cuento lo que me han costado.

—¿Entonces? ¿Cómo vamos a hacer?

—Quiero compartirlas con vosotros. Que no es lo mismo consumirlas en soledad que en buena compañía.

—Sí. Eso es cierto. Mejor cuanta más peña. Además que, de ti, nos podemos fiar. Lo realmente difícil es encontrar a gente dispuesta a jugársela de verdad, y no de boquilla. Que dándole al pico, la gente es muy valiente y arrojada. Pero luego, a la hora de la verdad, la mayoría se arruga y empieza a poner excusas.

—Conmigo, eso no va pasar…

—¡Faltaría más! Encima de que eres el suministrador del material… Si te parece, nosotros ponemos el lugar para la primera dosis. Hemos encontrado un sitio discreto y alejado de miradas curiosas.

—Eso es fundamental, pero no basta. Es necesario asegurarse de que resulta ilocalizable y que no podrán rastrearnos.

—Lo sé, lo sé. Tranquilo. Está todo controlado: el lugar no tiene conexión a Internet. Además, dos del grupo se sacrificarán esa primera noche, metiendo todos nuestros móviles en una mochila con la que saldrán de juerga e irán poniendo fotos de cervezas, tapas y copas en nuestras redes sociales, dándole al Me gusta de unas y otras y retuiteando sin parar, desde los diferentes terminales.

—Genial. Pero no es suficiente. ¡Ni te imaginas cómo están las cosas ahí fuera! El lugar elegido, ni siquiera puede estar conectado a la red eléctrica. Será necesario un grupo electrógeno autónomo.

—¿En serio?

—Y tan en serio. Te garantizo que, en cuanto conectáramos el reproductor de dvd y pusiéramos una película de Woody Allen, saltarían todas las alarmas y los agentes de Moralistas sin Fronteras no tardarían ni quince minutos en caer como fieras sobre nosotros…

Jesús Lens

Almas solitarias

Por mucho que se empeñara, en realidad, no era una noche como las demás. Y, por más que se quisiera convencer de lo contrario, si estaba allí, era porque se había quedado sin nadie cercano con quien estar en cualquier otro lugar.

Se había blindado por todos los medios posibles para tratar de olvidar que era Nochebuena, incluyendo su selección más dura de heavy metal atronando el coche a todo volumen, pero las calles vacías, a las once de la noche, no dejaban mucho margen a la imaginación. Era eso o el Apocalipsis zombi. Y mejor pensar que se trataba de una festividad, a pesar de todos los pesares.

“No estoy sola”, se consolaba, pensando en los voluntarios que se apuntan a hacer la guardia en hospitales, comisarías o parques de bomberos, en esos viajeros solitarios que aprovechan las fechas señaladas en que todo el mundo está en casa para conseguir billetes baratos de avión o en otros como ella, la gente del taxi, recorriendo las grandes avenidas de la ciudad a la caza y captura de esos jóvenes -y no tan jóvenes- que no perdonan una fiesta para correrse una juerga.

A las cuatro de la mañana, tras varios servicios tan lucrativos como hirientes -aún le dolía esa felicidad ajena, fuera real o impostada- el recuerdo, la pena y la melancolía habían conseguido derrotarla. Decidió volver a casa y encerrarse de una maldita vez hasta que pasaran aquellas condenadas fiestas.

Dudó si recoger a aquel último cliente o enfilar directamente hacia su cochera, pero esos últimos 10 o 15 euros le darían algo más de sentido a aquella noche y, al menos, no era otra parejita feliz camino del catre, para darle sentido carnal a la Nochebuena…

Serio y circunspecto, el hombre hizo el amago de sentarse en el asiento delantero. Sin saber por qué, ella le abrió la puerta, cuando se lo tenía terminantemente prohibido siempre que hacía el turno de noche.

Se quedó mirándole, esperando, pero él tenía la mirada perdida, como si no estuviera allí.

—¿A dónde?—preguntó.

No obtuvo respuesta.

—¿A dónde le llevo, oiga?—insistió en voz más alta, tocándole el hombro.

—Lo más lejos posible.

Horas después, todavía inmovilizados por la tormenta de nieve, seguían conversando en la impersonal cafetería de un área de servicio perdida de Despeñaperros.

FIN

NOTA.- Me encanta la tradición literaria del Cuento de Navidad, sobre todo, porque no soy yo, precisamente, de natural espíritu navideño. Así, escribir mi columna de IDEAL en forma de Cuento de Navidad me anima a cambiar de registro.

Os dejo los últimos que he ido escribiendo. El de 2016 se tituló «La multitud», en 2015 no escribí, en 2014… ¡tampoco! El de 2013 se tituló «Hasta aquí hemos llegado», en 2012 también fallé y es que, a 2011, ya llegué por los pelos: «Esta vez no lo conseguí (pero sirvió para algo)». En 2010, lo titulé «Nieva en La Habana», el de 2009, «Alegría».

En 2008, «Estaré bien», y en 2007… ¿dónde demonios estaría yo, en 2007, que no encuentro nada? Imagino que en otro blog cuyo contenido estará dando vueltas por ahí, por el ciberespacio.

 

Lo dicho: ¡FELIZ NAVIDAD!

Jesús Lens

Escritor de falsas biografías

¡Máxima atención, headhunters, cazatendencias y prosprectores del futuro laboral! Después de ver la segunda parte de “Blade Runner” y de tragarme íntegramente la serie “Westworld”, veo muy claro cuál será una de las profesiones del futuro: la de escritor de biografías falsas.

O, mejor dicho, la de inventor de biografías, que no es lo mismo. Biografías para esos robots que, según los profetas, nos acompañarán de aquí a nada, en cuanto la inteligencia artificial sea una realidad tangible y palpable en vez de un argumento para apocalípticas distopías de ciencia ficción.

Porque los robots -denominación que urge actualizar, que “robot” tiene unas connotaciones que para nada les favorece- también tienen su corazoncito, aunque sea de metal. Y nos van a exigir un relato para sus vidas. Las célebres preguntas que todos nos hacemos en las noches de verano -sobre todo, después de unas sangrías- tumbados en la arena de la playa o sobre la hierba del prado, mirando al cielo estrellado; los robots se las harán desde el instante en que cobren conciencia de sí mismos: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy?

Replicantes en animada conversación conversación con sus creadores

Y ahí es donde entramos nosotros, los humanos. Sobre todo, los cuentistas. ¡Nos vamos a poner la botas, con este nuevo género literario! Ojo, que tampoco es nada realmente novedoso: John Ford ya escribía las biografías completas de los protagonistas de sus películas y se las daba a los actores, para que interiorizaran sus personajes y les sirvieran para comprender sus reacciones y comportamientos.

Hace un tiempo invité a algunos amigos a un divertimento / experimento literario: escribir una biografía fingida de nosotros mismos, en primera persona y en un máximo de 500 palabras. ¿O eran 1.000? Quizá fueran 300… Da lo mismo. Lo importante era fabular, imaginar, soñar y, por supuesto, mentir. Como bellacos.

Recuerdo que me divertí mucho con aquel experimento. Lo que nunca imaginé es que, en el futuro, pueda ser una profesión, una forma de ganarnos la vida; un género literario en sí mismo que requerirá de un agresivo formato transmedia para que nuestros hermanos robots nos compren las historias que, sobre ellos, vayamos inventando.

Este tiene hechuras de escalador, por ejemplo

Y ahí sí que no caben el tongo o la manipulación. El consumidor tendrá la última palabra y será quién decida si hacer suya la vida que tú le has inventado… y continuar con ella. ¡Qué curiosidad! ¡Qué responsabilidad!

Jesús Lens

Hecho un basilisco

Hace unas semanas tuve una discusión en un bar. Todo empezó de la forma más absurda: un grupo de amigos estábamos a gusto, pasando un buen rato, cuando un camarero mostró cara de enfado, como si algo de lo que hacíamos no fuera de su agrado.

 

Yo pasé del tema y seguí con la farra, entre risas, historias, anécdotas y birras. Pero una de mis amigas, que tenía más relación con los dueños del local, empezó a agobiarse.

 

La vi en la barra, hablando con el camarero, mientras nosotros seguíamos a lo nuestro. Regresó a la mesa, pero ya no se la veía a gusto. A los pocos minutos, el camarero salió de la barra y retomó la conversación con mi amiga, que se alejó para no incomodarnos con la discusión.

 

Me acerqué a preguntar qué pasaba y no conseguí entender los argumentos por los que el tipo estaba molesto. Es decir, entendía lo que decía, pero me parecían argumentos carentes de cualquier lógica o sentido. Poco a poco, me fui irritando. El tipo estaba tan convencido de tener la razón que apenas me dejaba meter baza, haciendo ostensibles y afectados gestos de desprecio por mi forma de pensar.

 

Llegados a ese punto, yo estaba harto, sulfurado, iracundo e indignado. Hecho un basilisco. Con decirles que decidí irme del local sin siquiera apurar la caña que tenía sobre la mesa…

 

Secundado por mi gente, recogí mis cosas y me giré hacia la barra, que mi amiga seguía hablando con el camarero. Cuando iba a gritarle que lo mandara al infierno y que nos largáramos de una maldita vez, la escuché decir: “Está claro que no nos vamos a poner de acuerdo, ¿verdad?” Y el tipo le respondió que posiblemente no, pero que con el bar lleno de gente y el jaleo que había, era mejor dejarlo y hablar otro día, más tranquilos, tomando un café.

 

Mi amiga le dio dos besos en la mejilla, él se los devolvió y se despidieron amigablemente. Mientras, el basilisco que llevo dentro, me decía que quizá, y solo quizá no debería haberse sulfurado tanto.

 

Jesús Lens