Ritos de verano

El verano, con sus días eternos y sus noches efímeras, es pródigo en ritos y costumbres más o menos arraigados, de la sangría fresquita y los espetos de sardinas a los amores fugaces al borde del rebalaje o en lo alto de la era.

Desde hace mucho tiempo, mi hermano y yo tratamos de cumplir un rito que cada año tiene más de reto: cruzar a nado el cabo Sacratif, saliendo desde la playa de la Chucha.

Todo comenzó con un disgusto. Hace muchos, muchos años, le dijimos a nuestra madre que íbamos a nadar un rato. La dejamos en la orilla del mar, sentada, y comenzamos a bracear. En un momento dado y aunque era tarde, se nos metió en la cabeza lo de cruzar el cabo. Acabamos volviendo casi de noche, cuando en la playa no quedaban ni las conchas. ¡Menudo berrinche tenía Maria Julia!

El tiempo pasa, los cuerpos se oxidan y en nuestras conversaciones deportivas hablamos más de dolores, lesiones, fisios y remedios que de próximos desafíos. Cada año cuesta más cumplimentar ese par largo de kilómetros, pero vuelve a ser una sensación increíble la de nadar en aguas abiertas, sintiendo el calor del sol en la espalda y viendo el cambiante fondo marino a través de las gafas.

Para la travesía de este año elegimos un día de levante con el mar en calma, sin apenas corriente. El agua estaba caliente, clara y cristalina. Solo por debajo, como a un metro de profundidad, se dejaba sentir una corriente de agua más fría. Las condiciones eran tan idóneas que tuvimos ocasión de acercarnos a esas grandes rocas que, en otras ocasiones y vapuleadas por las olas, teníamos que mirar de lejos y de reojo para evitar un tantarantán.

El mar es uno de los grandes lujos que tenemos a nuestro alcance. Por eso resulta tan odioso acercarte a la playa, un día cualquiera, y encontrar el agua sucia, con una capa de espuma, restos de plásticos flotando y mierdas varias.

Cuidar el mar debería ser una tarea de todos. Mantenerlo limpio y lo más incontaminado posible. Por lo que tiene de lugar de recreo y esparcimiento, pero también como despensa nutricional de la humanidad. Algo tan sencillo como nadar un par de horas en las aguas del mar nos reconcilia con todo lo de bueno que tiene. Nos hace más conscientes de la importancia de cuidarlo, mimarlo y respetarlo.

Jesús Lens

 

La España tóxica y garrula

Florentino Pérez, presidente del Real Madrid, alucinó y quedó gratamente sorprendido por el rendimiento competitivo del Granada C.F., tal y como nos contaba ayer José Ignacio Cejudo. Imagino que esas palabras habrán gustado en el seno del equipo rojiblanco. Es lo que tiene ser buenos profesionales.

Sin embargo, durante la primera parte del partido del domingo, los aficionados culés se quejaban en las redes del poco punch de la escuadra de Diego Martínez, que perdía por dos goles a cero y apenas inquietaba a Courtois. De inmediato, las sospechas: los nazaríes estaban compinchados con los blancos.

Durante la segunda parte, los granadinistas se vinieron arriba, marcaron el 2-1 y apretaron de lo lindo a los de Zidane hasta el último segundo del partido. Entonces fueron los merengones quienes alentaron la teoría de la (otra) conspiración: el Barça habría primado a los jugadores granadinistas y por eso mordían con fiereza.

Es de ser muy mediocre cuestionar la profesionalidad ajena sembrando dudas sobre las razones que animan su trabajo. Sugerir que la labor de los demás responde a intereses espurios, sin aportar un atisbo de prueba que lo corrobore, me recuerda al famoso ‘piensa el ladrón que todos son de su condición’.

El Granada C.F. jugó lo mejor que pudo, supo y le dejaron, tanto en la primera parte como en la segunda. Lo demás es ruido de fondo. Y mentecatez. Mucha mentecatez.

Mentecatez como la que ha tenido que enfrentar Pablo Aguilar, jugador de baloncesto granadino que no ha renovado con Burgos porque prefiere irse a disfrutar de toda una experiencia deportiva y vital en Japón.

Algunos aficionados del club burgalés, tan listillos y sabihondos, han determinado que Aguilar es un pesetero que se marcha al básket nipón por una mera cuestión económica. Al margen de que, como buen profesional y mientras respete su contrato, Pablo puede jugar donde le dé la gana; la pasta no es la razón fundamental para irse.

Pablo, a sus 31 años, ha decidido ampliar sus horizontes como ser humano, pero eso no cabe en la cabecita hueca de algunos garrulos de cortas miras para quienes lo único importante es el dinero… y lo que pasa en los estrechos límites de su entorno.

Huyan de quienes, sin conocerles, juzgan a los demás. Pongan tierra de por medio de esa gente tóxica que, sin saber de la misa la media, no tiene empacho en cuestionar las razones ajenas.

Jesús Lens

Cerrar el rebrote

En baloncesto, los entrenadores tienen una máxima cuando trabajan la defensa: cerrar el rebote. Los rebotes no se cogen por saltar más alto, sino por expulsar a los rivales de la zona antes de que caiga el balón. Digamos que es más una cuestión de culo que de piernas.

Una vez pasado lo peor de la pandemia, el gran temor es el rebrote. Brotes de contagio de coronavirus se están dando, puntuales y localizados. Y se están controlando. El miedo es a un rebrote de la enfermedad que nos devuelva al peor escenario posible: el confinamiento general.

Para evitarlo, hay que hacer caso a las autoridades sanitarias y trabajar en lo de cerrar el rebrote, si me permiten el juego de palabras. Si son aficionados al baloncesto, estarán a acostumbrados a ver a esos pívots que cogen rebotes casi sin esforzarse. Pudiera parecer que el balón les cae en las manos por casualidad, como si tuvieran un imán. O un sexto sentido que les llevara, siempre, a estar situados en el punto exacto de la zona donde caerá el rechace.

Nada de todo ello es casual. Se entrena. Para cerrar el rebote, tiene que trabajar todo el equipo a la vez, bloqueando a los atacantes e impidiéndoles que entren en la zona. Además, los buenos pívots estudian a los rivales antes de los partidos y analizan su forma de lanzar para saber hacia donde hay más probabilidades que salga el balón rebotado, si no anota. Son inteligentes. Y decididos: tienen instinto reboteador. Hambre de balón.

Si han visto ustedes el documental sobre Jordan, sabrán de lo que hablo: Dennis Rodman era una máquina reboteadora porque, más allá de sus excentricidades, estudiaba a los rivales con precisión matemática. Después, se lanzaba por los balones con el cuchillo entre los dientes.

Para ser un buen reboteador también son necesarias unas buenas condiciones atléticas y medir el timing de salto. Y está la suerte, claro. Pero las claves para cerrar el rebote son: el trabajo en equipo, el estudio estadístico, la inteligencia y la actitud. A partir de esas premisas básicas entran en juego el resto de factores, pero siempre tendrán una incidencia mucho menor en el cómputo global de un partido que el trabajo bien hecho.

Si queremos evitar un rebrote de la pandemia, jugamos todos: mascarillas, distanciamiento social, manos limpias y comunicación de los síntomas en tiempo real. Afortunadamente, no se nos exige ser Dennis Rodman para cerrar este rebrote.

Jesús Lens

Presupuesto sin público

Veo analogías entre el acuerdo para la aprobación de un presupuesto municipal, por primera vez en cinco años, y la decisión de reanudar sin público las competiciones deportivas de alto nivel.

Hablemos de baloncesto, que sobre el fútbol ya está todo dicho. La NBA ha aprobado, con un discordante voto en contra, volver a la competición en unas condiciones extrañas: solo participarán 22 equipos, concentrados en Disneyworld. Disputarán ocho partidos de temporada regular, un play-in para resolver la octava plaza en juego y los play-off de toda la vida. En plena canícula y en pabellones sin público, por supuesto.

Ante este acuerdo, cabe adoptar tres actitudes: renegar de él y no seguir la competición, aceptarlo a regañadientes y pasarse los próximos meses quejándose y rezongando, o adaptarse a las circunstancias y disfrutar del juego lo máximo posible. Hay razones fundamentadas y sólidos argumentos para mantener y defender las tres actitudes. Ya depende de cada uno.

En Granada, fruto de la negociación y la transacción, se ha consensuado, ¡por fin!, un presupuesto municipal. Seguro que no es el mejor posible, aunque ponerse de acuerdo en algo tan subjetivo resulta imposible. No hay más que ver las críticas vertidas por Unidas Podemos, formación para la que el presupuesto no es lo suficientemente progresista ni socialmente comprometido; y por Vox, que lo tacha de presupuesto socialista.

Entre lo óptimo y lo mejor, noble aspiración del ser humano en todos y cada uno de sus desempeños, está lo sencillamente bueno, que suele ser lo posible… y lo ejecutable.

He leído con sumo interés las entrevistas de Pablo Rodríguez a los muñidores del acuerdo para el futuro presupuesto municipal. En las respuestas de Paco Cuenca, César Díaz y Manuel Olivares había tanta cautela como mesura y sentido común. Justo lo que se espera de los políticos encargados de gestionar la res publica y lo que tanto se echa de menos en la política contemporánea. (Sobre ese tema escribí esta columna en IDEAL hace unos días)

Al margen de los codazos para estar —o no— en la foto; me ha gustado la alusión de los portavoces al ímprobo trabajo en equipo de los técnicos municipales en este proceso y a la labor en la sombra y fuera de foco de Luis González, el concejal encargado de los números en el Ayuntamiento de Granada.

El 31 de julio vuelve la NBA. La afición no rugirá en las gradas ni lucirá los colores de sus equipos y ya no veremos a Stephen Curry este año. Una pena. Pero la vida sigue. Afortunadamente.

Jesús Lens

Por fin vuelve el fútbol

Qué bueno que vuelva el fútbol. Si por mí fuera, y con permiso de la musculatura de los jugadores, empezaría el próximo fin de semana: de todas las medidas de la desescalada, esta es trascendental.

Desde que se paralizaron la Liga, Champion’s y demás competiciones futbolísticas, esto es un no vivir, con miles de vocacionales entrenadores de barra de bar mutados en epidemiólogos, sociólogos y politólogos.

Los kilovatios de energía diariamente empleados en discutir de fútbol se canalizaron hacia temas como el control de la pandemia, la gestión del estado de alarma y las fases de desescalada. Lo que hubiera estado muy bien… si no se estuvieran tratando con el incendiario forofismo partidista con el que habitualmente se habla de deporte.

A mí, el fútbol, me trae al pairo. Me resulta indiferente desde hace años. Sin embargo, cada vez que un intelectual (o aspirante a) suelta lo de que es el opio del pueblo, me sale sarpullido. Nunca he entendido la supuesta superioridad moral del que invierte dos horas en ver una película rumana en VOS sobre el que disfruta de un partido del Granada C.F. Esa necesidad permanente de descalificar al otro. ¡Cómo si fuese incompatible ver deporte con ser un buen lector!

“Es que hay mucha gente para la que lo único importante en la vida es el fútbol, que le tiene el seso sorbido”. ¡Pues muy bien! ¡Allá ella! Mejor que esa encendida pasión forofista se canalice a través del balón en vez de derivarse hacia cuestiones sanitarias o científicas. Mejor que se cuestionen las alineaciones, tácticas y cambios realizados por el entrenador del Real Madrid que las actuaciones y recomendaciones del secretario general de la OMS.

Y no porque considere infalible a la OMS o al doctor Simón, sino porque las opiniones de Fulano, Mengano y Zutano sobre cómo afectan las mutaciones del virus a la gestión de la pandemia tienen tanto fundamento y utilidad práctica como mis pronósticos para la Quiniela.

Sostenía Von Clausewitz que la guerra es la continuación de la política por otros medios. Consideraba la guerra moderna como un acto político, confiriéndole un preocupante elemento racional. Además, los otros dos elementos de la guerra serían el odio, la enemistad y la violencia primitiva por una parte; y el juego del azar y las probabilidades, por otro.

¿No es mucho mejor que la continuación de la política por otros medios acabe en el fútbol, absorbiendo el atávico primitivismo del ser humano y la excitante aleatoriedad nerviosa que provoca el juego?

Jesús Lens