Esto que sigue es parte de la reseña de una magistral novela de Lawrence Block, cuyo contenido completo está AQUÍ.
Me adentro en “Cuando el antro sagrado cierra” en la más absoluta confianza y seguridad de que no me va a defraudar. Es como cuando entras en el bar de toda la vida, donde los camareros te conocen y saben qué vas a tomar. Te saludan por tu nombre y, al grito de:
– ¿Lo de siempre?
te sirven tu bebida, sin que tengas necesidad de pedirla.
Y la comparación con los bares no es gratuita, como el título de la novela os habrá hecho suponer. Porque “Cuando el antro sagrado cierra” es, de todas las miles que he leído, la novela que más y mejor ha descrito, tratado, contado y transmitido el mundo del alcohol, la noche, los bares, las copas, la soledad del bebedor de fondo, los compañeros de farra, las borracheras, las resacas, las lagunas en la memoria…
Si vais siguiendo el proyecto literario en que estoy actualmente enfrascado, (pinchar y seguir desde AQUÍ) veréis que una novela como ésta adquiere una importancia capital.








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Una respuesta a «CUANDO EL ANTRO SAGRADO CIERRA»
Uno de los síntomas de la degradación política por la que está atravesando España, después de 32 años de democracia, es la pervivencia de las ideologías que dieron lugar a la Guerra Civil. Los que vivimos la Transición, los que luchamos por la reconciliación entre españoles durante la clandestinidad, pensábamos que la creación de instituciones democráticas iba a bastar para que nuestro país tomara la senda de la modernidad, de la aceptación de la alternancia en el poder como una cosa civilizada, así como desterrar para siempre el concepto de enemigo político. Pero esto, al menos desde hace 10 años, se ha roto para nuestra desgracia. La llamada Ley de la Memoria Histórica ha reabierto las viejas heridas, y ha demostrado que las tradiciones totalitarias no habían muerto, sino que estaban en estado latente, y han surgido con nuevo vigor asumidas por personas que deberían, por su supuesta autoridad moral, comprometerse con las tradiciones democráticas, pluralistas, y no aparecer como representantes de una verdad histórica, sectaria, irrebatible. Uno de los ejemplos, entre otros, de esto que digo es la distinción, en el terreno de la poesía, entre poetas comprometidos con la causa del bando republicano y de los que estuvieron con el bando nacional.
En unas declaraciones a los medios de comunicación, Luis García Montero reivindica la “calidad literaria” del poeta Luis Rosales. Esta calidad literaria estaría desvinculada de la actitud política del poeta durante la Guerra Civil y la posguerra, al que hay que perdonar sus errores políticos e ideológicos, porque su poesía no estaría ligada “con el discurso franquista o las cruzadas ni con los signos victoriosos, sino con una conciencia interior de culpa”. Esta visión de la poesía de Rosales es radicalmente opuesta cuando se habla, por ejemplo, de Alberti. Aquí surge una especie de visión maniquea de la poesía y de los poetas. En el caso de Alberti se resaltaría su compromiso histórico, heroico, inmaculado, con la II República, sin mentar, como sí se hace con Rosales, sus relaciones ideológicas más oscuras con el Partido Comunista, con su discurso totalitario y antidemocrático, donde la conciencia interior de culpa no existiría, obviamente.
Esta visión, no sólo de la poesía, sino de la historia, en nada ayuda a fortalecer las instituciones democráticas en España; al contrario, a veces esas instituciones pueden servir al propósito opuesto al que estaban destinadas. Este maniqueísmo histórico en nada ayuda a lo que podríamos llamar como marco moral y legal de las instituciones. Una sociedad que no es capaz de curar las heridas del pasado está destinada a fracasar en cualquier empresa que se proponga. Y con eso no se juega, ni al bueno ni al malo.