Christopher Nolan: noir y superhéroes

Será uno de los libros cinematográficos del año. La monografía que el profesor de la UGR José Abad le ha dedicado al cineasta Christopher Nolan, publicado en la prestigiosa colección Signo e Imagen de la editorial Cátedra, estará al final de 2018 entre los mejores libros dedicados a reflexionar sobre el cine.

¿Y saben lo mejor? Que se trata de un excelente trabajo que, partiendo del séptimo arte, nos habla de filosofía, sociología e historia. De cómics, libros, música… la vida, o sea. Justo como debe ser un buen libro dedicado a ese milagro que son las películas.

Junto a James Grey, Jeff Nichols y Dennis Villeneuve, Christopher Nolan conforma el Cuarteto de la Muerte del cine norteamericano contemporáneo. Todos ellos iniciaron sus carreras filmando películas de género negro y fogueándose en el Noir como cineastas. Después, cada uno ha seguido su rumbo, pero sigue habiendo mucho de negro en su cine.

 

En concreto, las primeras películas Christopher Nolan son puro cine negro, con “Memento” e “Insomnia” como mascarones de proa de un policial original, diferente y extraño que tensa los límites de la dualidad bueno/malo, tan habitual en el género, hasta límites insospechados.

(Sigue leyendo en el suplemento Evasión de IDEAL, aquí), o en nuestra página hermana, Calibre 38 AQUÍ; pero recuerda algo importante: tenemos que hablar, por supuesto, la Trilogía del Caballero Oscuro, protagonizada por Batman, el superhéroe más noir de todo el multiverso de justicieros enmascarados.

 

José Abad le dedica un importante número de páginas a una de las grandes trilogías del cine más reciente, en la que el mainstream y el cine de autor conviven lo más íntimamente que pueden hacerlo el agua y el aceite. Antes de desmenuzar y analizar las películas desde los más variados puntos de vista, el autor del libro dedicado a Nolan, que presentamos mano a mano el próximo jueves 22 de febrero en la librería Picasso; hace un completo repaso al origen del personaje, desde su aparición en la mítica revista Detective Comics, en mayo de 1939.

Porque Batman es un hombre sin superpoderes especiales. Un hombre al que el destino y el infortunio arrastran al averno, de donde regresa convertido en un furibundo vengador, como tantas veces hemos visto en películas de cine negro canónicas. Por eso me gusta tanto que, además de hablar de los tebeos más famosos de Frank Miller y Allan Moore, José Abad haga especial referencia a “Batman: año uno”, escrita por Miller y dibujada por el gran David Mazzucchelli, una serie puramente noir, con sus mafiosos incluidos.

 

Jesús Lens

El mal olor

Me aprestaba a escribir esta columna, el lunes por la tarde, cuando me sentí incómodo. Fue de repente. Sin saber por qué. Era una sensación extraña que me dejó algo mareado, incluso. Me levanté y anduve por el pasillo, pero no me recuperaba. ¿Me habría pasado con el potaje, a medio día? Opté por ponerme el chaquetón y salir a dar una vuelta, aunque hacía un frío helador y no tenía ganas de caminar. Tardé una hora en volver y, al abrir la puerta de casa, lo sentí: olía mal.

Fui a la cocina a ver qué demonios me había dejado fuera del frigorífico, pero no encontré nada. Buceé en todos los recovecos de la nevera, en busca de algún apio olvidado en un ignoto rincón, pero estaba toda limpia y espercojá. Me asomé a la basura, y tampoco.

 

Fui al baño, pero nada. Como los chorros del oro. Entonces lo sentí. El mal olor venía de mi biblioteca, de mi lugar de trabajo. Era raro: jamás me llevo nada orgánico al escritorio, que no me gusta comer mientras escribo, aunque sea un sándwich. Lo que le faltaba a mi caos cotidiano de papeles, bolígrafos, periódicos y revistas es añadirle migas de pan o lamparones de aceite.

Y, sin embargo, la peste provenía de allí. ¿Se me estaría pudriendo algún libro, perdido al fondo de una balda de la librería? Era complicado de asumir, pero no me iba a quedar más remedio que buscarlo. Me senté un momento, tratando de decidir por dónde empezar la caza del libro en descomposición, cuando me llegó, perfectamente perceptible, una fétida y pútrida ráfaga de insoportable olor.

 

En esta ocasión, no me quedó lugar a la duda: provenía del ordenador. ¿Cómo era posible? ¿Se le habría cruzado algún cable y se estaba quemando el plástico negro? ¿Se habría colado algún insecto en la carcasa y se estaba friendo a fuego lento? Tras hacer todas las comprobaciones posibles, me convencí de que no. No había ningún resto orgánico allí dentro. Sin embargo, el pestazo persistía.

 

Estaba perplejo, pero se había hecho tarde y me apremiaban del periódico, por lo que me lancé a consultar la última hora. Entonces lo vi claro: Torres Hurtado y el caso Serrallo, la Púnica y la Lezo, los ERES… todo ello era carne de portada. De ahí provenía el mal olor.

 

Jesús Lens

Yo, el espía

Lo confieso: desde que tengo uso de razón, quise ser espía. Pero también lo reconozco: desde que era un moco, no tenía aptitudes. Y miren que la cosa empezó bien cuando me apunté a Taekwondo, pero no pasé del cinturón amarillo. Y con el inglés, que tampoco se me daba mal. Pero nunca conseguí perder mi acento zaibrish, demasiado revelador.

Luego empecé a crecer. Y me planté por encima del 1,90. Demasiado para pasar inadvertido, algo básico en el manual del buen espía. Además, soy torpe y desmadejado y mi proverbial sentido de la orientación hace que llegue a perderme en el pasillo de mi casa.

 

Cuando cayó el Muro, un nuevo horizonte se abrió en los servicios de inteligencia de los países, con aquella fallida profecía del Fin de la Historia. Que menudo visionario, Fukuyama. Pero yo seguí sin encajar. Porque tecnológicamente soy tirando a achantado. Y un espía que no se manejara con la incipiente chismología, ni podía ser espía ni podía ser nada.

Aun así, no desistí y me hacía querer: había leído que los reclutadores de espías estaban en las aulas universitarias, todo ojos y oídos para detectar el talento. Allí me tenían en las bancadas, tratando de decir cosas intelectuales entre clase y clase, a ver si colaba. Y en la cafetería, pero todo el mundo parecía jugar al mus…

 

En mi haber, les confieso que una ve seguí a un tipo. Me lo propuse a modo de entrenamiento. Elegirle al azar y seguirle hasta que cejara en su caminata. Pero tuve mala suerte: el tipo era un andarín descomunal y no parecía cansarse de callejear. Eso, o que le habían echado de casa. El caso es que, cuando llevaba una hora de seguimiento, el individuo pasó por delante de la Librería Urbano. Y allí me quedé, dando por terminado el ejercicio.

 

Es posible que mi afición al noir venga de ahí, de mi frustración por no haber podido ser espía. Tampoco es que quisiera ser el Tom Cruise de “Misión: imposible”, me angustiaba ser el Smiley de John le Carré y, visto lo visto con Julian Assange, antes pediría asilo político en Tabarnia que mezclarme con Wikileaks.

Ahora son la Inteligencia Artificial y el Big-Data los que lo petan, pero camino de los cincuenta, me temo que este tren tampoco lo cojo. ¡Maldita sea!

 

Jesús Lens

 

Cloverfield y el acelerador

Las autoridades granadinas deberían advertir a los espectadores de Netflix que, cuando vean “The Cloverfield Paradox”, tengan en cuenta que es una película. De ciencia ficción. Poniendo el acento en la cuestión de la FICCIÓN. Vayamos a que los vecinos de Escúzar se asomen a la última gran Paradoja del cine contemporáneo y entren en modo pánico.

La Paradoja de Cloverfield cuenta una historia sencilla: el mundo se enfrenta a una crisis energética sin precedentes y, para solventarla, una nave espacial que viaja por el espacio se apresta a poner en marcha un poderoso instrumento: un acelerador de partículas. ¿Les suena?

No les voy a contar lo que ocurre en la película, pero sobre este tema, que me intriga y me apasiona, ya escribí hace unos meses: la puesta en marcha del acelerador de partículas en nuestra tierra nos permite abrigar esperanzas sobre viajes en el tiempo y la posibilidad de acceder al multiverso, con todo lo que eso implica: pliegues espacio-temporales, agujeros negros y de gusano y un etcétera tan largo como sea usted capaz de imaginar, querido lector. (Lean aquí y aquí un poco más sobre mis -peregrinas- teorías)

Es posible que no le suene eso de Cloverfield. Es lo que tiene la genialidad visionaria de los traductores de títulos de las distribuidoras españolas, que estrenaron la primera película de la saga con el funesto título de “Monstruoso”, hace ahora diez años (lee aquí mi reseña de la película). Así, cuando ocho años después se estrenó una cinta titulada “Calle Cloverfield, 10”, en España fue muy difícil reparar en la conexión entre ambas películas (lee aquí mi reseña de esa sorprendente ¿secuela?).

Domingo 4 de febrero. Superbowl. La cita deportiva que a más espectadores concita en torno a la televisión, en los Estados Unidos. Y un anuncio: llegaba la tercera entrega de “Cloverfield”. ¿Cuándo? ¡Justo al finalizar el partido! ¿Dónde? En Netflix, por supuesto.

La película, que viene con el marchamo de JJ Abrams, se filmó en la más absoluta clandestinidad y, en la época de las filtraciones a tutiplén, ha conseguido pasar completamente inadvertida hasta el momento de su estreno, cuando su irrupción provocó una enorme perturbación en la Fuerza cinéfila.

¿Y saben lo mejor? Que la cuarta entrega ya está filmada. Y que se estrenará en cines. ¿Qué nos deparará? No tardaremos en saberlo. Pero de momento, vean “The Cloverfield Paradox” y sueñen con nuestro acelerador de partículas. ¡Qué buenos ratos nos deparará, además de traer inversión y puestos de trabajo!

Jesús Lens

La Tapa que todo lo tapa

¿Tapa la tapa las bondades de la pujante y moderna gastronomía granadina? Interesante, ardua y polémica cuestión en una provincia famosa en el mundo entero por la Alhambra, Sierra Nevada, la Universidad… y sus enormes y fastuosas tapas. Esas que, aunque tan poco les gusten a los nuevos restauradores, siguen dando de cenar a turistas, estudiantes y nativos por el precio de tres o cuatro cañas. Cañas de un precio cada vez más elevado, eso sí.

La dialéctica sobre la tapa se sustenta en una vieja rivalidad: cantidad vs. calidad. ¿Quién es el guapo al que no le han servido una reverenda mierda en forma de tapa, en alguna ocasión? No puedo olvidar -se lo conté a ustedes hace unos meses- ese bar en que una repugnante tapa de pescado casi me hizo vomitar. No he vuelto a pisar dicho local, pero sigue abriendo su persiana todos los días, lo que no deja de constituir un misterio para mí. Imagino que el hecho de que el dueño fumara en su interior con total tranquilidad e invitara a hacerlo a los clientes habituales, le ayuda al sostenimiento de su insalubre negocio.

En Granada es inconcebible salir de cañas y que no te pongan tapa. Y así debe seguir siendo: ocupando el furgón de cola europeo en renta per cápita, PIB, empleo y cualquier variable macroeconómica que ustedes quieran, ¡qué menos que una tapilla con el vino o la cerveza, para matar la gusa y evitar que el alcohol se nos suba demasiado!

A medida que nos hacemos mayores, sacrificamos la cantidad por la calidad y dejamos de ir a ensordecedores garitos de batalla, famosos por sus tapas XXL de pan con pan y un leve toque de atún con tomate o por sus infernales fritangas que se repiten hasta el amanecer. Crecer es buscar espacios cálidos, tranquilos y acogedores donde disfrutar de bocados más suculentos y exquisitos. Madurar es, también, educar el gusto y la sensibilidad gastronómica.

El reto es conseguir que la tapa, además de ser un reclamo y un placer en sí misma, sirva como invitación a ir más allá de los bocados habituales. La tapa como incitación a que el cliente, además de relamerse con ella, se adentre en la carta de platos y raciones del local. Una enriquecedora cohabitación que supone educación, generosidad, imaginación y creatividad.

Jesús Lens