¿Cómo fue esa jornada de reflexión? Yo, como ya voté por correo y me encuentro en la maravillosa villa de Plentzia, en el marco del festival Bruma Negra, hablando sobre asesinos en serie, clubes de lectura y cócteles negros y criminales; he reflexionado más bien poco. Aun así, me ha impresionado leer los testimonios de determinados ingleses que ya se han arrepentido de votar a favor del Brexit. Vienen a decir que, de haber sabido que saldría, habrían votado en contra.
Dejando al margen el efecto que, en el voto, pueden acabar teniendo las encuestas, que es materia para otro artículo, vamos a centrarnos en las elecciones de hoy domingo. ¿Tiene claro a quién va a votar usted, amable lector? Y, sobre todo, ¿tiene usted claras las razones por las que va a votar a ese partido, a ese candidato, y no a otro?
Uno de los tópicos más típicos de un día como el de hoy es hablar de la Fiesta de la Democracia. Creo que, esta ocasión, votando por segunda vez en seis meses, no será una frase muy usada por los candidatos, pero recordemos que, en las fiestas, tendemos a dejarnos llevar. A pasarnos. A ser desmesurados. Y que, al día siguiente, nos despertamos con resaca, rotos y pensando aquello de ¿quién me mandaría a mí…?
Vaya usted a votar, amable lector. Y vote lo que considere más oportuno y pertinente. O no vote, llegado el caso. Pero, por favor, no vaya usted a votar algo que, cuando se levante el lunes por la mañana y vea los resultados definitivos, con el 100% de los votos escrutados, le haga a usted pensar lo que a ciertos británicos: de haberlo sabido…
De verdad, sin ánimo de ofender, ¿se puede ser tan imbécil como para votar por una opción que, de salir, te obliga a echarte las manos a la cabeza? A la hora de votar y, frente a la tentación del castigo electoral, tenga en cuenta que las encuestas tienen la credibilidad de las cartas del tarot, tanto las más reputadas como las confeccionadas a base de frutitas de colores, como si fueran una máquina tragaperras incitándole a gastarse la pasta.
Vote usted, o no vote. Pero hágalo de forma que, el lunes, no se mire usted al espejo y, enfrentándose a su propia mirada, se pregunte por qué.
Se hace extraño acostarse por la noche con unas tranquilizadoras encuestas que hablaban de un 55% a favor de la permanencia del Reino Unido en el seno de la UE, y despertarte con la noticia de que se van. O, al menos, de que un 52% de la población británica ha optado por el Brexit. A estas horas ya están hechos todos los análisis posibles. Y los imposibles. Incluyendo las paradojas irlandesa y escocesa.
Pero sí hay algo sobre lo que debemos reflexionar: ¿por qué tiene tanta gente la sensación de que la Unión Europea es enemiga de los ciudadanos? Para un Euroconvencido como yo, es duro comprobar que, cuando escuchamos nombres como Bruselas, Comisión o, sobre todo, Troika y Banco Central Europeo, nuestra primera reacción es echarnos mano a la cartera.
Con los miles de millones de euros que Europa ha invertido en nuestros países, sería como para que nos postráramos de hinojos y adoráramos a las instituciones comunitarias. Pero sigue habiendo un enorme déficit democrático en el funcionamiento de la Unión y los ciudadanos no sentimos el Parlamento como algo nuestro. Y, sobre todo, Europa se ha convertido en sinónimo de recortes y de austericidio radical.
Una Europa pilotada por Alemania de la que cada vez menos personas se sienten partícipes, cómplices o simpatizantes. Hace años, cuando hubo que hacer ajustes y esfuerzos para cumplir los requisitos de Maastricht, existía un consenso social sobre la importancia de entrar en aquella Europa de vanguardia y de primera velocidad.
Lo conseguimos. Y nos sentimos orgullosos de aquella proeza. Hoy, Europa es el coco. El bute. En parte, porque nuestros gobiernos se han amparado en la Unión para justificar la sangría provocada por los recortes.
Parecemos vivir bajo la tiranía de la Europa de las instituciones. Una Europa fría que solo sabe de cifras, déficits y tantos por ciento. Una Europa que avasalla a los ciudadanos en razón de unas cifras macroeconómicas que cada vez estrangulan a más personas.
Una Europa cuya inevitable burocracia no ha sido capaz de construir un relato ilusionante y consistente sobre su indudable trascendencia. Históricamente, el proceso de integración europea es un hito de capital importancia en un continente devastado por guerras y conflictos de inspiración nacionalista. Y de repente, estamos reculando. Y no entendemos cómo hemos acabado aquí, en paños menores y tiritando frente al abismo.
Ha querido la casualidad, y sobre todo la suerte, que dos buenos amigos, músicos y radicados en Granada, me hayan hecho seguir sus trabajos más recientes. Ambos son buenos amantes del jazz. Y ambos se han currado un par de discos excelentes.
Empiezo por el de factura más clásica, el sensacional “The Funk On Me” de Ferni Córdoba & Rubén Morán, grabado en Nueva York y que cuenta con la participación de Fred Wesley y Darryl Jones. Se trata de una muestra del mejor funk que hoy es posible. Un disco que derrocha negritud por los cuatro costados y que hará las delicias de los buenos aficionados, de aquí y de fuera.
A Rubén lo conozco del Magic, ese garito que, gracias a su empeño personal y a su buen hacer empresarial, se convierte cada miércoles en uno de los mejores clubes de jazz de España, por cuyo escenario ha pasado lo mejor de la escena musical española contemporánea. Un Rubén que, más allá de sus tatuajes y su rompedora estética, se nos ha destapado como un amante del clasicismo y la tradición, tocando el saxo en perfecta sintonía con el resto de vientos de una banda prodigiosa. ¡Ay, Rubén, qué callado te lo tenías!
Y también hay que hablar de DJ Toner y su “Grandmaster Jazz”, un disco compuesto por ocho temas en los que participan algunos de los mejores músicos del jazz actual, desde la vanguardista trompeta del francés Erik Truffaz, el bajo de Francis Posé, la flauta de Jorge Pardo, la trompeta de Eric Sánchez o el saxo de Nardy Castellini.
Y todo ello, entreverado con las mezclas ejecutadas por El Toner. El resultado: un apasionante mestizaje que aúna la modernidad con la tradición, la electrónica con los instrumentos clásicos. Bases que nos recuerdan, también, al trabajo de Gotan Project, por ejemplo.
Rubén Morán y DJ Toner, dos ejemplos de gente que crea en Granada. Aunque el primero haya grabado su disco en Nueva York. Gente que hace lo que quiere, fuera de los circuitos tradicionales y de las camarillas habituales. Tipos con criterio que pasan de modas, ayudas y subvenciones. Gente emprendedora que trabaja en la hostelería, que se deja la piel en los escenarios para, después, darse el lujazo de grabar la música que más les gusta. ¡Por amor al arte!
La estadística vuelve a acreditar que España es tierra de bares, paraíso de las barras y terreno abonado para las terracitas de verano, que no hay otro país en el mundo con ratio semejante: 1 bar por cada 175 personas. Ahora nos toca esperar el desglose por provincias, que Granada siempre aparece muy bien retratada en esta estadística, hasta el punto de que, en 2008, la capital nazarí salía a 1 bar por cada 92 granadinos.
Habrá quien considere este dato como algo negativo, pernicioso o alarmante. Que si hiciéramos la comparativa con la ratio entre españoles por médico o por profesor, por ejemplo, podríamos llevarnos un buen susto.
Para mí, sin embargo, esta noticia no es sino la constatación de una tesis muy personal: los grandes elementos vertebradores y cohesionadores de la sociedad española en estos años de crisis han sido la familia… y los bares.
Según las últimas estadísticas, un 28,6% de los españoles está en riesgo de pobreza y de exclusión social. Y eso que, según los datos macroeconómicos y el discurso del gobierno, lo peor de la crisis ha quedado atrás.
¿Cómo se explica que, con más de un cuarto de la población española al borde del precipicio, aquí no pase nada? Por una parte, están el apoyo familiar y el arraigo social, el célebre donde comen cuatro, comen cinco.
Pero no solo de pan vive el hombre. Y ahí es donde entra el bar. Ese bar de toda la vida. El de la esquina de al lado de casa. Ese bar en el que te conocen como si te hubieran parido y en el que nada más verte entrar por la puerta, ya saben si estás de buen humor o has tenido un día perro.
El bar como refugio ante las inclemencias de unos tiempos duros y complicados. La barra como puerto en días de tempestad. La banqueta como ancla, cuando todo se tambalea. Y están los camareros, por supuesto. ¿Podríamos cuantificar el ahorro que un buen profesional de la hostelería supone a las cuentas de la Seguridad Social? Lo que se ahorra en psicólogos y en fármacos la gente que tiene la suerte de conocer a buen camarero…
Un bar por cada 175 españoles. A buen seguro que, ahora mismo, el amable lector está pensando en uno… o en un par de ellos.
El Nadal es el premio comercial más prestigioso de las letras españolas. No es el mejor dotado, económicamente hablando, pero sí el más celebrado por los buenos aficionados a la literatura. Otros tienen más nombre, más boato, más mercadotecnia y, seguramente, más ventas aseguradas. Pero el Nadal es el premio que convierte a un autor en maestro de las letras, el que lo eleva a lo más alto del escalafón.
Desde que Carmen Laforet lo ganara por primera vez, allá por 1944, el Nadal cuenta en su nómina con lo más granado de las letras españolas, desde Delibes, Sánchez Ferlosio, Ana María Matute y Cunqueiro a Manuel Vicent, Casavella, Eduardo Lago o Rosa Regás.
Además, el Nadal es un premio que ha mirado en muchas ocasiones a la literatura negra y criminal, encontrándose entre las novelas premiadas, por ejemplo, “El niño de los coroneles”, de Fernando Marías; “Donde nadie te encuentre”, de Alicia Giménez Bartlett o “El alquimista impaciente”, de Lorenzo Silva.
A esta nómina se ha sumado este año Víctor del Árbol con la muy negra y adictiva “La víspera de casi todo”, publicada por la editorial Destino. Una novela protagonizada por personajes al límite. Todos ellos. Excepto un par de secundarios, necesarios para hacer avanzar la trama, a todos los personajes de la novela los encontramos viviendo al límite.
Porque la acción de la novela se concentra en un lapso de tiempo muy estrecho: tres días. Y si nos remontamos un poco atrás, a través de los sensacionales flash backs utilizados por el autor, la narración abarca tres meses: los que van de junio a agosto de 2010.
Tres días, tres meses que, sin embargo, ocupan toda una vida. De hecho, ocupan y determinan las vidas de los protagonistas de una historia coral en la que pasan muchas, muchas cosas. Y todas ellas, trágicamente apasionantes.
Por ejemplo, el prólogo, que transcurre en Málaga, en el verano de 2007, y durante el que conoceremos a Germinal y al hombrecillo con el que todo empezó. Un prólogo en que asistiremos a una ejecución. Salvaje. Una ejecución que conllevará la siembra de una maléfica semilla. Aunque la justificación fuera posible.
Y ahí radica la clave de esta novela, emparentándola con “Un millón de gotas”, la anterior obra de Del Árbol. ¿Hay justificación para la violencia? ¿Dónde está el límite entre la justicia y la venganza? ¿Hasta qué punto somos responsables de las decisiones que tomamos y de las acciones que realizamos, cuando estamos sometidos a una presión que va más allá de lo humanamente soportable?
Una mujer ha desaparecido. Es rica y famosa. Y atormentada. Porque le quitaron lo que más quería. Una mujer aparece, súbitamente, en un pueblo remoto de la Costa de la Muerte. Y una mujer ingresa en el hospital, salvajemente apaleada. Un policía tendrá que enfrentarse a sus demonios, para encontrar respuestas que expliquen el porqué de esa violencia. Una violencia que sacude, hasta los cimientos, el precario y complejo equilibrio que un par de familias han conseguido alcanzar, en aquel remoto punto del Finis Terrae.
A través de una prosa cargada de poesía y de imágenes muy visuales, en la que lo telúrico enriquece la narración y hace avanzar la acción, la lectura de “La víspera de casi todo” es una gozada para los amantes de la novela negra que, desde el presente, bucea en las contradicciones del pasado.
Por ejemplo, el diálogo que mantienen dos de los personajes:
La memoria no tiene remedio…
Te equivocas. Lo que no tiene remedio es el pasado. Pero la memoria es una forma de inventar el presente.
Pasado y presente confluyen en una novela que nos hace plantearnos si el futuro es posible. Una novela para buenos y exigentes lectores, a los que les guste la solidez de una novela sin fisuras, que cabalga por distintos planos temporales, siguiendo las complicadas vidas de unos personajes al límite.
Como al límite estaban los protagonistas de “Un millón de gotas”, una novela monumental, totémica y espectacular. Y no solo porque se trata de un tocho (en el mejor sentido de la palabra, en absoluto peyorativo) de 650 páginas; sino por la ambición de su planteamiento, abarcando cerca de un siglo de historia(s), repleto de personajes y sagas cuyas vidas, aventuras y desventuras están condenadas a encontrarse, cruzarse y enfrentarse, una y otra vez.
Advertencia: una vez que el lector termine de leer sus respectivos prólogos, ya no podrá dejar de leer “Un millón de gotas” y “La víspera de casi todo”. ¿Queda claro? Porque los prólogos son tan brutales que te sacuden como un puñetazo en pleno rostro. Uno de esos ganchos que te elevan hasta las nubes. De las que Víctor del Árbol ya no te dejará bajar hasta que, anhelante y entusiasmado, llegues al final de unas historias caracterizadas por una radical ausencia de maniqueísmo.
Que no por casualidad estamos ante uno de los autores capitales de la narrativa española contemporánea.