Café Society

Lo bueno de Woody Allen, más allá de su cita anual con las pantallas de cine, es que sus películas son fácilmente clasificables en dos categorías: las muy buenas y las obras maestras.

Café Society Allen

Me resulta curioso leer algunas críticas escritas con ese tonillo de superioridad, entre lo moral y lo intelectual, que hablan de “un Woody Allen menor”, como si la más diminuta de sus películas no fuera infinitamente mejor al 90% del cine que se estrena en las pantallas convencionales.

Ir a ver cualquier película de Woody Allen es un acierto seguro. Un 1 en la Quiniela. Uno de esos ritos anuales tan placenteros como el principio de las vacaciones o el fin de las Navidades. Pero, como ocurre con “Café Society”, cuando Woody Allen está plena forma, ir a ver una de sus películas se convierte en uno de los grandes momentos cinematográficos del año.

Contar de qué va una película de Allen es un ejercicio de futilidad. Sus películas van, siempre, de él mismo. De sus demonios, obsesiones, paranoias y de su fascinante mundo interior. De ser judío. Y de no serlo. Y de la muerte, claro.

En uno de sus verborreícos y deliciosos parlamentos, la voz en off que nos acompaña durante toda la película sostiene: «Vive cada día como si fuera el último, y uno de ellos acertarás”. ¿Se puede decir más con menos palabras?

Sí. Cuando dice algo así como que la vida es una comedia escrita por un guionista sádico. Por ejemplo. Perlas de la filosofía de un Allen que en “Café Society” vuelve a acertar de pleno. Con la ambientación, entre un Hollywood áspero y un Nueva York mucho más agradecido, con sus gángsteres incluidos.

Café Society poster

Acierta con ese triángulo protagonista, extraordinario, empezando por un Steve Carrell que, al principio, creemos que se nos va a hacer antipático. Pero no. Porque los personajes de Woody nunca lo son. ¿Y Jesse Eisenberg, una nueva vuelta de tuerca al Woody Allen actor por antonomasia? Esos trajes, ese destartalamiento, ese feliz atolondramiento, esas brillantes  réplicas apenas susurradas…

Y está, espectacular, Kristen Stewart, una actriz que, para algunos, tendrá que hacer penitencia hasta el día del Juicio Final por haber protagonizado la saga “Crepúsculo”, pero que en esta película está maravillosa.

Acierta Allen, por supuesto, con sus secundarios de lujo, desde los padres judíos del protagonista al cuñado filósofo. ¿Y ese hermano hampón y su pasión por el cemento? Su postrer conversión, de hecho, es tan desopilante como todo su tránsito por la película.

Acierta, Allen, con el juego entre Los Ángeles y Nueva York. Y con el garito del que se hace cargo el protagonista. ¡Qué gozada de sitio! Yo sería asiduo, desde luego. Y está el jazz, claro. Que suena mucho y muy bien.

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Pero, sobre todo, está el final. Un final prodigioso, en absoluto abierto. Un final onírico, viaje al final de la noche, y que le da sentido al desconcierto narrativo de algunas secuencias previas, que parecen saltar en el tiempo, sin orden ni concierto.

Un final, dos miradas perdidas en lontananza, introspectivas. Miradas que a todos se nos han escapado alguna vez. Y que, por eso, sentimos tan próximas y cercanas; tan cruelmente afiladas.

Jesús Lens

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¿Y el gazpacho y la fabada?

Mi primera reacción fue, por supuesto, la indignación. ¿Cómo es posible que el gazpacho no esté entre las Siete Maravillas Gastronómicas de España? ¿De dónde han salido los 61.384 votantes del concurso promovido por Allianz Global Assistance que persigue el reconocimiento de la gastronomía española como Patrimonio Inmaterial de la UNESCO? A este importante tema dedico hoy mi columna de IDEAL.

Gazpacho

Vaya por delante mi perplejidad ante el sinsentido de que las cosas de comer estén catalogadas como Patrimonio Inmaterial. Inmaterial es el hambre que yo estoy pasando para tratar de quitarme los kilos de más de las vacaciones, pero ¿cómo pueden ser inmateriales la paella o la tortilla de patatas? Bueno, la tortilla sí puede serlo… si topas con uno de esos cocineros de vanguardia que te la deconstruye e, inyectándole nitrógeno líquido, la reduce a la nada más etérea e insustancial.

¡Ays! Discúlpenme la digresión y volvamos al meollo de la cuestión. A la lista. Junto a la tortilla y a la paella, figuran platos tan incontestables como las papas arrugás de Canarias, el jamón ibérico o mi favorito: el pulpo a la gallega. Y luego están la quesada pasiega de Cantabria y los paparajotes murcianos.

Paparajotes

Y ahí, claro, es donde iba a poner el grito en el cielo. Hasta que reflexioné y caí en la cuenta de que, en realidad, no es para tanto. A fin de cuentas, yo soy de los que dicen eso de “pedid los entrantes que queráis. Total, a mí me gusta todo…”.

Este tragaldabas, un tumbaollas de tomo y lomo, un miembro fundador de los Gastrocafres no puede ponerse exquisito y reivindicativo con esto de la gastronomía. De hecho, cuando pruebo un buen gazpacho, pienso que es una de las grandes creaciones de la historia del arte, a la altura de un atardecer de Turner. Pero una buena fritura de pescado me sabe a la mismísima “Moby Dick”, un chuletón de a kilo, bien asado, me conmueve como un Bacon y hasta una ensalada puede estar a la altura del Mural de Pollock.

Dicho lo cual, a la espera de desgustar la quesada y los paparajotes; dejando al margen el gazpacho, ¿qué pasa con la fabada asturiana?

Fabada Litoral

Si en España hay un tótem gastronómico es la fabada que, en su versión “Litoral”, hubiera hecho las delicias del mismísimo Andy Warhol, en vez de la sopa Campbell’s y tanta tontería anoréxica.

Jesús Lens

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