DORMIR

Que conste que no siento la más mínima pena por él, pero su imagen todavía me tiene impresionado. Era un tipo de unos cincuenta años largos. Pelirrojo, con barba desaliñada, una chaqueta de cuero y unas zapatillas de deporte. El típico y perfecto turista británico o centroeuropeo que se apresta a coger el ferry entre Tánger y Tarifa, después de pasar un fin de semana en el norte de Marruecos.

 

Cuando pasamos el control de pasaportes, nos dirigimos a la cinta con el escáner que ahora también hay que pasar para coger el barco. Pusimos en ella nuestras maletas y mochilas y, al recogerlas al otro lado, vimos que todo el mundo miraba hacia donde estábamos.

 

Pero no nos miraba a nosotros.

 

Miraba al fulano reseñado, que a su vez miraba atónito cómo un policía acuchillaba con saña un portafolios de cuero.

 

Nos apartamos unos metros y nos unimos a los mirones. El policía estaba destrozando el portafolios. Y, cuando le arrancó el forro, sacó una lámina dura de algo, envuelto en cinta aislante negra.

 

  • Chocolate -dijo uno de los empleados del aeropuerto, que estaba siguiendo los acontecimientos con la misma atención que nosotros.

 

Y, entonces, otro de los policías arrojó, junto al final de la cinta del escáner, otra de esas lonchas forradas de negro. Y en apenas unos minutos, destrozaron todo el equipaje del hombre, que ni pronunciaba una palabra ni movía un músculo, mientras veía cómo aparecía chocolate y más chocolate, camuflado en su maleta, en una mochila, en un maletín y hasta en cada una de las tapas de tres o cuatro libros que llevaba.

 

No tengo ni idea de cuántos kilos serían. Pero el hombre iba forrado. De hecho, hasta ayudó a uno de los policías a sacar una de las lonchas que estaban en algún recoveco del equipaje. Entonces si parecían temblarle sus enormes manos.

 

Y cuando terminó el registro, uno de los policías le dijo al individuo que le acompañase, yéndose juntos al interior de las dependencias policiales del puerto. Sin esposas, sin gritos y sin aspavientos. El hombre le acompañó dócilmente, traspasaron una puerta y… au revoir.

 

Imagino que el tipo estará esta noche durmiendo en un calabozo de alguna dependencia policial de Tánger. Y no puedo evitar el imaginar que ayer, paseando por el Zoco Chico o cenando, el tipo podía estar tranquilamente a nuestro lado, regateando por una mochila o comiendo pinchitos en la mesa de al lado de la nuestra. Y, esta noche, preso.

 

Que, como decía al principio de estas notas, no es que me dé pena alguna, pero me pongo en su pellejo, cuando el policía detectara el chocolate, e imagino su vacío, sintiendo cómo el mundo se abría bajo sus pies, esa sensación de vértigo que te asalta cuando comprendes que acabas de hacer algo irreparable, que ya no tiene solución. El patetismo, el sudor frío, el pánico y el retortijón en las tripas, cuando eres lúcidamente consciente de que has metido la pata hasta el corbejón.

 

¿Qué habrá llevado a un tipo en edad de prejubilación, a cometer semejante desatino?

 

O lo mismo, sencillamente, era su trabajo y ésta vez sólo tuvo mala suerte. Quizá no quería tener que levantarse mañana a las 7 am para ir a trabajar, como bien decía una de mis compis de viaje, mientras volvíamos en la cubierta del barco, a casa, sintiendo el aire del Estrecho en pleno rostro, soñando con nuestra cama, para dormir esta noche…

 

Jesús Lens, impactado.