Salt Lake City. Utah

Era nuestra última noche en la Madre Rusia. Habíamos cenado y, para rematar el viaje, antes de irnos a dormir, nos asomamos al bar del hotel, a brindar con unos vodkas.

Estaban tranquilamente instalados en la larga barra del bar. Una de esas barras que lo mismo se encuentran en Rusia que en España, Australia o Tanzania: los bares de los hoteles internacionales son todos iguales. Esa es su función: que el viajero halle un oasis de calma, un territorio cómodo y conocido aún en el lugar más remoto de la tierra.

No llegamos a saber sus nombres, pero allí estaban, bebiendo sendas pintas de cerveza.

Hablaban en inglés. Nos miraron. A Panchi, Álvaro, Pepe y a mí, que nos reíamos a mandíbula batiente por algún sucedido del viaje o, quizá, nos carcajeábamos al anticipar el intercambio de opiniones que íbamos a tener en Granada, al regresar, con un tipo que, siendo invisible, nos había acompañado durante aquellos días, amenizando las inevitables esperas que todo viaje conlleva.

Pero ésa es otra historia.

Volvamos a la barra del bar.

Ella se giró hacia nosotros y, blandiendo su pinta en alto, hizo el gesto de brindar. Su compañero la imitó.

Cogimos nuestros chupitos y, al unísono, gritamos:

– ¡Nadzarovia!

Nos preguntamos de dónde sería aquella señora de unos cincuenta años, bajita, con el pelo corto y rizado, canoso, de energético aspecto, vestida con vaqueros y una camiseta negra, decorada con el lema “Best Buddies”.

Yo sostuve que era de Arizona. Tenía un cierto aspecto latino… Álvaro pensaba, más bien, que sería británica.

Panchi, nuestra encargada de Relaciones Internacionales con los Nativos Angloparlantes, le preguntó. Y su respuesta, igualmente enérgica y orgullosa fue:

– Salt Lake City. Utah.

¡Ay que ver qué énfasis ponen los yanquis a la hora a proclamar su procedencia!

Y no. No era de origen latino. Era de origen turco.

– ¿Armenia? –le pregunté yo, recordando el inmemorial éxodo de dicho pueblo y su proverbial nomadismo.

– No. Turca.

Se giró y nos volvió la espalda, para seguir charlando con su compañero.

Pensé que se habría podido enfadar, al “cuestionar” su origen turco. Pero en cuanto Panchi volvió a preguntarle algo, la mujer siguió con su cháchara amable y nos volvió a mostrar su enorme sonrisa.

Y, sobre todo, se rió largamente cuando su compañero le susurró algo al oído, mientras nos señalaba.

– ¿Qué ha dicho, que tanta gracia le ha hecho a usted? –le preguntamos.

Que en su pueblo, os insultarían por esa forma de beber los chupitos, a sorbos. Que hay que beberlos de un trago.

Todos estallamos en carcajadas; el muchacho, el primero. Volvimos a gritar “¡Nadzarovia!” y apuramos nuestros vasos. Él, por su parte, se bebió de un trago la cerveza que quedaba en su pinta, sonriendo satisfecho al terminar, quitándose un resto de espuma del labio superior.

Pedimos más bebidas. Y seguimos charlando. De Turquía, de Rusia, de Salt Lake City, de los mormones que tienen hasta cuatro mujeres, lo que gustó especialmente al joven barman que nos atendía. Sostenía que sí. Que él podría con cuatro mujeres. Incluso con alguna más. Seguíamos riendo. Y hablando. De viajes, por ejemplo.

– Nosotros estamos haciendo turismo. Hemos visitado San Petersburgo y Moscú. Mañana por la mañana, muy temprano, volvemos a España.

– Pues nosotros venimos de Estados Unidos. Y pertenecemos a la asociación “Best Buddies”. ¿La conocéis?

– Para nada.

Es una asociación creada por la familia Kennedy, extendida por todo el mundo. Se trata de fomentar la amistad entre personas con discapacidad intelectual y personas que no la tienen. Salir juntos, compartir una copa, ir al cine, jugar una partida de billar o, como en nuestro caso, viajar a conocer otros países y otras culturas.

Apuramos nuevamente nuestros vodkas, después de entrechocar los vasos, con nuestros vecinos de barra, quiénes se retiraron prudencialmente a sus habitaciones, tras desearnos feliz regreso y suerte en nuestra vida.

La Asociación también está en España

No supimos cómo se llamaban. Y, más que probablemente, nunca más nos volveremos a ver. Pero “Salt Lake City. Utah”, como les conocemos desde esa noche a esa pareja de Best Buddies, ya forman parte de ese acervo, de ese caudal viajero, íntimo, personal, necesario, imprescindible y maravilloso.

Porque como nunca me cansaré de decir, los viajes, más allá de los monumentos, los museos, los paisajes, las calles, los clubes… son las personas con las que te cruzas. Los viajes son esos encuentros. Esos descubrimientos. Esos rostros. Esas palabras. Esas sonrisas. Esas conversaciones.

Viajar a Rusia. Encontrar allí a Salt Lake City. Utah. Y el sur de Turquía. Y el cariño, el compromiso, el compañerismo de dos personas que son Best Buddies.

Viajar. Descubrir. Disfrutar.

Viajar. No tiene precio.

Jesús buddie Lens.

La vuelta, la pulsión por viajar o la ilusión recuperada

(Lo siento, pero las fotos que ilustran estas notas son mías. Aténganse, pues. Se corresponden, justo, a nuestro último y postrer paseo moscovita. Si las pincháis, se ven más grandes ;-))

No sé cuando empecé a viajar. En realidad, creo que fue cuando leía los relatos de Jack London sobre Alaska o las novelas sobre naufragios en los Mares del Sur, las aventuras de Sandokán o las epopeyas de los personajes de Julio Verne.

San Basilio. Moscú. Rusia.

Ni quiero ponerme nostálgico ni defender la lectura de clásicos de la literatura como parte primordial de mi educación sentimental, pero tengo claro que yo llegué al viaje (y a la acción, y a casi todo lo importante de la vida) a través de los libros. Y de las películas, por supuesto, con esos barcos de vela cortando las olas del océano, cabeceando y salpicando con espuma a los aguerridos marinos; o los cowboys a caballo, recorriendo las míticas paraderas del Oeste americano. Tanto será que escribimos todo un libro sobre el tema 😉

Aún así, me cuesta trabajo recordar cuándo empecé a viajar, físicamente hablando. Por poner una fecha concreta en el tiempo, fue a los veinte años que Jorge, Curro y yo cogimos un autobús en Granada y nos marchamos a París, una Semana Santa. Después, en verano, padecimos una sofocante ola de calor el Portugal. Antes habíamos deambulado por Sevilla y Madrid. Sí. Yo creo que fue aquel tercero de carrera cuando empecé a irme. Y, desde entonces, ya no paré.

Plaza Roja. Moscú. Rusia

El placer por las culturas diferentes, el virus por los viajes más largos, extraños y complicados comenzó más tarde. Una vez que estaba en paro y me fui con Manolo, paradójicamente, a un país muy cercano: Marruecos.

O sea, que empecé tarde. Como casi siempre. Pero después he hecho lo posible (y, a veces, hasta lo imposible) por recuperar el tiempo perdido. También como casi siempre. Con la última visita a Rusia, creo que son unos 35 los países que he visitado. 35 de casi 200. ¡Lo que me queda! Aunque a algunos de esos países he ido más de una, dos y hasta cinco veces. Y lo que te rondaré morena.

Moscú. Rusia

Pero lo importante de estas notas, más que hacer recuento o balance, es recordar que hace un par de años creí haber perdido la pulsión por el viaje. Sentía que, también en esto de viajar, había perdido el swing.

Los primeros síntomas los sentí en los Balcanes, desplazándonos de noche en trenes desvencijados, durmiendo de cualquier manera en vagones para nada cómodos o confortables, intentando ganar tiempo y economizar recursos. Cuando, de madrugada y entre sueños inquietos, los policías de Serbia, Bosnia o Croacia irrumpían sorpresivamente en los compartimentos para comprobar los pasaportes, no podía evitar plantearme aquello del “¿qué hago yo aquí?” a que tantas veces hemos hecho referencia.

Acabé muy cansado de aquel viaje. Demasiado.

Me fui, después, a pasar las Navidades al Oriente Medio. Pero aquello, más que un viaje, fue una huída. Menos mal que estaban allí Lillian, Talía, Jose y Daniel, para cuidar de aquellos pedazos.

San Basilio. Moscú. Rusia.

Pero lo peor estaba por venir, cuando me fui a Tailandia, sin comprobar temperaturas o condiciones, humedad o todo lo que cualquier viajero debería mirar. Calor infernal, humedad insoportable, un programa insensato… ¡Torpe, que eres un torpe! Pocas veces he soñado tanto con el hogar y con el no menos célebre “Home, sweet home”.

¿Se había terminado un ciclo, igual que una vez cambié las botas de montaña por las zapatillas de corredor?

¿Era posible que me hubiera “curado” de mi pulsión por viajar, de ese sempiterno cosquilleo en los pies que me obligaba, cada puñado de meses, a hacer el petate y a salir por las puertas de casa, hacia un destino más o menos lejano, más o menos cercano?

Fue en Perú, en Cuzco, donde me di cuenta, afortunadamente, de que no. De que seguía infectado por la compulsiva necesidad de viajar. Cuanto más lejos mejor. Solo, tranquilo, relajado, caminando por el Valle del Sol y descubriendo las maravillas naturales, culturales y paisajísticas del Perú volví a reconciliarme con los placeres de estar fuera.

Moscú. Rusia.

Después llegaron Marruecos (otra vez), Senegal (nuevamente) y, ahora, Rusia. Qué bueno, haber compartido destino con los amigos de La Arrancaílla Canaria y los imprescindibles Panchi, Álvaro y, por supuesto, Cuate Pepe. Y Cuba, claro.

En realidad, ha sido demasiado estatismo para un año, de Pascua a Ramos. Pero no pasa nada. La vida vuelve a bullir y yo vuelvo a mirar mapas, a leer epopeyas y a soñar con tierras lejanas, horizontes de grandeza, mares tempestuosos y temperaturas extremas.

Moscú. Rusia.

Lo decía hace unos meses. I’m back. Y es cierto. Hoy, cansado, ojeroso y macilento, cuando nos aprestamos a volver a una necesaria y deseable rutina en absoluto rutinaria, miro detenidamente mi pasaporte, lleno de sellos y visados, y sostengo que, efectivamente, he vuelto.

Jesús Lens.

CONGO. LAS LETRAS DE LAS TINIEBLAS

El 25 de mayo, en IDEAL, publicamos este reportaje sobre el Congo, subtitulado así: «El país más peligroso de África ha sido un imán literario para escritores como Javier Reverte, John Le Carre o Atxaga.» Como inmediatamente leeréis, hoy vuelve a estar de actualidad.

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Congo. Su sola mención ya tiene ecos mágicos, misteriosos y lejanos. Congo. Por mucho que el demente de Mobutu se empeñara en africanizar el nombre del país, cambiándolo por el de Zaire durante su enloquecido mandato, Congo es la denominación histórica con que conocemos un territorio mítico e ignoto que sigue excitando la imaginación de los viajeros y los aventureros de todo el mundo. Por eso no es de extrañar que escritores de todas las ascendencias se sientan subyugados por el fascinante universo congoleño y por su torturada historia, radicando allí sus ficciones más o menos basadas en hechos reales.

(NOTA.- El 3 de Noviembre de 2010 es importante ya que se publica la nueva novela del reciente Premio Nóbel, Mario Vargas Llosa, «el sueño del celta», con el Congo como protagonista. Para «abrir boca», esta impresionante galería de fotos del Horror conradiano y unos fragmentos de la novela, AQUÍ.)

Tras Albert Sánchez Piñol y su inquietante «Pandora en el Congo», el último en hacerlo ha sido Bernardo Atxaga, el escritor vasco que lo ganara todo con la mágica y portentosa «Obabakoak» y que abandonó su Obaba natal para trasladarse, literariamente hablando, al Congo belga que le serviría de inspiración para la sorprendente, inesperada e inclasificable «Siete casas en Francia».

Los protagonistas de la novela son Lalande Biran, la máxima autoridad en Yangambi, un poeta que, ambicionando amasar una gran fortuna, tiene como auténtico anhelo el volver a la capital de Francia y disfrutar de las tertulias de los cafés parisinos. Junto a él, un ex-legionario bastante perturbado o un soldado servil que quiere hacer carrera por la vía de conseguirle a su jefe las jóvenes chicas nativas, siempre vírgenes, que a éste gusta disfrutar. Y, por supuesto, Chrysostome Liège, un tirador casi infalible cuya llegada a Yangambi precipita los vertiginosos acontecimientos que nos cuenta Atxaga en una novela que, como él mismo señala, «roza la literatura grotesca, el humor negro, lo paródico, que ya es algo que he desarrollado en mis poemas. Yo sé que mis poemas de humor negro son un verdadero impacto para mucha gente así que, al usar este estilo en este libro, pienso «a ver si sucede lo mismo».

Y es que el Congo impacta. Que se lo digan, si no, a Javier Reverte, quién pudo sentir cómo le rondaba el hálito de la muerte en mitad de la travesía que, entre Kinshasa y Kisangani, realizara en un barco por el Río Congo, uno de los más fascinantes y atractivos caudales de agua del mundo. Y todo ello lo cuenta en la que es, posiblemente, su mejor obra: «Vagabundo en África», narración en que recrea no sólo su viaje desde Ciudad del Cabo hasta la zona de los Grandes Lagos, sino toda la rica y desmesurada historia de dicha parte de África.

Una historia que encuentra su quintaesencia en «El corazón de las tinieblas», de Joseph Conrad, una obra maestra de la literatura universal que se condensa en la célebre expresión de Kurtz: «El horror». Reverte decidió remontar el curso del río centroafricano siguiendo la estela del viaje que hiciera el protagonista, buscando a ese Kurtz al que las tinieblas habían hecho perder la razón y que Francis Ford Coppola adaptaría magistralmente al cine en «Apocalypse now», trasladando la acción a la guerra de Vietnam.

Otro personaje que tuvo una íntima vinculación con Congo fue el célebre Henry Morton Stanley, contratado por el siniestro rey Leopoldo II de Bélgica para ejecutar sus planes de colonización de una tierra que, gracias a la naturaleza, atesora inmensas cantidades de riquezas naturales, lo que la ha convertido en objeto de una salvaje y permanente explotación sistemática. En la autobiografía de Stanley podemos leer la siguiente entrada, fechada el 15 de agosto de 1879: «Llegué a la desembocadura del Congo. Han pasado dos años desde mi estancia anterior aquí, tras mi descenso por el gran río en 1877. Habiendo sido el primero en explorarlo, me propongo ser el primero en probar su utilidad al mundo. Desembarco a mis setenta zanzibaríes y somalíes, con la finalidad de dar el primer paso hacia la tarea de civilizar la cuenca del Congo».

Una tarea que terminaría desembocando en un auténtico genocidio, como los imprescindibles libros de Peter Forbath, «El río Congo. Descubrimiento, exploración y explotación del río más dramático de la tierra», y de Adam Hochschild, «El fantasma del Rey Leolpoldo. Codicia, terror y heroísmo en el África colonial» se encargan de demostrar minuciosamente. Precisamente, el prólogo de este último viene firmado por Mario Vargas Llosa, quién en estos momentos se encuentra trabajando en un proyecto literario sobre este remoto país.

Hubo una vez, sin embargo, en que el Congo pareció ver la luz, entre tantas tinieblas. Fue de la mano de Patricio Lumumba, un hombre íntegro e independiente, elegido democráticamente como presidente del país y que fue depuesto por un golpe de estado inspirado por Bélgica, la anterior potencia colonial. Su tortura y muerte están contadas por Ludo De Witte en un libro tan apasionante como desgarrador: «El asesinato de Lumumba».

Y, si en época de Stanley y Leopoldo II, las materias primas que se obtenían del Congo eran la madera y el caucho principalmente, la aparición de los móviles y los ordenadores portátiles hizo que dicho país volviera al candelero económico internacional por culpa de un mineral muy exclusivo: el coltan, de cuyas reservas, más del 90% se encuentran bajo el suelo congoleño. Así, John Le Carré traslada allí la acción principal de una de sus más recientes novelas de espías: «La canción de los misioneros» y Alberto Vázquez Figueroa titula con el nombre del mineral uno de sus más conocidos best sellers: «Coltan». Michael Crichton, por su parte, tituló sencillamente «Congo» a su novela de aventuras africana.

Congo. Una tierra que parece maldita, permanentemente ensangrentada, y en la que, en fin, el célebre Hergé situaría la acción de uno de sus álbumes más controvertidos, acusado de racista y en permanente discusión: «Tintín en el Congo». Y es que ni con los tebeos ha tenido suerte uno de los más sugestivos, ricos, atractivos, difíciles y demenciales países del mundo.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

LA LOLA

Se llama Lola y tiene historia, 

aunque más que historia sea un poema. 

Su vida entera pasó buscando 

noches de gloria como alma en pena.

 

Café Quijano.

La Lola (*) 

 

 

Ella fue la primera (y única) cubana que consiguió que bailase. Indirectamente. Porque yo, créanme, tengo un gran problema con el tema del baile. No puedo con él. Ni nos entendemos ni nos llevamos bien. Además, mi médico me lo tiene prohibido. Que no me hace ningún bien, dice.

 

Como mi entrenador personal. Mi coach particular, cuando me vio una noche intentar dar unos pasos de baile, animado por tres rones de más:

 

  • En serio. Bastante tienes con arrastrarte por los caminos, cuando sales a correr. Y con mancillar la memoria de los grandes jugadores de la historia que tanto reverencias, cuando juegas al baloncesto… De verdad. Lo del baile, olvídalo. Tú, en la barra. Todo el mundo lo agradecerá. Además, a ti que te gusta la novela negra, recuerda el gran clásico de Norman Mailer, «Los tipos duros no bailan».

 

Y, sin embargo, ella lo logró. Con una simple mirada… me arrastró a la pista. Ella. Lola. La única, la especialísima, inolvidable y singular Lola.

 

Pero antes de contarles cómo lo consiguió, permítanme que les hable de El Mejunje, el garito, el antro con más personalidad que he conocido en mi vida.

 

El Mejunje. Entramos antes de que abriera, Panchy, Rebeca, Alvaro, Lorenzo, Pepe y yo, al terminar nuestro paseo por el Barrio, a echar un vistazo. Estaban preparando las cosas para una velada que se prometía de alto voltaje, con actuaciones en directo de buena parte de los artistas habituales del lugar. Lo primero que nos llamó la atención: las pintadas en las paredes. Buenísimas. Descojonantes. Algunas, hasta hirientes.

 

Por ejemplo, el letrero para el WC: «Si es virgen, no pase». «Hoy no se respetan las canas. Se tiñen». «un chisme es como una avispa. Si no puedes matarla al primer golpe, mejor no te metas con ella». «El amol no se compra. Se alquila». «Clínica estética: entre siendo una mujer vieja y salga siendo un hombre nuevo». «Lo que sentí fue como un gallo en mi interior. Fdo. La Gallina».  «El dinero no hace la felicidad. La compra». Y otras perlas por el estilo.

 

Prometía la noche.

 

Y nos fuimos a cenar. Al Amanecer. Donde nos dimos una mano imperial de puerco, pescado y otras delicias. Tanto y tan bien comimos que, cuando volvimos al Mejunje no cabía un alfiler y buena parte de las actuaciones ya habían terminado, aunque tuvimos ocasión de disfrutar del espectáculo de un genial transformista antes de que arrancara el grupo encargado de tocar para cerrar la noche, algunos de cuyos miembros habían tocado con Celia Cruz.

 

El público, de lo más variado. Gente joven y menos joven, pero toda tirando a moderna. Y es que, tal y como nos explicarían Lorenzo y Rebeca, el Mejunje pasó de ser un local proscrito, paraíso de transformistas, transexuales y homosexuales, al único espacio de libertad artística y resistencia cultural de Santa Clara, rendida mayoritariamente a la tiranía del Regetón más irritante.

 

Un espacio al que acudimos debidamente pertrechados de una botella de Havana Club, que bebíamos a buchitos, solo, ya que el Mejunje sólo dispensaban calambuco casero y no estaba Lorenzo muy convencido de que nuestros aburguesados estómagos europeos fueran capaces de soportarlo.

 

Bueno. Ya están ustedes ubicados, amigos lectores. Como nosotros, en medio del maremágnum que era El Mejunje, pasada la medianoche, cuerpos contoneándose al son de la música de Los Caifanes y tomando el ron a pequeños tragos.

 

Y, entonces, apareció ella. Lola.

 

Poderosa melena al viento, sosteniendo un pitillo con formas sofisticadas, maquillaje abundante y, sobre todo, una altura que la acercaba a los dos metros y una musculatura tan poderosa que decía que sí. Que, efectivamente, Lola era un gran hombre.

 

Tanto, que su mirada se elevaba por encima de los demás mortales que se movían por El Mejunje y se clavaba directamente en mí, otro tipo de altura. Y no era una mirada cualquiera. Era una mirada desafiante, aviesa, retadora. Y uno, que de natural es osado y valiente, esta vez escondió el rabo entre las piernas y, soltando el vaso de ron, se abrió paso entre sus amigos para, tan cortés como firmemente, pedirle a Panchy que le hiciera el honor de bailar conmigo.

 

Y allí estaba yo, convertido en un trasunto de Travolta, ignorando los consejos de mi médico y de mi coach particular, bailando como un poseso, provocando el furor de la concurrencia. Tras destrozar los pies de Panchy, la emprendí con la pobre Rebeca, y ya iba a prender a Lorenzo por el talle cuando vi que Lola había entablado animada conversación con Pepe.

 

Fotografía realizada por Álvaro y gentilmente cedida por Pepe,
hombre sin complejos.

Respiré tranquilo. Pepe, como aquel Sonny Crocket de «Miami vice», tiene una innata capacidad para atraer a todo tipo de personas y sabe lidiar con los morlacos más comprometidos. Así, consiguió que Lola, después de brindar con nosotros amistosamente, siguiera su periplo por El Mejunje dado que no éramos sino un grupo de amigos sin ganas de ligar, poseídos únicamente por la sana voluntad de pasarlo bien.

 

A lo largo de la noche, Lola volvió a acercarse por nuestro redil, pero su mirada ya era otra. Más relajada. Menos desasosegante. Fue entonces cuando Panchy intercambió con ella una serie de pareceres acerca de la lozanía de la carne, con Pepe como mudo testigo, en un diálogo ciertamente surrealista que no puedo reproducir de primera mano.

 

Porque, en ese momento, este cronista esta siendo verdaderamente acosado.

 

Resulta que, a mi vera, se había situado un segurata, con gafas de sol, uniforme y hasta porra. El tío estaba ahí de pie, impasible, mirando a uno y otro lado del Mejunje, como un perfecto bodyguard. La gente bailaba, chocábamos unos con otros… pero… ¡coño! ¿cómo es que siempre chocaba el bolsillo lateral izquierdo de mi pantalón con quién fuera? Miré y allí estaba, un discreto mulato, intentando abrir el susodicho bolsillo. En cuanto eché mano al mismo, tanto él como el segurata pusieron pies en polvorosa.

 

  • Hermano-, me dijo pacientemente Lorenzo, ¿tu crees que un garito como El Mejunje puede tener Segurata y, más, uniformado?

 

Y se descojonó de risa.

 

En fin. Que al rato tenía otra vez al segurata a mi lado. Y nuevamente sentí la torpe mano que intentaba abrir el botón del bolsillo… en que llevaba mi Cuaderno de Viajes, que no la cartera.

 

Cuando se lo hice saber al ratero, volvió a salir cagando leches de mi lado. Estaba verdecillo todavía, el pobre.

 

Y así pasamos la noche, entre música, tragos, risas, rateros y transformistas. En El Mejunje, un club en el que, a decir de su Director y Maestro de ceremonias al presentar al grupo musical que cerraba el espectáculo, «esta noche todo está permitido… menos suicidarse. Que limpiar luego los restos es muy pesado.»

 

Está claro, ¿no?

 

Jesús Lens, perdidamente enamorado de El Mejunje.

 

 

(*) Letra íntegra de la canción «La Lola»,

cariñosamente dedicada a esa Reina de la Noche del Mejunje.

 

Se llama Lola y tiene historia, 

aunque más que historia sea un poema. 

Su vida entera pasó buscando 

noches de gloria como alma en pena. 

Detrás de su manto de fría dama 

tenía escondidas tremendas armas, 

para las batallas del cara a cara 

que con ventaja muy bien libraba. 

Le fue muy mal de mano en mano, 

de boca en boca, de cama en cama, 

como una muñeca que se desgasta, 

se queda vieja y la pena arrastra. 

Óyeme mi Lola, mi tierna Lola, 

tu triste vida es tu triste historia. 

Pero qué manera de caminar, 

mira qué soberbia en su mirar. 

Óyeme mi Lola, mi tierna Lola, 

tu triste vida es tu triste historia. 

Pero qué manera de caminar, 

mira qué soberbia en su mirar. 

Óyeme mi Lola… 

 

Fue mujer serena hasta el instante 

de entregarse presta a todos sus amantes. 

Es tiempo de llanto, es tiempo de duda, 

de nostalgia y de tu locura. 

Tienes el consuelo de saberte llena 

de cariño limpio y amor sincero, 

por que nadie supo robar de tus besos 

eso que hoy te sobra y que nadie añora. 

Óyeme mi Lola, mi tierna Lola, 

tu triste vida es tu triste historia. 

Pero qué manera de caminar, 

mira qué soberbia en su mirar. 

Óyeme mi Lola, mi tierna Lola, 

tu triste vida es tu triste historia. 

Pero qué manera de caminar, 

mira qué soberbia en su mirar. 

Óyeme mi Lola, mi tierna Lola, 

tu triste vida es tu triste historia. 

Es el tiempo de la arruga que no perdona, 

es el tiempo de la fruta y de la pintura.