El sube y baja de San Francisco

Las dos ciudades norteamericanas más vinculadas al universo negro y criminal son, por supuesto, Nueva York y Los Ángeles. Boston y sus conexiones con la mafia irlandesa, Chicago y el gangsterismo clásico y Miami y el tráfico de cocaína les seguirían en esta apócrifa clasificación, hecha única y exclusivamente desde el imaginario colectivo transmitido por la literatura, el cine y el cómic.

Las grandes capitales del juego, de Las Vegas a Nueva Jersey, también ocuparían un lugar destacado. Y las ciudades que lindan con México, que las fronteras son reclamo para todo tipo de traficantes, aventureros y otras gentes de (más o menos) mal vivir.

En esta pléyade de urbes del crimen, San Francisco ocupa un lugar secundario, bastante alejado de ese imaginario del Noir que, poco a poco hemos ido construyendo. Para mí, sin embargo, tiene una magia negra especial desde que, siendo crío, vi ‘San Francisco, ciudad desnuda’, que comenzaba con un zumbado que, desde la parte de atrás de un autobús, masacraba a todo el pasaje y al conductor.

Dirigida en 1973 por Stuart Rosenberg y protagonizada por Walter Matthau, Bruce Dern y Louis Gossett Jr., no recuerdo nada más de ella, dado que no la he vuelto a ver. Me da miedo que, vista con mis ojos de cincuentón maleado y revenido, aquella estremecedora secuencia me deje indiferente o no me impacte como entonces.

Y miren ustedes que viendo ‘Bullit’ hace unos días, volví a vibrar, saltar y oscilar sobre el sofá en la mítica secuencia de la persecución. Rodada en 1968 por Peter Yates y protagonizada por el tipo más molón de la historia del cine, Steve McQueen, la película no ha perdido un ápice de intensidad. Disculpen que saque a relucir mi yo viejuno, pero no hay efectos digitales que puedan igualar las hazañas del Ford Mustang GT Original conducido por Bullit. Su mítica sigue intacta. Así las cosas, no es de extrañar que un coleccionista pagara por él la nada desdeñable cantidad de 3,74 millones de dólares el pasado enero, convirtiéndolo en el Mustang más caro de la historia.

Si Nueva York es la verticalidad por excelencia y sus sucios callejones son el epítome del noir de la ciudad de los rascacielos, Los Ángeles extiende su mancha negra a través de la horizontalidad de su entramado. ¿Y San Francisco? Como una montaña rusa dulcificada, la ciudad de las colinas es un continuo sube y baja cuyos famosos tranvías se asoman ora a los cielos luminosos y despejados, ora a la famosa bahía sobre la que pende el espectacular Golden Gate, uno de los puentes más reconocibles del mundo.

Imagen icónica como pocas, el Golden Gate aparece en ‘Vértigo’, una de las mejores películas de la historia del cine y cumbre de la filmografía de Alfred Hitchcock. A sus pies intentó quitarse la vida Madeleine, lo que no tiene nada de extraño dado que hablamos del puente con mayor tasa de suicidios del mundo, hasta el punto de que hay decenas de teléfonos de la esperanza a lo largo de sus tres kilómetros de recorrido, un equipo de voluntarios trata de localizar a personas con tendencias suicidas y se instalaron redes de seguridad para recoger a las personas que llegaban a saltar. Para mitómanos: existe un Hotel Vértigo situado en el edificio de apartamentos donde vivía Madeleine.

¿Sabían ustedes que la idea de Hitchcock para el final de ‘Los pájaros’ era que los supervivientes que huían de Bahía Bodega en dirección a la gran ciudad se encontraran el Golden Gate completamente cubierto por pájaros amenazantes? El presupuesto dio al traste con el que habría sido uno de los mejores finales de la historia del cine.

¿Sueñan los genios con puentes cubiertos de pájaros?

Y nos quedan los asesinos en serie. Esos serial killers killers que tan en serio se toman su misión de matar. Tan, tan en serio que hasta le escriben cartas a los directores de los periódicos. Por ejemplo, el lunático asesino que firmaba como Zodiac y se ‘carteaba’ con el director del San Francisco Chronicle. La película que le dedicó David Fincher es una de las grandes joyas del cine protagonizado por periodistas y policías obsesionados con un caso. Casi tres horas de puro cine en las que la tensión desborda los límites de la pantalla.

Un momento resulta especialmente singular: durante la investigación de los crímenes de Zodiac, Don Siegel dirigió ‘Harry el sucio’, provocadora película en la que el mítico policía interpretado por Clint Eastwood resolvía con su Magnum del 44 la investigación de los crímenes de un loco peligroso que se hacía llamar… Scorpio.

El momento en que el policía ‘real’ tiene que salirse de la proyección de ‘Harry el sucio’ en un cine de San Francisco es de una preclara dureza, anticipando la sociedad del espectáculo que estaba por llegar en los años 80, glorificando la violencia.

Jesús Lens

EL GRAN TORINO

Durante bastantes meses, los foros cinematográficos ardieron con una noticia de lo más sorprendente y extraña: Clint Eastwood retomaba uno de sus personajes más icónicos: Harry el Sucio.

 

¿Sería posible que el director que pasa por ser el Último Gran Clásico del cine americano hubiera transigido con la eterna requisitoria de la Warner para volver a encarnar, una vez más, al justiciero Harry Callahan?

 

La respuesta es «El gran Torino», una nueva, impresionante, maravillosa y angustiosa obra maestra de Clint. Una de esas películas que te encogen el alma, te dejan un nudo en la garganta y te hacen salir del cine como en una nube, impactado y roto, preguntándote cómo es posible que ese octogenario cabrón haya sido capaz de hacerlo una vez más: dejarte absolutamente devastado por dentro con una película que le eleva un peldaño más en el altar de los grandes maestros a los que adorar y rendir pleitesía, desde hoy hasta el día del juicio final.

 

Y no. No es Harry Callahan el protagonista de la última película de Eastwood. Pero como si lo fuera. Porque el viejo, achacoso y malhumorado Walt Kowalski al que presta sus facciones el inimitable Clint bebe de buena parte de esos personajes a los que ha interpretado a lo largo de su carrera, del inefable y cínico Harry al oscarizado y violento William Munny, pasando por aquel ángel vengador que fue «El jinete pálido» y, cómo no, por sus pistoleros de gatillo rápido y asquerosos escupitajos de tabaco de mascar.

 

De todos ellos hay en un Walt Kowalski que, desde el principio de «El gran Torino», se gana el favor de unos espectadores que asisten, entre atónitos y divertidos, al viejo más políticamente incorrecto que recordarse pueda. Incorrecto e incómodo con sus egoístas hijos y nietos, con su párroco y, sobre todo, con la familia de asiáticos que vive en la casa de al lado.

 

Arisco, violento y racista, por azares del destino, Walt se enfrentará a una banda de matones, ganándose el reconocimiento de la comunidad asiática que se ha ido instalando en el barrio. Y, poco a poco, Kowalski se irá involucrando más y más en la vida cotidiana de unos vecinos a los que empieza a conocer y, por tanto, a respetar. Y, de inmediato, a querer más que a sus propios hijos.

 

Hasta llegar al final.

 

Lo siento, pero no puedo reprimir las ganas de escribir sobre ese final.

 

Así que, querido lector, deja de leer desde ya si no quieres que te reviente uno de los finales más prodigiosos de la historia del cine.

 

¿Vale?

 

¿Está claro? Voy a reventar el final de la peli en los siguientes párrafos así que, si sigues leyendo, será bajo tu responsabilidad.

 

Un final apoteósico, ya lo hemos dicho. Todos esperábamos, por supuesto, una tormenta de sangre y fuego, made in Eastwood, que acabara con los macarras que habían pegado y violado a su joven y encantadora vecina.

 

Pero no.

 

En uno de los finales mejor ideados de la historia del cine, jugando con toda la iconografía anterior que el actor/director lleva colgada a sus espaldas, lo que hace Clint es fumarse un cigarrillo y convertirse en mártir, dejándose asesinar por los malos, para que estos sean detenido y encarcelados, única forma de interrumpir una espiral de violencia que a nada bueno podía terminar de conducir.  

 

Si la idea hubiera sido de cualquier otro director, la habríamos alabado, por supuesto. Pero viniendo de Eastwood, se convierte en el mejor testamento cinematográfico que cualquier director ha filmado en vida.

 

Una inmolación, un suicidio ritual, un ajuste de cuentas con todo un pasado cinematográfico que se convierte en un momento mágico, de una intensidad tan brutal que te hace dar gracias al cielo por haber sido testigo privilegiado de un hito cinematográfico imborrable y memorable por siempre jamás.

 

Lo mejor: lo dicho en el último párrafo y la secuencia de la doble confesión de Clint, con el cura, primero; y con su discípulo, el AtonTao, después.

 

Lo peor: además del doblaje de los chavales asiáticos, infecto; la noticia de que, posiblemente, nunca volvamos a ver a Clint frente a una cámara. Aunque eso es, precisamente, lo que le da todo el sentido a esta maravillosa y memorable «El gran Torino».

 

Valoración: 10.

 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.