Servilletero

Una columna, la de hoy de IDEAL, que tiene una clara y obvia dedicatoria…

Es una de las grandes herencias de mi padre. El servilletero. De las herencias inmateriales, quiero decir. Y hacía tiempo que no me acordaba de ella hasta que, hace unas semanas, charlando con Jesús Vigorra, se me vino a la mente.

También me lo recordó la lectura de un magistral artículo de Antonio Muñoz Molina titulado “Ese chispazo” y que comenzaba así: “De pronto hay algo donde antes no había nada”. El chispazo que provoca ese algo es, por supuesto, la inspiración. Y la inspiración, sabido es, nos encuentra en el momento y en el lugar más insospechado y, quizá, el más inconveniente.

Como en la barra de un bar, por ejemplo.

Y ahí es donde el servilletero juega un papel determinante en nuestra vida. ¿Cuántas ideas magistrales no habrán sido esbozadas, antes de ser desarrolladas y pulidas, en ese humilde cuadrado de papel casi transparente que es una servilleta? Por eso me atrevería a afirmar que en el mundo hay dos tipos de personas: el servilletero y los demás.

El servilletero, como por ejemplo mi padre, es ese tipo de gente que anota sus ideas, ocurrencias e inspiraciones en el primer papel que tiene a mano. Y que, en los bares y en los cafés, son las servilletas, por supuesto.

No hay libreta, iPhone, Blackberry o agenda que se puedan comparar a una dirección, al título de un libro o al nombre de su autor manuscrito en una servilleta. Una película que hay que encontrar, sí o también. O el título de una canción. O un pequeño y familiar restaurante de visita obligada en un hipotético viaje futuro. ¡Las ideas más grandes y los más prodigiosos descubrimientos encuentran cabida en el más humilde de los papeles!

Los artistas harán bocetos en ellas, los poetas trazarán palabras sueltas que, después, se convertirán en versos y los cuentistas anotarán lo que podría ser el prodigioso inicio de un relato o el más sorprendente de los desenlaces.

Porque, si bien es cierto que la inspiración nos puede encontrar en cualquier sitio (a mí suele asaltarme cuando voy corriendo, por ejemplo), los buenos bares y los cafés más atractivos; sus barras, mesas, sillas y banquetas parecen tener una magia especial, convirtiéndose en el mejor imán para las musas.

Las servilletas son pasaporte para la aventura, invitación a los sueños y, a la vez, un recordatorio tan fiable y efímero como nuestra propia memoria. ¡Qué sensación, encontrar entre las páginas de un libro o en el bolsillo de una chaqueta una vieja servilleta anotada! ¿Leeríamos finalmente aquel libro? ¿Cenaríamos en aquella taberna? ¿Veríamos la película o encontraríamos el disco?

En realidad, no importa. Cuando escribes algo en una servilla, ya le estás dando vida, anticipando el placer de su uso y disfrute. Porque los servilleteros tenemos una especie de síndrome de Diogénes soñador, creativo y descubridor que tratamos de atrapar y fijar en un sencillo pedacito de papel.

Jesús Lens

Lugares que no quiero compartir con nadie

Coincido, al 100%, con mi querido Colin Bertholet: ¡nos encanta Elvira Lindo!

Es verdad que, en cenáculos intelectuales, puede no quedar bien cuando decimos que, de El País, lo que escribe Elvira es de lo que más nos gusta. Pero nos da igual no pasar por intelectuales. Su columna en la contraportada y, sobre todo, su crónica en el suplemento de los domingos, son algo sencillamente maravilloso.

Con Elvira se da la paradoja, además, de que es pareja de un peso pesado de las letras españolas, Antonio Muñoz Molina. Y, como en este país llevamos el guerracivilismo impreso en nuestro ADN, parece que tengamos que estar obligados a tomar partido: o Elvira, o Antonio; para no parecer frívolos o demodé.

Reconozco que, de Babelia, lo que nunca dejo de leer es el artículo de Antonio Muñoz Molina. Éste, por ejemplo, sobre los contadores de historias, me parece una joya absolutamente incomparable. Y, sin embargo, no puedo con sus novelas. De hecho, ya no lo intento.

Pero Elvira… ¡ay, Elvira! Qué oído tiene la condenada. Y qué talento para reproducir lo que oye y ve por ahí. Y para contar lo que le parecen las cosas y lo que piensa, más allá de etiquetas, corrección política o poses intelectuales.

Frescura. Ese es el calificativo que siempre le aplico a los artículos de Lindo. Frescura que se contrapone al espesor de otros muchos autores convencidos de que, cuanto más denso hagan un artículo, más calado y tendrá y mejor recibido será por los ¿lectores?

Para mí, que de la lucha contra el aburrimiento hago bandera, Elvira Lindo es una de las figuras que más me gusta reivindicar. Y, claro, yéndonos a Nueva York unos días, no podía dejar pasar la ocasión de leer “Lugares que no quiero compartir con nadie”, una no guía turística o de viajes que, sin embargo, resulta de lo más atractivo e interesante para cualquier persona que tenga curiosidad por una ciudad que podría ser la Capital del Mundo.

¡Todos conocemos Nueva York! Salvo algún marciano que no lea, no escuche música o no vea películas o series de televisión; todos los demás tenemos una idea de Nueva York, aunque no hayamos estado nunca allí ni tengamos el más mínimo interés o intención de cruzar el charco para conocerla.

Y justo eso es lo que hace Elvira Lindo en un libro que se devora en dos sentadas: contar “su” Nueva York. El Nueva York que ella transita, camina, sufre y disfruta. El suyo y el de nadie más. Ni siquiera el de Antonio. Porque cada uno tenemos nuestra idea, nuestra imagen, nuestro sentir neoyorquino.

Un libro, decíamos, que se lee en un pispás. Por ligero. En el mejor sentido de la expresión. Por fresco. Por alegre, divertido e ilustrativo. Y por útil. Que ya he entresacado algunas direcciones imprescindibles para la Semana Santa. Eso sí, si me cruzo con Elvira o Antonio en alguno de ellos, prometo ser absolutamente discreto y no molestar, para no provocar una discusión marital del tipo:

– Mira que te lo dije. ¡Que no descubras nuestros lugares favoritos a los extraños! Que luego vienen y nos hacen la vida imposible.

No. Palabrita de niño Jesús. Si nos cruzamos en el “Smoke”, en el Fiorello o en el Absolute Bagels, seremos muy discretos y no molestaremos.

Un libro que, por supuesto, no es solo un directorio de lugares, sino un repaso por lo que supone vivir en Nueva York para dos extranjeros. Elvira aprovecha para ajustar algunas cuentas, para hablar del Cervantes y para comentar algunos episodios controvertidos de su vida entre lo público y lo privado.

Un libro muy recomendable que, además de ser una declaración de amor a una ciudad, es una declaración de amor a una persona. Y a todo lo que la rodea.

Si quieres leer doscientas frescas, ilustrativas y divertidas páginas sobre NYC, “Lugares que no quiero compartir con nadie” es tu libro. Si te gustan los ensayos para los que, antes de leer, tienes que armarte con un cortafierros que te permita abrirte paso entre sus páginas, olvídalo.

Jesús Lens

A ver, los anteriores 20 de marzo: 2008, 2009, 2010 y 2011.

Azares del oficio (artículo de Muñoz Molina)

Es tan bueno este artículo de Antonio Muñoz Molina y habla de una forma tan cercana de muchas cosas de las que uno siente quelo copio íntegro. Repito, el texto es de ANTONIO MUÑOZ MOLINA.

Dentro de unos meses hará 30 años que publiqué por primera vez algo en un periódico. Dos años más tarde, a finales de 1984, apareció mi primer libro. Creo que voy teniendo ya una cierta perspectiva para reflexionar sobre lo que se llama el éxito y lo que se llama el fracaso, sobre la fama casi siempre dudosa que puede deparar la literatura y sobre la oscuridad en la que muchas veces queda postergada o perdida, incluso sobre el grado de justicia o de injusticia con que se valora a un escritor. Treinta años, o casi, dan para mucho. En 1982, cuando yo empecé a colaborar en un periódico recién fundado que duró muy poco tiempo, Diario de Granada, en las redacciones había un ruido frenético de máquinas de escribir y una neblina permanente de humo de tabaco. Las dos cosas parecían naturales. Las dos desaparecieron al cabo de no mucho tiempo, primero las máquinas, después el humo. Los artículos los escribía uno a máquina en su casa y los llevaba en mano al periódico. Dictar por teléfono era costumbre de enviados especiales en el extranjero. A los colaboradores de periódicos de provincias una de las muchas cosas que nos producían admiración de Francisco Umbral era que mencionaba como de pasada en sus crónicas que un motorista iba a su casa cada tarde para recogerlas.

Las mías yo las llevaba a pie o en autobús. Y aunque retrospectivamente parece que aquel era un comienzo inevitable yo no me olvido nunca de lo que tuvo de casual. Fue una casualidad que fundaran en Granada aquel periódico nuevo, y que yo conociera al redactor jefe, Antonio Ramos Espejo. Yo tenía 26 años y llevaba escribiendo desde antes de la adolescencia, pero nunca me habían publicado nada, ni me habían premiado ni seleccionado en ninguno de los concursos de cuentos a los que me presentaba. Me armé de valor una tarde y fui al periódico. Antonio Ramos me recibió con la amabilidad distraída de quien tiene demasiadas cosas a las que prestar atención y cuando le ofrecí llevarle algo me dijo, con una simplicidad desconcertante:

-Venga. Escríbeme una columna todas las semanas.

Que se diera por supuesto que esas colaboraciones no se cobraban me pareció lo más natural. Diario de Granada fue un periódico pobre que no duró mucho tiempo y en el que había a veces cantidades prodigiosas de erratas, pero sin esa oportunidad que tuve de escribir en él no sé cuál habría sido mi futuro de posible escritor. Los profesores, los mismos escritores, presentan la vocación como una fuerza solitaria que se alimenta de sí misma y que de antemano tiene trazada una dirección. Esa no es mi experiencia. Yo no sé cuánto tiempo más habría resistido mi vocación sin el estímulo de ver impreso lo que escribía; sin el eco inmediato de algunos lectores; sin la disciplina que se aprende escribiendo con una extensión predeterminada y con una fecha y una hora de entrega; sin la bendición de que al publicar uno se aligera de lo ya escrito y puede volcarse hacia lo ni siquiera intuido todavía.

Yo recortaba mis artículos del periódico y los guardaba en una carpeta con gomas: reliquias del pasado, del siglo pasado. Me asombraba y me halagaba una modesta notoriedad local, y eso me animaba a escribir más, a tantear de nuevo la posibilidad de una novela empezada y abandonada años atrás. Trabajaba de ocho a tres en una oficina y por las tardes escribía. Dos amigos que sacaban adelante una pequeña editorial de poesía, Silene, me propusieron que hiciera un libro con los artículos de aquella serie ya concluida en el Diario de Granada. La vocación no sucede en el vacío, y el poco o mucho talento que cada uno tenga no es nada sin ciertos azares decisivos, detrás de la mayor parte de los cuales hay al menos un acto de generosidad. Los poetas José Gutiérrez y Rafael Juárez me animaron a reunir ese libro de artículos, con una convicción que a mí me faltaba. El pintor Juan Vida me diseñó gratis la portada y me asesoró en el mundo recóndito de las imprentas locales. A mí me parecía una secreta indignidad publicar un libro pagándome yo mismo la edición, pero los dueños de la imprenta eran también amigos, y hasta un conocido se ofreció a llevar los ejemplares de cinco en cinco por las librerías y las papelerías de Granada. En el mundo exterior no había ni que pensar. Luis García Montero, Mariano Maresca, escribieron reseñas en periódicos de la ciudad. Entre unos y otros me daban direcciones de escritores o críticos a los que sería conveniente que les mandara ejemplares dedicados.

Tener un libro con mi nombre en la primera página era algo y no era nada. Verlo en el escaparate de la librería de un amigo; o en un anaquel de una papelería en la que los cinco ejemplares dejados por mi distribuidor permanecían intactos cada vez que yo entraba a comprar unos folios o simplemente a mirar de soslayo a ver si faltaba algún ejemplar. Vivía en la congoja de invisibilidad del aspirante a escritor confinado en su provincia. La frase de Pascal sobre la amplitud de los mundos que ignoran la existencia de uno me la aplicaba a mí mismo y a mi libro, que al menos llevaba el sello de la editorial Silene, ahorrándome así la habitual ignominia, edición del autor.

En cada momento lo que me sucedió podía no haberme sucedido. Pere Gimferrer podía no haber ido a Granada a dar una conferencia unos meses después. Mi amigo Mariano Maresca podía no haberle regalado mi libro. Y a casi nadie más que a Gimferrer se le ocurre leer un libro que le han dado después de una conferencia, en ese paréntesis fatigoso entre la charla y tal vez la cena posterior con los anfitriones y el regreso a la habitación del hotel, de donde uno se marchará con pocos recuerdos y casi siempre con alivio a la mañana siguiente. No hay muchos editores que tengan una verdadera vocación de descubrir. No los hay ahora y no los había entonces. Yo tuve la suerte de que mi novela recién terminada la leyeran Pere Gimferrer y Mario Lacruz; y también de que en aquellos años estuviera surgiendo un público lector que era tan nuevo como nosotros, los escritores de novelas, como la democracia recién inventada, excitante y convulsa en la que unos y otros nos encontrábamos y de una manera inesperada e instintiva nos reconocíamos.

Otros con iguales o mayores méritos no habrán sido tan afortunados. En la generación joven de ahora mismo habrá quien tenga más talento y brille menos que algunos de sus coetáneos. Todo depende tanto del azar, de la moda. En cada generación hay unos cuantos astutos que atisban mejor que nadie la dirección del viento y saben cómo y dónde colocarse, pero no sé si a la larga eso sirve de mucho. Tampoco estoy seguro de que al final el tiempo ponga a cada uno en su sitio. Escribir con entrega a lo que se hace y confianza en los desconocidos es la única seguridad razonable en este oficio incierto.

MEDIOCRIDAD

El martes, en este mismo espacio, Gregorio Morales criticaba la Obra Social de CajaGRANADA. No es la primera vez que lo hacía. Ni la segunda. Ni la tercera. Al no compartir sus argumentos y con todo respeto, hoy, en la columna de IDEAL, hablamos de ello…

Me ha gustado mucho el comentario del presidente de los empresarios granadinos, diciendo que mucho se teme que el debate sobre la estación del AVE sea político y no técnico. ¡Faltaría más! La gran tragedia de Granada es que todos los debates, de haberlos, siempre se plantean desde posiciones partidistas apriorísticas. Y así nos va. Porque en ese tipo de debates, de lo que se trata, es de desacreditar al contrario. De empequeñecer. De destruir.

¡Pecado mortal, carallo!

Lo que me recuerda al célebre proverbio chino, tan cargado de mala follá que podría haber sido discurrido en la mismísima Puerta Real: “El clavo que sobresale siempre recibe un martillazo”. ¿Será por eso que Granada es pródiga en fuga de talentos, cerebros y artistas?

Leía el martes la columna de Gregorio Morales en la que criticaba la propuesta de Jara de que la Obra Social de CajaGRANADA ofrezca eventos culturales significativos y que llamen la atención, denunciando que este tipo de cultura es más espectáculo que otra cosa. Para Morales, la Obra Social debería potenciar la base, la cantera, subvencionando revistas y libros.

Por supuesto, la Obra Social debe colaborar a desarrollar un tejido cultural de base. ¡Exactamente como lo viene haciendo en sus más de cien años de historia! Pensemos qué sería de la cultura de Granada, de la cultura de barrio y andar por casa, si no existiera la Caja. Y de la cultura en los pueblos, también. Y del deporte. Y de la ecología. Y del patrimonio histórico-artístico. Que no sólo de letras vive el hombre.

Obra Social, construyendo desde la base

Pero renunciar al espectáculo, renunciar a los grandes nombres y a los grandes eventos, no sólo es defender la mediocridad y la cortedad de miras sino que es echar cemento en los pies de esos jóvenes que empiezan a sentirse interesados por el arte, sepultando sus anhelos, esperanzas e ilusiones. ¿Os acordáis de Indurain, galopando sobre su bici, por los Alpes y los Pirineos? Al rebufo del Tour televisado, en cuanto Miguelón se enfundaba el maillot amarillo, miles de aficionados nos echábamos a la carretera, a emular sus hazañas. Y Joakim Noah juega con los Bulls de Chicago porque, siendo niño, su padre le llevó a ver un partido de Michael Jordan, como ya contamos AQUÍ.

Más ejemplos: Paz es músico porque, de niña, fue con su colegio a Madrid, a ver “Los miserables”, y quedó alucinada con dicho musical. Y, por mi parte, fue escuchando a los maestros Miles Davis y Oscar Peterson que descubrí el jazz y, desde entonces, me gasto mis buenos cuartos en discos, conciertos y garitos en que suena swing, be-bop y free jazz.

Ser conformistas, es lo que tiene

Para fomentar la base, es esencial que haya espejos en los que los jóvenes puedan mirarse y los mejores espejos granadinos, por desgracia, lucen en París, Nueva York, Madrid… De haberse quedado aquí, seguramente estarían hechos añicos, apedreados.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.