Comanchería, obra maestra del Westernoir

Resulta extraño, a 4 de enero, estar hablando ya de una película que, a finales de año, estará en lo más alto de lo mejor del 2017. Y es que “Comanchería” es una joya, una obra maestra del cine que pone el listón altísimo a la cinefilia de los próximos doce meses.

Estrenada en la sección “Una cierta mirada” del Festival de Cannes, “Comanchería” está nominada a tres Globos de Oro, además de haberse alzado con varios premios de la crítica norteamericana. Pero, sobre todo, “Comanchería” ya se ha convertido en un clásico de culto, quintaesencia de la fusión de los dos géneros cinematográficos por excelencia: el western y el noir.

Cuando se estrena una pequeña-gran película como “Comanchería”, que no cuenta con estrellas de relumbrón en su reparto ni está dirigida por ningún maestro consagrado del séptimo arte, lo primero que hacemos es buscar referentes con los que compararla.

En este caso, la propia publicidad de la distribuidora habla de “Fargo” y de los Coen, lo que ha llevado a mucha gente a emparentar a “Comanchería” con “No es país para viejos”, por ejemplo. Por extensión, se habla de Cormac McCarthy y también podríamos citar a las “Malas tierras” de Malick e, incluso y salvando las distancias, a “Thelma & Louise” y a “Paris-Texas”.

Y cierto es que no andaríamos equivocados. Tal y como señala David Mackenzie, el director de la película: “En mis primeros trabajos como director siempre trataba de alejarme de los clichés del cine de género. Pero después de hacer “Convicto” me di cuenta de que estaba equivocado. “Comanchería” tiene mucho de western, pero también es una buddy film y una road movie. Y, por supuesto, un drama familiar”.

Y un noir de tomo y lomo, añadiríamos. Porque “Comanchería” cuenta la historia de dos hermanos que, en la Texas asolada por el estallido de la burbuja inmobiliaria que arruinó a miles de familias, se lanzan a atracar bancos. Pero no bancos en general: Toby y Tanner Howard (tremendos Chris Pine y Ben Foster) solo atracan las sucursales del banco que amenaza con desahuciarles del viejo rancho familiar, sobre el que su madre constituyó una hipoteca inversa en el tramo final de su vida, con unas condiciones leoninas.

Atracos que realizan, siempre, a primera hora de la mañana, para evitar que haya clientes que puedan resultar perjudicados. Porque los hermanos Howard tienen una ética de trabajo que tratan de aplicar a rajatabla. Solo que los planes, muchas veces, se complican. Y ya se sabe que de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno…

Tras los pasos de los atracadores, una de esas imposibles parejas de polis: el viejo y taciturno Marcus Hamiltom, al que interpreta un inconmensurable Jeff Bridges; y Alberto, un mestizo indio-mexicano interpretado por un sobrio y contenido Gil Birmingham.

Toda la acción de “Comanchería” está concentrada en un puñado de días: los que quedan para la ejecución de la hipoteca. Y el portentoso guion de Taylor Sheridan, autor de esa otra joya del westernoir contemporáneo que es “Sicario”, nos conduce por la Texas profunda, permitiéndonos conocer a camareras que trabajan todo el día por un sueldo de miseria, a las cajeras de los bancos que se juegan el tipo por un puñado de dólares, a las recepcionistas de hotel, a abogados y banqueros y, también, a esa otra gente que se pasa el día entero sin hacer nada. Esperando que algo suceda. Y que, cuando sucede, no duda en desenfundar su arma…

El western es un género fundamentado en la huida y en la persecución, sobre todo, tras el atraco a un banco. El testigo de aquellos pistoleros que cruzaban el Río Bravo para escapar a México con el botín, fue tomado por los gángsteres que, armados con sus estruendosas metralletas Tommy Gun, recorrían la América rural de la Depresión por sus caminos polvorientos, entre robo y robo.

Tras los años dorados del western y del cine negro más clásicos, directores como Sam Peckinpah filmaron obras maestras de ambos géneros, fusionándolos en muchas ocasiones. Vean “Quiero la cabeza de Alfredo García”, por ejemplo. Y llegaron el western crepuscular. Y el neonoir.

Porque el cine es un arte que sabe cómo reinventarse, una y otra vez, adaptando los temas clásicos de siempre a los formatos, escenarios y situaciones más rabiosamente contemporáneos.

Y ahí radica la grandeza, la magnificencia de una película tan aparentemente discreta como “Comanchería”: partiendo del mismísimo Shakespeare, el espectador tiene frente a sus ojos el abigarrado fresco de la América profunda del siglo XXI que ha elegido como presidente a Donald Trump.

Una América que tiene en antena, veinticuatro horas al día, a telepredicadores fundamentalistas, que ha convertido las reservas de los indios en casinos en los que blanquear dinero y que ha cambiado los caballos por picks up con tracción a las cuatro ruedas. Pero que sigue siendo la misma.

La América en la que la gente se toma una birra a la caída de la tarde, sentado en el porche de casa. Solo que la casa ya no es suya. Y, por eso, es una América cansada, harta y cabreada. Una América que no tiene empacho en echarse a la carretera a atracar bancos… o en elegir al presidente más improbable de su historia.

Jesús Lens

 

Inocentes y falsos culpables

El Conde de Montecristo es, posiblemente, el falso culpable más famoso de la historia de la literatura. Escrita por Alejandro Dumas y Auguste Maquet (aunque este último no figura en los registros oficiales ya que Dumas le pagó una fuerte cantidad de dinero para que su nombre quedara en el olvido), la mejor novela del célebre autor francés cuenta la historia de Edmundo Dantès, un joven militar que, además de estar a punto de recibir una importante y merecida promoción, cuenta los días que restan para casarse con una bella joven catalana: Mercedes Herrera.

Feliz y dichoso, el inocente Edmundo va proclamando su buena fortuna a los cuatro vientos, despertando de esa manera los celos y las envidias de algunos a los que consideraba buenos amigos y que resultaron ser las peores personas. Tanto que, con sus malas artes, se las ingeniaron para encarcelar al héroe de la novela. Tras años de cautiverio, tiempo que aprovechó para instruirse de mano del abate Faria, consigue escapar e ir en busca de un fabuloso tesoro cuyo escondite le había confiado el clérigo. Y, a partir de ahí, la venganza…

 

El inocente acusado injustamente y el falso culpable detenido, juzgado y encarcelado por error (o por las arteras malas artes de algún enemigo) son clásicos del Noir que excitan la imaginación de lectores y espectadores de todos los tiempos. Nada indigna tanto a un apasionado lector o a un entregado cinéfilo como las conspiraciones para silenciar a una buena persona o la injusticia cometida contra un inocente que ve su vida convertida en un infierno por culpa de un malentendido o de un cruel error.

 

Un cineasta como Fritz Lang hizo de ello el leit motiv de algunas de sus películas más celebradas, como “Furia”, sin ir más lejos, con la que debutó en el cine norteamericano tras su huida de la Alemania nazi.

A su paso por una pequeña ciudad de provincias, Wilson, interpretado por Spencer Tracy, una buena persona que tiene un próspero negocio con sus hermanos y que va a casarse con una chica estupenda, es arrestado como sospechoso del secuestro de una niña. Detenido y encarcelado mientras se comprueba su coartada, una masa iracunda y furibunda de ciudadanos toma la cárcel por asalto y le prende fuego, con el preso dentro.

 

Desde el principio de “Furia”, el espectador sabe que Wilson es inocente. El suspense de la película no reside, pues, en averiguar si era o no culpable. Lo que interesa a Lang es que el espectador sufra por la injusticia cometida contra Wilson, animándole a reflexionar sobre los peligros de una masa fuera de control que no piensa por sí misma ni es capaz de razonar. Algo que, en el contexto del año 1936 en que fue filmada, tiene todo el sentido y la lógica del mundo.

 

Otro director que utilizó la figura del inocente que se ve involucrado en rocambolescas historias policíacas fue Alfred Hitchcock. Que le pregunten por ejemplo, al tranquilo músico de jazz al que dio vida Henry Fonda en “Falso culpable”, injustamente acusado de robo y cuya vida se convirtió en una pesadilla kafkiana. Basada en hechos reales, la cinta resulta angustiosa y asfixiante.

En otra de sus películas más famosas, “Con la muerte en los talones”, la confusión de identidades llega a su paroxismo, con un Cary Grant que da vida a Roger O. Thornhill, un ejecutivo publicitario que, de repente, es perseguido y acosado por una cuadrilla de espías que lo confunden con George Kaplan, un agente del gobierno norteamericano. Y es que a Hitch le encantaba convertir la anodina vida de la gente normal e inocente en un caos de emociones, persecuciones, secuestros, interrogatorios e intentos de asesinato.

En 1976, basándose en la novela del mismísimo Gabriele D’Annunzio, el cineasta italiano Luchino Visconti filmó una de las cumbres de su carrera: “El inocente”, protagonizada por un envilecido tipo de alta alcurnia que engaña a su mujer sin ningún tipo de reparo. Hasta que el engañado es él, momento en que se convierte en un monstruo devorado por los celos, capaz de las peores atrocidades.

Y es que la inocencia y la culpabilidad, a veces, son conceptos confusos. Y difusos. La película italiana “Investigación sobre un ciudadano libre de toda sospecha” juega con ello, al contar la historia de un jefe de la policía italiana que asesina a una prostituta y que, seguro de que nadie lo culpará del delito, gracias al cargo que ocupa, deja pistas de la autoría del crimen para que sean seguidas por los investigadores.

¿Hasta qué punto ampara el poder a determinados culpables, blanqueando sus crímenes hasta dejarlos impolutos, para convertirlos en inocentes?

 

Los aficionados al Noir sabemos que la inocencia está sobrevalorada, siendo una de las cualidades humanas en mayor peligro de extinción. Y es que, parafraseando el certero título de una novela de José Javier Abasolo, “Nadie es inocente”. Ni siquiera hoy, aunque sea 28 de diciembre…

 

Jesús Lens

 

Infiltrados

Ya ha quedado visto para sentencia el macrojuicio sobre las entradas fraudulentas a la Alhambra, uno de los mayores procesos de la historia judicial granadina. Un juicio que tuvo uno de sus momentos álgidos con el testimonio de dos agentes de la policía autonómica que estuvieron infiltradas en el recinto nazarí, en 2005, para investigar desde dentro el fraude presuntamente orquestado por personal de la propia Alhambra y por empleados de establecimientos hoteleros y de agencias de viaje.

Dentro de las fuerzas del orden hay dos tipos de policías a los que les tengo un especial respeto: los de asuntos internos y los infiltrados. Tiene que ser muy, pero muy complicado convertirse en policía que investiga a la propia policía. Lo que los agentes de asuntos internos deben de soportar en el desempeño de su labor solo lo saben ellos, sus familias y sus amigos más cercanos. A sabiendas de que su labor es imprescindible para evitar la corrupción y los desmanes dentro de la policía, su papel es harto difícil. Y de ello hablo en El Rincón Oscuro de hoy.

 

Y luego están los infiltrados, una modalidad de policía que requiere de una sangre fría alucinante. Y de unas dotes dramáticas que ya las quisieran para sí muchos de los actores del método Stanislavski. El infiltrado, además de ser un gran policía, ha de empatizar (que no simpatizar) con las personas a las que investiga. Ganarse su confianza y labrar relaciones de amistad que, después, serán indefectiblemente dinamitadas. En aras de la justicia, sí. Pero que no tiene que ser nada de fácil.

 

Se acaba de estrenar una película que lleva como título, precisamente, “El infiltrado”, protagonizada por Bryan Cranston, John Leguizano y Diane Kruger. Basada en una historia real que aconteció en los años 80 del pasado siglo, la cinta de Brad Furman cuenta la infiltración de tres policías en la cúpula de un poderoso cártel de narcos colombianos, con el objetivo de desmantelar la banda y asestar un golpe definitivo a una de las redes de distribución de cocaína más poderosas del mundo.

En “Narc”, dirigida por Joe Carnahan, uno de los directores con más personalidad del Noir contemporáneo, Jason Patric era un policía con problemas que se cuela en una red de narcotraficantes para tratar de detener al asesino de un antiguo compañero, otro policía infiltrado.

 

En este tipo de películas resultan especialmente dolorosas las secuencias en las que los protagonistas, para demostrar de qué lado están, han de cometer actos que van contra sus principios y valores. A veces, además, tienen que probar las sustancias con las que trafican en sus propios cuerpos, con los riesgos que ello conlleva. Porque el cóctel de ansiedad, tensión, miedo, soledad y droga al alcance de la mano, puede ser tan tentador como adictivo.

NARC, Jason Patric, 2002, (c) Paramount

Otro poli que tuvo que infiltrarse, al comienzo de su carrera, fue Al Pacino en “A la caza”, una de sus películas menos conocidas y en la que, sin embargo, interpreta uno de los papeles más complicados de su filmografía, dando vida a un policía que ha de adentrarse en el complejo submundo de la homosexualidad masculina de corte sadomasoquista, para tratar de detener a un asesino en serie que actúa contra ese sector de la población.

 

Filmada en 1979, “A la caza” se rodó en algunos de los garitos neoyorkinos de ambiente más conocidos de su época y los extras eran sus clientes habituales por lo que el realismo de muchas de sus secuencias hizo poner el grito en el cielo a un montón de gente, con intentos de boicot de la cinta incluidos.

Paradójicamente, años después, Al Pacino dio vida al mafioso Benjamin «Lefty» Ruggiero, uno de los capos de la familia Bonano. ¿Y quién fue el responsable de terminar con su reinado? Donnie Brasco, nombre usado por el agente del FBI Joe Pistone para infiltrarse entre los bajos fondos del crimen organizado. El guion de la película de Mike Newell está basado en el libro escrito por el propio Pistone, “Donnie Brasco: My Undercover Life in the Mafia”, en el que pone mucho énfasis en los sentimientos encontrados a los que se enfrentó el protagonista, dada la cercanía e intimidad que llegó a desarrollar con Lefty y el resto de miembros de su banda.

Y, hablando de la mafia, es obligatorio hacer referencia a “Infiltrados”, la película con la que Martin Scorsese ganó, por fin, el Oscar al Mejor Director. Una película intensa, complicada, violenta, nerviosa y caótica, marca de fábrica del director italoamericano. Con un reparto de campanillas que incluye a Jack Nicholson, Leonardo DiCaprio, Matt Damon y Mark Wahlberg, “Infiltrados” es una de las mejores películas de un Scorsese al que se acusó de haberse dejado influenciar excesivamente por la cinta “Infernal Affairs”, una joya del Noir oriental filmada en Hong Kong. Y, la verdad sea dicha, hay secuencias que parecen calcadas.

Porque el cine policial, negro y criminal que actualmente se está filmando en Hong Kong y en el resto de China, en Corea, Filipinas o Japón; es de una calidad extraordinaria, con sorprendentes y desconocidas joyas las que no tardaremos en hablar en una próxima entrega de El Rincón Oscuro.

Jesús Lens

The French Connection

Pocos nombres tan reconocidos, sonoros, usados y hasta abusados en el lenguaje cotidiano, más allá del ámbito negro criminal en el que tuvo su origen.

The French Connection Rincón Oscuro

The French Connection es a la vez el título de una mítica y magistral película y el nombre con que se bautizó a una trama criminal utilizada para inundar los Estados Unidos de heroína. Trama que no ha dejado de formar parte del mejor cine de gángsteres, empezando por “El Padrino”. ¿Se acuerdan de Virgil Sollozzo, alias, El Turco? Un tipo muy hábil con el cuchillo y el primer personaje en poner en un brete a la Familia por excelencia: los Corleone.

Pues el personaje de Sollozzo y toda la primera parte de la saga de “El Padrino” están basados en el cambio de paradigma que la llegada masiva de heroína supuso para la mafia y el crimen organizado de los Estados Unidos. Y ese desembarco de polvo blanco fue posible gracias al corredor abierto entre Turquía, Marsella y Estados Unidos.

Durante la primera mitad del siglo XX, el cultivo de opio para su uso en productos químicos y medicinales estaba permitido en Turquía y parte del excedente que sobraba a los agricultores terminaba en manos de una serie de mercaderes que traficaban con él, ya convertido en morfina. Un turbio negocio que creció exponencialmente cuando la pasta de morfina empezó a procesarse en heroína. Y llegaron la II Guerra Mundial, la postguerra y la Guerra Fría. Y todo cambió.

The French Connection poster

Francia. François Spirito y Antoine Guérini, dos ciudadanos corsos de carácter notoriamente violento e inmoral, se asociaron a un tipejo llamado Auguste Ricord, que había hecho fortuna gracias a sus conexiones con la Gestapo, durante la ocupación alemana, atesorando un enorme capital que fue invertido en restaurantes, bares, casinos, salas de fiestas, etcétera.

Aprovechando un desmesurado exceso de tesorería, los corsos, Ricord y otro par de mafiosos franceses contrataron a algunos de los mejores químicos del mundo e instalaron en Marsella los más avanzados laboratorios para el procesado de droga, consiguiendo transformar el opio turco en una heroína de pureza rayana en el 98%. Teniendo en cuenta que la mayoría de productores de heroína asiáticos no conseguían una pureza superior al 60 o el 70%, la droga procesada por los franceses se convirtió en un producto fuertemente demandado por los mafiosos norteamericanos más poderosos.

La elección de Marsella como centro neurálgico de la French Connection no fue casual, que su condición de gran ciudad portuaria hacía que los envíos de heroína a Nueva York fueran mucho más fáciles de organizar. Por supuesto, los mafiosos corsos, con la anuencia de la CIA, controlaban el puerto de Marsella, no moviéndose ni un contenedor sin que ellos lo supieran, impidiendo de paso que el poderoso Partido Comunista Francés penetrara en un enclave estratégico tan significado.

The French Connection

La década de los 60 fue la época más floreciente de la French Connection, moviéndose miles y miles de kilos de heroína. El declive de la trama criminal comenzó en los 70, cuando Turquía prohibió el cultivo de opio y la colaboración policial entre los Estados Unidos, Francia, Italia y Canadá posibilitó la detención de decenas de gángsteres y de los capos mafiosos que se encontraban al frente de la Conexión. Se desmantelaron los laboratorios en Francia, se purgó a los policías corruptos franceses y norteamericanos y se cortocircuitaron las redes de distribución.

A partir de entonces cambiaron las reglas del juego y la cocaína se convirtió en la droga de moda. Pero esa es otra historia. Porque ahora toca hablar de dos películas que, muy distantes en el tiempo, hablan de esta trama: la mítica “The French Connection”, dirigida en 1971 por William Friedkin, protagonizada por Gene Hackman, Roy Scheider y Fernando Rey; y que forma parte de la Historia, con mayúsculas, del cine negro y criminal.

Una película que exuda realismo y autenticidad en cada fotograma y que, filmada en las calles de Nueva York, tiene una de las persecuciones más memorables del Noir cinematográfico.

Cambiando de continente, hace poco que el cineasta francés Cédric Jiménez filmó “Conexión Marsella”, una cinta interpretada por Jean Dujardin, Gilles Lellouche y Céline Sallette; en la que se cuenta la historia del desmantelamiento de la French Connection desde Francia.

Conexión Marsella

El duelo interpretativo entre los dos protagonistas nos muestra a un juez incansable e incorruptible enfrentado al líder de la mafia corsa que tiene a toda Marsella en su bolsillo. Un juez que se implica de forma decidida en la guerra contra las drogas, lo que le granjea enormes problemas, angustias y contratiempos. El mafioso, por su parte, es un personaje complejo, muy bien trabajado y que da el contrapunto perfecto al héroe de la función.

“Conexión Marsella” es una ambiciosa película de acción que permite adentrarse en el funcionamiento de las mafias y que, con un cuidadísimo diseño de producción y una espléndida banda sonora, transporta al espectador a los terribles años de plomo en los que la sangre corría abundantemente por la Costa Azul.

The French Connection. Una muestra más de cómo el buen cine negro y criminal camina a lomos de la realidad más cruel y sangrienta.

Jesús Lens

 

Kirk Douglas, Noir clásico y original

100 años. ¡Se dice pronto! El viernes 9 de diciembre, el hijo del trapero, tal y como Kirk Douglas tuvo la humildad, el acierto y el buen gusto de titular su autobiografía, cumple cien años.

Kirk Douglas Oscar

Repasar la biografía de Kirk Douglas es recorrer el siglo XX, desde el principio hasta el final, comenzando por las calles de una Nueva York que acogieron a un inmigrante ruso, de nombre Herschel Danielovitch y trapero de profesión, que abandonó a su familia cuando Kirk solo tenía cinco años de edad, obligándole a trabajar desde muy pequeño.

Repartiendo periódicos por las calles, cuando todavía era niño, compaginando el trabajo de dependiente con el instituto o trabajando de jardinero y bedel mientras completaba sus estudios universitarios; Kirk Douglas se impuso a sí mismo una estricta ética de trabajo que le llevó a licenciarse con honores en Letras, a ser campeón universitario de lucha libre, a participar en los equipos de debate, a ampliar su formación en arte dramático y a probar con el teatro. El resto, es historia. Historia del cine. Historia escrita con mayúsculas y ribeteada en oro puro.

kirk douglas joven

Pero antes de hablar de las mieles del triunfo y del oropel hollywoodiense, recordemos que la dura, exigente y apasionante juventud de Kirk Douglas le forjaron una sólida conciencia social y le convirtieron en un brillante representante de una izquierda lúcida y comprometida que, a través del cine, trató de cambiar las cosas.

Llegados a este punto, tendríamos que hablar de “Espartaco” y del famoso guion escrito por Dalton Trumbo, de la Caza de Brujas y de las miserias de la derecha más reaccionaria de los Estados Unidos. Tendríamos que referirnos al Douglas productor y a sus problemas con Stanley Kubrick, que databan de los tiempos de aquella obra maestra del antibelicismo cinematográfico: “Senderos de gloria”.

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Pero como estamos en una sección dedica al género negro y criminal, animo al lector a que tire de ese hilo, si no conoce la historia, mientras aquí nos centramos en la parte de la carrera de Douglas dedicada al Noir.

1946. “El extraño amor de Martha Ivers”. Douglas se lleva el papel protagonista, en dura pugna con otros dos principiantes: Montgomery Clift y Richard Widmark. Un extraordinario debut en un melodrama clásico con aroma a cine negro y con un fuerte contenido social, interpretado por una espléndida Bárbara Stanwyck que venía de filmar nada menos que “Perdición”.

1947. “Retorno al pasado”. Obra maestra incontestable del Noir clásico. Noir puro. Noir 100%. Etiqueta Negra. Un clásico imperecedero, cumbre del género. Filme dirigido por Jacques Tourneur y considerado por la revista Time como una de las cien mejores películas de la historia del cine, con un inconmensurable Robert Mitchum.

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1949. “El ídolo de barro”. Ganadora de un Oscar y de un Globo de Oro. Dirigida por Mark Robson, Kirk Douglas aprovecha esta película para lucir su imponente físico, además de sus dotes como actor. Una cinta sobre el mundo del boxeo, uno de los grandes subgéneros del noir norteamericano. Y es que, entre las doce cuerdas de un ring, se puede desarrollar una vida entera, llena de grandezas y, sobre todo, de traiciones, miserias y sueños rotos, como el cine y la literatura tantas veces se han encargado de demostrar.

Por “El ídolo de barro”, y solo tres años después de su debut, Douglas recibió su primera nominación al Oscar como Mejor Actor Principal. Importante reseñar que para interpretar al inolvidable Midge Kelly, Kirk rechazó un papel (y un sueldazo) en una película de gran presupuesto, con Ava Gardner: “El gran pecador”. ¿Alguien se acuerda de ella? De la película, quiero decir…

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Tres años. Tres películas. El comienzo de una carrera. Habría miles de actores que, por tener una filmografía de tres películas como las reseñadas, serían capaces de vender su alma al diablo. Para Kirk Douglas solo fue el comienzo de una de las carreras más talentosas y exitosas de la historia del cine. Porque, como bien dice el escritor y guionista Fernando Marías, “Nadie fue tan listo, nadie fue la estrella de tantas obras maestras. De todos los grandes de Hollywood, Douglas fue el actor que mejor eligió sus películas”.

Efectivamente. A partir de los años 50, Douglas participó en decenas de títulos que, hoy, siguen estando entre los mejores de la historia del cine. Hizo westerns memorables e imperecederas películas de aventuras. Fue héroe y villano. Viajó junto al Capitán Nemo, cabalgó con John Wayne y Henry Fonda, lideró a los vikingos y dio vida al loco del pelo rojo, metiéndose en la piel de Van Gogh.

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Hizo drama, comedia y musical. Fue el mejor en blanco y negro, en color, en Technicolor y en Cinerama. Triunfó en el teatro, en el cine y en la televisión. Kirk Douglas. Un talento inconmensurable que cumple cien años. Debutó como actor en el Noir, género en el que se forjó como estrella. Alcanzó la cumbre de su talento cuando nos hizo ponernos a todos en pie y gritar frente a la pantalla: “¡Yo soy Espartaco!”

Yo soy Espartaco

Feliz cumpleaños, Kirk. Y muchas gracias por tantos grandes ratos.

Jesús Lens

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