Un amigo para Frank

No me esperaba que me fuera a gustar tanto. De hecho, las fotos que había visto de Frank Langella, todo viejuno, en mitad de un frondoso bosque y acompañado por un robot blanco, me parecieron algo ridículas.

Un amigo para Frank

Y sin embargo… ¡qué buena es, “Un amigo para Frank”, título bastante penoso para el más críptico y adecuado original en inglés: “Robot and Frank”!

Lo mejor de la película es el tono. Al principio, nos encontramos con un protagonista que parece muy vulnerable y abandonado, que tiene hasta un punto de ternura: sus pérdidas de memoria serían hasta entrañables… si no fuera por lo que sabemos que el Alzheimer supone para los ancianos y las personas mayores.

Un amigo para Frank Poster

Pero tanto el guionista, Christopher D. Ford, como el director, Jake Schreier; no tardan en terminar de perfilar la descripción de un personaje principal que no es ni tan vulnerable ni tan tierno: se trata, también, de un cascarrabias con malas pulgas, manipulador de las emociones de quienes le rodean y egoísta. Muy egoísta. Además de cleptómano.

Su hijo, que ya no puede más, le regala un robot que, como si fuera un mayordomo, ayudará a Frank con las tareas del hogar y, además, se convertirá en su médico de cabecera, enfermero y farmacéutico, tratando de que lleve una vida más sana y ordenada, de forma que su salud mejore y su calidad de vida se venga arriba.

Evidentemente, Frank odia a su nuevo amigo. ¡Cómo haríamos todas las personas sensatas, por mucho que viviéramos en un futuro próximo en que los robots fueran aceptados como animal de compañía! Y, sin embargo, el robot pronto empezará a mostrar unas actitudes y unas aptitudes que llevarán a Frank no solo a replantearse sus recelos primigenios acerca de su utilidad y conveniencia, sino incluso a… bueno… a lo que sea que tenga que pasar y que termine de dibujarnos a un Frank absolutamente nuevo, diferente, sorprendente y, sobre todo, humano. Profundamente humano. Un Frank que carga con sus miserias y sus grandezas. Y con el peso de un pasado demasiado lejano que contrasta con un futuro tan cercano como incierto.

Un amigo para Frank Langella

La película, en apenas hora y media de deliciosa duración, además de mezclar sabiamente elementos cómicos y trágicos, manteniendo al espectador con una constante medio sonrisa en su rostro, plantea una interesante cuestión acerca de la importancia, cada vez mayor, de las amistades no humanas en nuestra vida. En la película es un robot, pero ¿cuántos de nosotros no tenemos más amigos virtuales que reales y nos sentimos más cómodos en relaciones cibernéticas que no físicas?

¿Tiene aspectos positivos o es sencillamente enfermiza, la cada vez mayor deshumanización de determinadas relaciones profesionales y/o personales?

Un amigo para Frank Robot

Cuestiones muy interesantes todas ellas sobre las que “Un amigo para Frank” hace reflexionar de una manera muy sencilla y para nada ampulosa y que convierte a la película en una grata sorpresa de la cartelera pre-veraniega, que no tardará en verse asaltada por superhéroes de los más distintos pelajes y por cutre comedias sin gracia alguna.

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Afuera

Cuando fui a entrar, las puertas automáticas no se abrieron y a punto estuve de estamparme contra su lustroso cristal.

Me quedé parado, sorprendido y estupefacto: justo antes que yo, una señora había franqueado la entrada sin problema alguno.

Me alejé de las puertas y volví a acercarme, para darles tiempo a reaccionar y que se pudieran abrir.

Pero nada.

Braceé tratando de activar ese mecanismo invisible que rige una parte cada vez más importante de nuestras vidas, como cuando estás cagando en el WC de algún edificio público y el sistema entiende que has dedicado más tiempo del razonable a dicho cometido, apagándose las luces y dejándote a tientas, buscando el papel del culo.

Pero la célula fotoeléctrica, o lo que sea que hacía que aquellas puertas se abrieran, debía haberse estropeado.

Me alejé unos pasos para avisar por teléfono cuando contemplé, con asombro, que un chavalito con numerosos piercings y tatuajes variados se acercaba a la entrada y las puertas se abrían automáticamente, sin ninguna dificultad.

Con el móvil pegado en la oreja, intenté volver a entrar. Infructuosamente.

Entonces decidí quedarme junto a la puerta, haciéndome el despistado, como cuando empiezas a escuchar una conversación ajena y terminas disimulando cualquier actividad con tal de enterarte del desenlace de la charla.

Vi aparecer a un tipo de porte distinguido, que se dirigía a la entrada y aproveché para situarme junto a él. Pero las puertas no se abrieron.

Nos quedamos ambos parados, mirándonos, sin saber qué hacer. Y le expliqué la situación:

– Cuando intento entrar, las puertas no se abren. Pero si me alejo unos pasos, parecen funcionar sin problema alguno… para cualquier otra persona.

Hicimos la prueba y, efectivamente, el sujeto de noble apariencia pudo acceder al interior sin la más mínima dificultad.

Decidí quedarme junto a aquellas puertas hasta entender lo que ocurría, aunque no conseguía que nadie de dentro atendiera a mis llamadas telefónicas o contestara a los SMS, mails y güasaps que les había enviado a través de la BlackBerry.

Entonces comenzó el jaleo. Porque, conmigo allí, ni los de dentro podían salir ni los de fuera podían entrar.

Fue una señora la primera en decirlo:

– ¿Por qué no hace el favor de alejarse unos pasos y, mientras arregla su situación, nos permite a los demás que sigamos con nuestra vida?

Traté de explicarle que no había ninguna razón para que aquellas puertas me hicieran el vacío. ¡Si aquel espacio era de acceso público y no exigía siquiera una identificación! Las había cruzado cientos de veces antes, en ambos sentidos y todos los días, como miles de personas.

Entonces llegó la policía y un agente, muy amable, me espetó que estaba molestando a los ciudadanos y que, si seguía alterando el orden, se vería obligado a detenerme.

– Si yo no dudo de que lo que usted dice sea verdad – me señaló el agente, con tono paternalista. – Pero, ¿para qué va a complicarse usted la vida? Váyase a casa y vuelva otro día, a ver si entonces se ha arreglado el problema. Y, entre tanto, sea usted considerado y no altere la rutina sus conciudadanos, que para algo vivimos en sociedad.

Consulté la BlackBerry y comprobé que no tenía mensaje alguno. Giré la vista alrededor y, al enfrentarme a la mirada entre iracunda y nerviosa de las personas que me rodeaban, decidí desistir y, haciendo caso al policía, volver a casa.

Iba caminando por la acera, cabizbajo, cuando percibí el peso de las llaves en el bolsillo del pantalón.

Y no pude evitar que una idea me nublara aún más el ánimo: ¿Y si llegaba al portal y la llave ya no entraba en la cerradura?

Jesús Lens