El burro del cardenal

Hay que leerlo despacio y en pequeñas dosis. Con la literatura de Eduardo Castro no valen atracones o maratones, como si estuviéramos frente a una serie de Netflix.

‘El burro del cardenal’ es un libro de combustión lenta que exige una lectura atenta y pausada, como ocurre con la buena literatura que te transporta a un tiempo pretérito, cuando no existían móviles, internet ni conexiones por satélite.

Vaya por delante que me encantan los atracones y que no hay mayor placer que reservarte tres o cuatro horas seguidas de compulsión lectora para pegarle una buena dentellada al libro que tengas entre manos, pero hay narraciones, insisto, que requieren un ritmo más calmoso y relajado.

Eduardo Castro utiliza una preciosa descripción para definir qué es ‘El burro del cardenal’: “una suerte de mosaico novelado compuesto por pequeñas teselas narrativas, unidas por el nexo de la geografía, la historia y los personajes que en ella intervienen”. Y los mitos, la atmósfera, las referencias literarias y la sabiduría popular; que de todo ello hay en el último libro publicado en la Colección Mirto de la Academia de las Buenas Letras por la imprescindible editorial Alhulia de Salobreña.

La base de ‘El burro del cardenal’ son siete relatos escritos en 1972 que, a lo largo de más de cuarenta años, se han ido enriqueciendo con otras muchas historias, hilos de diferentes colores que terminan de componer un rico y abigarrado tapiz de carácter costumbrista en el que sus personajes transitan por una comarca mítica, los paisajes alpujarreños que terminan desembocando en el Mediterráneo.

Un tapiz protagonizado por los marengos que hacen frente a una mar embravecida, los labriegos que dejan un animado corro para irse a regar los pimientos, los caciques cabrones y los bandoleros que actúan como maquis, antes de que los maquis existieran.

Porque las historias que conforman esta obra de toda una vida de Eduardo Castro están congelados en el tiempo y en el espacio. Congelados en su mítica atemporalidad, lo que les confiere una inusitada y poco habitual vigencia. Porque sus protagonistas son la gente. La gente normal y corriente. La gente con los pies en el suelo. La gente que vive al albur del sol y del viento.

Jesús Lens

Hollywood-Salobreña

Uno de mis placeres no tan secretos es programar cine. Pensar en ciclos de películas que sean más, mucho más, que una mera acumulación de títulos. El pasado fin de semana tuve la suerte -y la responsabilidad- de diseñar un mini-ciclo de cinco títulos de cine negro clásico norteamericano con marcada presencia femenina, pero que no se pisara con las programadas en otros ciclos de parecidas características.

Reconozco que estaba atascado, con las neuronas cociéndose en su propio jugo, colapsado y sin ideas. Entonces volví a él. Al tótem. A ese monumento escrito por Blas Gil Extremera y publicado por la osada, valiente y arrojada editorial Alhulia de Salobreña.

 

“Hollywood. Los años dorados (1927-1967)” es una barbaridad de libro. En todos los sentidos de la palabra. Cerca de 900 páginas en un volumen de enorme formato, con buen papel, letra grande y decenas de imágenes de carteles de época.

Se trata del personalísimo diccionario cinematográfico de una persona extraordinaria. Porque el doctor Gil Extremera, catedrático de la UGR, Médico Andaluz del Año 2009 y miembro de prestigiosas asociaciones nacionales e internacionales, “pertenece a la ilustre tradición de los médicos humanistas… un espíritu inquieto devorado por la curiosidad, amante y excelente conocedor de la buena música, lector de literatura e historia y abierto a todas las solicitaciones de la cultura”.

 

—¡Y también un sabio y excelente cinéfilo!—añadiría yo. Porque el anterior entrecomillado pertenece nada más y nada menos que a Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura.

 

He vuelto a repasar las páginas de un diccionario que, como todos los diccionarios escritos por una sola persona, es subjetivo, apasionado y emocionante. Es una gozada recorrer entrada tras entrada, de la A a la Z, reconociendo tantísimas películas que forman parte de mi educación cinéfila y, por tanto, sentimental. Y descubriendo otras muchas que, si Blas dice que hay que ver, es que hay que verlas.

Presentacion del libro «enfermos ilustres» de Rafael Delgado. Foto: Ram—n L. pŽrez

Creyendo como creo en las afinidades electivas, tengo que agradecer a Alhulia que haya enfrentado la maravillosa locura de publicar un libro radicalmente imposible, según los cánones de la edición contemporánea. Gracias a este monumento construido en papel, me siento mucho más cerca de un sagaz cinéfilo, hombre sabio y buena persona. Uno de esos libros que invitan a ver cine, a volver a ver películas míticas y a descubrir joyas emboscadas y olvidadas.

 

Jesús Lens