SOLILOQUIO DEL SOLDADO

Hoy, Día de la Cruz en Granada, por si os apetece leer un cuento, os dejo este relatito que preparé con ocasión de una reunión de los Amigos del Buen Comer, para celebrar un Lunes al Sol. Tal que éste. A ver si os gusta.

 

El sol estaba a punto de salir. El soldado miraba incendiarse el horizonte con la claridad del amanecer. Aquella era una guardia muy especial. La última guardia. Y, quizá por ello, la soledad de aquellos instantes era mayor que nunca. Tantas horas ahí plantado, firme, impasible el ademán, concentrado en las tinieblas de la noche, esperando la salida del sol.

El sol. El astro rey. En su país, el sol ha sido tradicionalmente venerado y adorado, hasta el punto de que la moneda nacional, el Nuevo Sol, le rinde un más que merecido homenaje. La luna, el sol, la madre tierra… ¡la Pachamama!

Perú. ¡Su Ayacucho natal! Qué sorpresa se van a llevar sus vecinos cuando le vean volver y montar ese Bar-Restaurante al que piensa llamar, sencillamente, «El Sol». Y que abrirá sus puertas, paradójicamente, cuando empiece a caer la noche, para servir cenas y copas hasta el amanecer, con música, fiesta y alegría. Alegría. Qué necesaria la alegría. En su vida y en la de su región, asolada por la violencia del terrorismo de Sendero Luminoso primero y del terrorismo de estado después. Ayacucho, de dónde emigró con su madre, con rumbo a España, cuando a su padre lo desaparecieron una noche, sin que nunca más se supiera.

España. ¡Quién le iba a decir que después de haberse fogueado en las cocinas de algunos de los mejores restaurantes andinos de Madrid, la crisis económica le iba a echar al paro y el paro le iba a conducir a firmar un contrato de tres años con el ejército español!

Tres años. Tres años que ya tocaban a su fin. Tres años difíciles que, sin embargo, le habían permitido amasar esa pequeña fortuna con la que, ahora, iba a tocar el cielo, abriendo «El Sol». Porque su país volvía a ser pujante, activo y atractivo. Con el Machu Pichu como una de las nuevas Siete Maravillas del Mundo y una vez finalizada la guerra civil encubierta entre los senderistas y la ultraderecha de Fujimori, una vez controlada la hiperinflación galopante y restablecida la confianza en las instituciones democráticas, el Perú se había abierto al mundo, el turismo llenaba de Nuevos Soles los bolsillos de los ciudadanos más osados y la gastronomía andina se había puesto de moda, atrayendo a los gastronómadas más exigentes del mundo. Y él volvía sin odio ni rencor. Volvía para vivir en su tierra. Otra vez.

Se estaba quedando dormido. La última guardia. La más larga. La más dura. La más solitaria. No iba a ser fácil despedirse de sus hermanos. Porque sus compañeros de regimiento eran eso, hermanos. Y, sin embargo, ya se veía en el aeropuerto «Jorge Chávez» de Lima, abrazado a sus primos y tíos, a la vuelta. Ya notaba el roce de los cuerpos, sentía los besos y veía las sonrisas. Qué pena que su madre, sin embargo, no quisiera volver. Que no podría a mirar a la cara a algunos vecinos, decía, sin sentir asco, miedo, vergüenza.

Por fin. El sol asomaba por el horizonte. Se terminaba la guardia. Miró el reloj. Su reemplazo tenía que estar a punto de llegar. Cerró los ojos un instante. Qué gusto sentir cómo el calor del sol acariciaba su rostro requemado y curtido, tras el frío de la noche. Por una vez no le importaba que sus compañeros se retrasaran unos minutos. Lo estaba disfrutando, ese baño de luz. Volvió a abrir los ojos. ¿Se había dormido? No. Pensó que no. Y, sin embargo, no creía haber escuchado al Muecín, llamando a la oración de la mañana. ¿O sí?

Allí estaban, efectivamente, el tío Paco y la tía Fabiola, esperando tras la cinta que servía de frontera entre los familiares y amigos que esperaban, ansiosos, y los pasajeros del avión que, tras haber sorteado los controles policiales y la aduana, después de haber recogido el equipaje, se precipitaban a su encuentro, nada más traspasar la puerta automática que les franqueaba, por fin, la vuelta a casa.

Se les veía mayores.

El paso del tiempo, que no perdonaba a nadie.

Las niñas, sin embargo, estaban preciosas. Aún vestidas de oscuro. Aún entre lágrimas. Estaban muy guapas.

– ¿Don Francisco Lorenzo?
– Sí señor.
– ¿Es usted el tío de Lorenzo Winston Lorente?
– Sí señor.
– ¿Tienen medios para transportar el féretro hasta Ayacucho?
– Sí señor. Ya lo tenemos todo previsto. Muchas gracias.
– Gracias a ustedes. Permítame decirle que su sobrino sirvió con honor en el campo de batalla y su muerte no habrá sido en vano. Siéntanse orgullosos de él. La cruzada por la democratización de países como Afganistán tendrá, algún día, resultados visibles y duraderos.
– Muchas gracias, señor.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

ABRUMADO

No me ha hecho falta llegar a casa para saber que la noticia de mi mudanza a Los Ángeles ha tenido largo alcance y honda repercusión. Llamadas al móvil, SMSs y decenas de comentarios me han estado llegando todo el día, mientras andaba por Madrid, aprendiendo de Redes Sociales con los amigos de la Escuela de Cajas de Ahorros.

 

¿Qué decir ahora? Lo primero: gracias. GRACIAS. ¡GRA-CIAS!

 

Porque ha sido increíble la adhesión incondicional de todos vosotros a un proyecto quimérico, loco, aventurado, osado y, sobre todo, IMPOSIBLE.

 

Y, por eso, ahora tengo que pedir perdón, de todo corazón.

 

Porque no. Porque no me voy a Los Ángeles, ni existe el Lens Ghost Writer ni el contrato con ninguna productora hollywoodiense.

 

Lo que hay es la plasmación virtual de un experimento que jamás pensé que pudiera obtener estos resultados y esta repercusión.

 

Cuando escribí ESTA mudanza a Los Ángeles, le añadí una tercera PD, para contextualizar esa historia, en la que confesaba que todo lo anterior era un puro y bienintencionado ejercicio de ficción, invitándoos a que contarais que propuesta laboral o vital os haría romper con vuestra vida actual y a dónde estaríais dispuestos a marcharos a vivir de surgir una buena oportunidad.

 

Pero luego pensé en las leyendas urbanas, en Orson Wells y la invasión alienígena de la tierra, contada por radio, y me dije eso de «¿y si…?»

 

Y así lo hice. Quité la Postdata, le di a «publicar» y salí por patas, sin ordenador, desconectado durante 24 horas, a ver qué pasaba.

 

Y lo que ha pasado es que os tengo que querer, besar, admirar y dar, uno por uno, las gracias más especiales.

 

Primero por estar convencidos de que un servidor podría ser requerido por una productora de Hollywood para desarrollar allí una carrera profesional y artística. ¡Ahí es nada! Yo pensaba que ibais a decir que por quién os había tomado, que anda ya, que tú estás de coña, que cómo te iban a llamar a ti de Hollywood… y demás cosas por el estilo.

 

Y, segundo, estoy brutalmente impresionado por la confianza que ponéis en mí, no sólo como Ghost writer sino como Bloguero y escritor con credibilidad. ¡Ni una duda! O casi. Que seguro que algún silencioso anda rumiando para sí… ¡Ya lo sabía yo!

 

Uf.

 

Lo cierto es que tengo un subidón total al ver que habéis creído esta historia que, pudiendo parecer rocambolesca, a vosotros no os lo ha parecido.

 

Es tarde y estoy cansado, pero tenía que matar el Monstruo, que se me ha ido de las manos, antes de dormir. Perdonad mi imprecisión al escribir.

 

A todos y a cada uno, gracias. Por creer en mí. Por confiar en lo que os cuento. Por estar ahí.

 

A todos y a cada uno, perdón. No por «engañaros», ya que no se trata sino de una broma inocente, virtual y mediática de la que ahora os estaréis carcajeando. Perdón por decepcionaros. ¡Qué me gustaría a mí que en Hollywood me quisieran para currar de algo relacionado con el cine y las palabras! Lo siento por quiénes os veíais en el Staple Center de LA, viendo a Gasol y Kobe. Y por las vacaciones frustradas de más de uno.

 

La verdad es que ahora me da rabia pensar que todo esto no ha sido más que el sueño de una noche de invierno y que la mía ha sido la carrera cinematográfica más corta, breve y efímera de la historia.

 

Y, por supuesto, os prometo que nunca más protagonizaremos otro embolado de este tipo, que este Blog es un sitio serio y este bloguero alguien de confianza al que, por una vez que ha incendiado un pueblo, no podéis llamar Incendiapueblos. Al menos, no en cuanto os olvidéis de esta Jeremiada.

 

Por favor, eso sí, que nadie se sienta ofendido ni agraviado. Cada mensaje, cada comentario, cada llamada, cada SMS; los he sentido y disfrutado íntimamente, con el orgullo, el cariño y el calor de la mejor amistad, un placer inigualable que no os podéis ni imaginar. Palabrita de Niño Jesús.

 

Termino esta nota reiterando un agradecimiento que va más allá de las palabras, por vuestra confianza y volviendo a presentar mis más sentidas excusas por una broma que, espero, no consideréis de (excesivo) mal gusto ni (excesivamente) deplorable.

 

Con la promesa del Nunca Mais, os quiere, mucho, Jesús Lens. 

JOHN LENS WAYNE

Este Cuento tiene más de 140 caracteres. Con espacios. O sea que no puede participar en ESTE concurso que proponíamos esta tarde. Pero, eso sí, os prometo que está basado en hechos reales… de hace apenas unas horas. A ver si os gusta.

 

Hoy viví una nueva sensación, corriendo.

 

¡Espera!

 

¡Alto!

 

No seas malandrín/a y cierres esta página, pensando que voy a volver a hablar de correr y de esas demencias propias de la secta de Las Verdes.

 

Por fi, dale una oportunidad a este relato, ¿vale?

 

Que sólo voy a contar lo que me pasó hoy, al ir corriendo, a eso de las 15.45 horas, por la zona del Asadero, en Cenes de la Vega.

 

El caso es que estaba corriendo muy flojo, despacio y premioso. Por eso alargué el recorrido hasta allí. Justo cuando crucé el puente que hay frente a la gasolinera y emprendí la vuelta a Granada, me adelantaron un papá con su hijo, en sendas bicicletas. Seguí avanzando y, al meterme en la alameda que comunica Cenes con la Fuente de la Bicha, en un recodo del camino, retrepados malamente en unos maderos, había dos sujetos, borrachos como una cuba, terminando de pimplarse, a morro, una botella de JB. Eran dos gandulones de unos veintipico de años. Con pintas. Y allí estaban, balbuceando y diciendo incoherencias. Nada especialmente grave u ofensivo, realmente.

 

Seguí mi camino.

 

Y me crucé con una chica digamos que espectacular. Alta, pelo castaño, gafas de aviadora, piercing en la oreja, vientre moreno, liso y al aire… una auténtica hermosura. No pude evitar (de hecho, no lo intenté) mirarla de soslayo, bajando aún más el ritmo de mi carrera.

 

Exquisita.

 

Y seguí adelante.

 

Entonces vi que padre e hijo habían detenido sus bicicletas y miraban hacia atrás. ¡Qué descaro, el de ese padre de familia, buscando con su mirada la retaguardia de la beldad que ya se alejaba de nosotros!

 

Pero no. Resultó que el hombre estaba buscando a su santa esposa y al pequeñín de la familia, que venían pedaleando un poquito más atrás. Y entonces lo ví claro. Al tipo tampoco le habían hecho ni pizca de gracia los dos borrachos de antes, por lo que comprobaba que su mujer e hijo no tenían problema alguno al pasar a su lado.  

 

Y, en ese punto, sin siquiera pensarlo o planteármelo, cosa que siempre me ha gustado tanto como sorprendido de mí mismo (será por haber visto tantas películas), me di la vuelta y reemprendí la marcha… en sentido inverso.  

 

La chica miró levemente hacia atrás y, la verdad, tuvo que llevarse un repullo de cuidado cuando se percató de que el mangallón de dos metros con pelado de marine americano, gafas de sol y camiseta roja del ejército español (aquella carrera de las Dos Colinas…) se había dado la vuelta y, sin que hubiera nada ni nadie a la vista, la perseguía.

 

Pero yo, impertérrito, la adelanté, justo unos metros antes de que llegara a donde estaban los borrachos que, nada más verla, habían empezado a soltarle esos cariñosos piropos, elegantes y tan castizos, sobre comerle hasta la gomilla de las bragas… ya sabéis. Y alguno de cosecha propia, sobre lo puta que era enseñando la barriga y lo que les gustaría hacerle.

 

Justo entonces, para coincidir en un improbable Cuarteto de Cenes, volví a darme la vuelta.

 

La chica estaba bastante azorada para siquiera cruzar una mirada conmigo. Y yo, más bien, miraba a los dos elementos, mientras continuaba con mi cansino trotar, girando continuamente la cabeza hacia atrás para comprobar que continuaban sentados, mientras la chica se alejaba a paso de Paquillo Fernández en marcha atlética.

 

Llegados a este punto, podría contarles que ellos se levantaron… y que yo les dije… y que entonces pasó que…

 

Pero sería faltar a la verdad y, sobre todo, me alegro de que las cosas transcurrieran de esa forma tan sencilla como inocua. Dos borrachos al sol, una chica guapa, unas groserías… y nada más.

 

Y, entonces, ¿el pomposo y pretencioso título de esta entrada?

 

Pues nada, amigos. ¡Un vil reclamo oportunista y sensacionalista para captar vuestra atención! 😉

 

Sólo me queda pedir perdón a la chica del pelo castaño por el susto que le di. Creo que entendió el porqué me di la vuelta y, supuestamente, la seguí. Podía haberle advertido antes acerca de los borrachos. No se me ocurrió. O haberla abordado justo antes de que llegara a su altura, pero lo mismo me habría dicho que quién era yo para meterme en su vida y que sabía cuidarse sola. De lo que no me cabe ninguna duda.

 

Así que, opté por actuar de esa manera.

 

Y, no sé si acertada o desacertadamente, así os lo cuento; orgulloso por haber protagonizado, presumiblemente, mi última buena acción de octubre del año 2009…

 

Jesús Lens, en plan Caballero Trotante.

 

PD.- Me preguntan que qué pasó con la Mamá pedaleante y el otro chiquillo, que a nadie parece importarles, que si aparecieron. Esto ocurrió: «Sí. Aparecieron. Y, de hecho, la mujer le cruzó la cara al hombre de un bofetón. Me quedó la duda de si por quedarse esperándola, demasiado alejado de los borrachos, o bien por estar mirando a la chica.

Me hubiera gustado preguntarles, pero estaba muy entretenido salvando a la mujer de vientre plano».

🙂

 

Huelga decir que es broma. Pero sí. Ella y el chavalito siguieron su camino sin problemas.

NOWHERE?

Correr 25 kilómetros por la Vega puede producir monstruos:

 

Allí se encontraba. En mitad de ningún sitio. Hacía unas semanas que había emprendido un camino difícil y complicado. Aún cargado de energía, ilusión y esperanza, tenía sus recelos. Sabía que la empresa no era fácil, los escollos eran numerosos y el sendero, serpenteante, tortuoso y, sobre todo, largo. Muy largo.

 

Pero se conocía. Se había preparado a fondo y estaba convencido de que, dando lo mejor de sí mismo, si la suerte y las circunstancias le acompañaban, culminaría la empresa con éxito.

 

Y allí se encontraba. En la mitad del camino. Seguir adelante o volver atrás no era una decisión que tuviera sentido. No había atajos, desvíos o trochas. Lo sabía cuando emprendió la marcha. De hecho, por eso había elegido precisamente esa ruta y no ninguna otra. Era parte del reto. Del encanto. Las había más fáciles. Más accesibles. Más cortas. Pero su camino era ése. La experiencia acumulada así se lo había indicado.   

 

Y, sin embargo, había ocasiones en que, cuando se volvía para mirar de dónde venía y, después, se giraba para escudriñar el horizonte, se sentía perdido. En mitad de ningún sitio. Sólo se escuchaba el Silencio, pero ninguna señal era visible ni perceptible. Era lo que tenía el viajar sin mapa ni GPS. Que, muchas veces, el camino pinchaba por demás.

 

Pero no se arrepentía. Ni se preguntaba el célebre «qué hago yo aquí» que le había asaltado en otros viajes anteriores. No. Esta vez estaba absolutamente seguro y convencido de haber emprendido el camino correcto. El definitivo. Sólo que, a veces, se sentía perdido, cansado y desalentado. Solo.

SELVA

Esta entrada ENUMI, es muy especial. La Entrada Número Mil de esta Bitácora, Pateando el Mundo, que aúna buena parte de esas cosas que tanto me gustan. Espero que os guste. 

 

 
Para El Elegido.
Y para su Mami.
 

La selva era tan frondosa como impenetrable, pero a esas horas de la madrugada todavía se mostraba silenciosa. Como todos los días, aún no había salido el sol cuando Sikial dejó el lecho que compartía con su hijo, Kukulkán, para asearse, ordenar el pequeño cubículo en que ambos vivían, solos, y preparar el cacao que tanto gustaba al niño.


 
Salió de la cabaña y fue por agua. La selva empezaba a despertar. Ya se escuchaba el griterío de las crías de las aves pidiendo el desayuno a sus progenitores. Los monos y los macacos comenzaban a chillar, jugueteando entre las ramas de los árboles y los jaguares rugían, hambrientos.
 
Sikial estaba enjuagando ropa en la orilla del río cuando el primer rayo de sol que conseguía atravesar la tupida maraña arbórea le acarició la piel. Se puso de pie y se giró para recibir esa luz que siempre había considerado un regalo del cielo. Alta y esbelta, morena, bella y hermosa como sólo una diosa puede serlo, cerró sus ojos, de un verde tan abisal como el de la selva, su selva, y disfrutó de las caricias con que el astro rey la agasajaba aquella mañana. Un sol que hizo brillar con fuerza la figura del Cóndor que llevaba tatuado en su mano derecha.
 
De repente, los pájaros callaron, los monos enmudecieron, cesó el zumbido de los insectos y la selva quedó sumida en un imposible silencio. Un espasmo recorrió la espalda de Sikial: ya no la acariciaba el sol. ¿Había llegado la época de lluvias? No. No era eso. Empezó a hacer frío. Mucho frío. Y el sol, sencillamente, desapareció. Cuando no hacía ni una hora que había amanecido, volvía a ser de noche. Y Sikial corrió a su cabaña, para abrazar a Kukulkán.
 
A esa misma hora, pero a muchos kilómetros de distancia, en el palacio de Tikal, un hombre también fue a ver a otra persona que dormía. Entró en su estancia y, mostrando una sonrisa tan cálida como un latigazo en la cara, sólo dijo:
 
–         Ha ocurrido. Ahora sí. El final está cerca.
 

Cuando Sikial llegó a su cabaña, Kukulkán ya se había levantado y estaba practicando con su pelota de caucho. No llevaba puestas las protecciones habituales que usaban los jugadores en el terreno de juego, y que él había decorado con la hermosa imagen de un Quetzal. Decía que tenía que endurecerse. Y, antes de salir a cazar, quería repetir quinientas veces ese saque que tan famoso le había hecho en las canchas de Juego de Pelota de la región. De hecho, sus amigos le auguraban la mejor de las fortunas en el Torneo de celebración del Solsticio de Invierno, que se celebraría en la corte de Tikal el 21 de diciembre, exactamente el día en que Kukulkán cumplía doce años.
 
Unas semanas después del súbito oscurecimiento del cielo, en las que los días habían sido felizmente rutinarios, pacíficos y tranquilos, Sikial y Kukulkán iniciaron el viaje que debería conducirles a Tikal. Un viaje que les decepcionó enormemente cuando descubrieron que a sólo tres días del lugar donde vivían, la selva ya no era tan frondosa, apenas se escuchaba signo alguno de vida y el sol quemaba la tierra hasta provocarle profundas y dolorosas grietas. 
 
El 21 de diciembre amaneció con un sol radiante. Desde primera hora de la mañana empezaron a celebrarse los partidos de Pelota en las distintas canchas que había repartidas en el recinto palaciego. Kukulkán fue deshaciéndose de sus rivales con una cierta facilidad, aunque no estaba acostumbrado a jugar tantos partidos seguidos y, hacia el mediodía, comenzó a dolerle el muslo izquierdo, sobrecargado de tantos pelotazos como llevaba encajados.
 

A medida que el torneo transcurría e iban quedando menos competidores en liza, los supervivientes se observaban y analizaban unos a otros, en busca de las posibles debilidades o carencias de los demás. Aunque, en el fondo, todos sabían que el rival más temible era el único que, de momento, no había participado en ninguno de los juegos. El contrincante a batir era el gran Jun Junajpu, campeón de los últimos años.
 
Por tradición, el campeón sólo tenía que jugar la gran final. Un campeón al que su ya tradicional cinturón de cuero negro le acreditaba como miembro de Verdad Oculta, la facción religiosa más conservadora de los Mayas, intrigante y opuesta al reinado pacífico, abierto y tolerante de Wuqub, el joven monarca que había revolucionado la política de Tikal.

 
Jun se había entrenado con especial dedicación durante los meses anteriores al Campeonato de Invierno. Nunca se le había visto tan tenso, tan concienzudo y tan concentrado en su preparación. Desde que consiguió derrotar al antaño campeón, Kanul, apodado «el Águila», sólo vivía para entrenar y jugar a ese Juego de Pelota que, más allá de un sencillo deporte, era todo un rito mágico religioso de tradición cósmica.
 
Cuando Kukulkán venció a su último rival, clasificándose para la gran final, el público rugió con vehemencia. ¿Quién era aquel chiquillo, tierno e imberbe, desconocido por todos, que sólo contaba con el apoyo de una hermosa mujer en la banda? Mientras buena parte de los mejores jugadores estaban rodeados por todo tipo de consejeros y ayudantes, aquel niño sólo recibía el cariño y la fuerza que emanaban de los ojos verdes de su madre, dos esmeraldas que refulgían en su noble y patricio rostro de facciones fuertes, serenas e imperturbables. Ojos verdes tan intensos como la selva de la que ambos provenían.
 
Dos horas pudo descansar Kukulkán antes de ingresar en una cancha central repleta de espectadores, expectantes, que le acogieron con una cierta indiferencia. Sin embargo, la pasión se desató cuando, imponente y temible, Jun hizo su aparición en el terreno de juego cubierto con una desafiante capa negra con la que avanzó, lenta y parsimoniosamente, hasta situarse frente al palco de autoridades en el que el rey Wuqub, vestido de blanco riguroso, se hallaba prácticamente rodeado por miembros de Verdad Oculta.

 


 
Todo el mundo sabía lo que la vestimenta negra de Jun quería decir. Era un desafío al monarca que, nada más acceder a su trono, había proclamado que quería llevar a su reino una nueva era de luz y que haría todo lo posible por desterrar un gobierno basado en el oscurantismo y las tinieblas, que había dividido al país y lo estaba empobreciendo a marchas forzadas, en beneficio únicamente de los miembros de Verdad Oculta. 

 


 
Desde entonces, una guerra sin cuartel se venía desarrollando, de forma tan sorda como sangrienta, entre las bambalinas de palacio. Una guerra despiadada cuya batalla más decisiva se libraría en la cancha de Juego de Pelota, cuando las fuerzas del Inframundo se enfrentaran a las de la Luz en singular combate. Y, de acuerdo con las profecías, el día había llegado. Porque la fecha señalada era, precisamente, el 21-12-12.
 
Verdad Oculta, bien conocedora del significado último de las profecías, sabía que su jugador tenía que ganar el Juego de Pelota, abriendo la puerta cósmica al Inframundo y de esa manera, acrecentar su poder. Si no, la siniestra hermandad estaría en grave peligro. Porque, de ganar las fuerzas de la Luz, los habitantes del Centro del país, con su ave mística del Quetzal, conseguirían unir al Águila del Norte con el Cóndor del Sur. Resurgiría un país nuevamente unido para fortalecer el rescate de la auténtica identidad maya, secuestrada por el fanatismo de Verdad Oculta. De cumplirse la profecía, renacerían el arte, la tecnología, la ciencia y diferentes formas de medicina natural. Las auténticas autoridades indígenas volverían al poder y el país entraría en una era de entendimiento, convivencia en armonía, justicia e igualdad para todos.
 
Una nueva forma de vivir. Un nuevo orden social, tiempos de libertad. Un tiempo para caminar como las nubes, sin limitaciones ni fronteras; para viajar como las aves, sin necesidad de pasaportes; para viajar como los ríos, todos hacia un mismo lugar, un mismo fin. Como concluye la profecía: «Es hora de amanecer y de que se termine la obra».
                         
El Juego había comenzado. Y no iba bien para Kukulkán. Demasiado joven e inexperto, su cuerpo se resentía del castigo al que lo había sometido durante todo el día. La pelota de caucho con la que se practicaba el Juego era dura. Muy dura. Tanto, que la cadera y el muslo buenos del hijo de Sikial estaban amoratados y desollados. Aunque intentaba devolver los golpes con la derecha, no tenía tanta precisión ni fuerza como con la izquierda. Y, aún así, sólo iba tres tantos abajo, 18 a 15, de un total de 21.
 
Sikial pidió un tiempo muerto. Cuando vio llegar a su hijo, con una inequívoca expresión de derrota en su rostro, dos lágrimas aparecieron en sus ojos, pero consiguió reprimirlas. Tenía que transmitirle optimismo y confianza. Le acarició con ternura y, sacando un ungüento que ella misma confeccionaba con diversas plantas que encontraba en su selva, esa selva de la que ella obtenía toda su fuerza y sapiencia, se lo aplicó delicadamente en sus heridas.
 
Con un ajustado e inquietante 19 a 18 en el marcador a su favor, fue Jun quién solicitó el tiempo muerto. Y, de forma imprevista, pidió el cambio de pelota. Fue al lugar en que se encontraban las de reserva, eligió una y se la dio al árbitro, quién tras sopesarla detenidamente, intercambiando una mirada cómplice con el jugador de Verdad Oculta, la dio por buena.

 


 
Al público le extrañó que, estando en un momento tan importante del partido, Jun hubiese hecho un saque tan lento y poco potente. Pero la sorpresa de verdad vino cuando Kukulkán, abalanzándose sobre la pelota para rematar un tanto que creía suyo, nada más golpear el esférico, prorrumpió en un inconsolable grito de dolor mientras la pelota caía mansamente al suelo y el punto número 20 subía al marcador de Jun.
 
Fue necesario que dos personas ayudaran a Sikial a llevar a su hijo hasta el lateral del campo. Tenía tres minutos para conseguir que volviera a la cancha, pero esta vez, no pudo evitar que afloraran las lágrimas. Era imposible que el niño volviera al Juego. La pelota que Jun había puesto en juego era ostensiblemente más pesada de lo permisible y el muslo estaba definitivamente destrozado. Buscó con la mirada al árbitro, pero le encontró departiendo con Jun y supo que todo había terminado.
 
De repente, un rugido volvió a sacudir las gradas y antes de que Sikial pudiera saber qué ocurría, se encontró con que un hombre enorme, casi un gigante, se cernía sobre su hijo. No supo la razón, pero confió ciegamente en él, aunque Kukulkán gritó con desesperación cuando el recién llegado empezó a masajear su muslo herido.
 
Y un nombre empezó a escucharse entre el público, con intensidad creciente ¡Kanul! ¡Kanul! ¡Kanul!
 
Efectivamente, el hombre que se afanaba en la recuperación de Kukulkán era el antiguo campeón, caído en desgracia tras romper con Verdad Oculta. Pero cuando transcurrieron los tres minutos reglamentarios para que los jugadores se reintegraran al juego, el más joven aún estaba tendido en el suelo. Las manos de Kanul, decoradas con la imagen del Águila que tan famoso le había hecho, no conseguían recuperar el músculo dañado.
 
El árbitro se dirigió al centro de la cancha, dispuesto a proclamar la victoria de Jun cuando Kanul, tras explicar a Sikial qué tipo de masaje tenía que aplicar a la pierna de su hijo, se puso en pie y tranquilamente se dirigió a donde se encontraba Jun, sentado, esperando la resolución del árbitro. Se plantó frente a él e, inflexible y gravemente, pronunció las siguientes palabras, que retumbaron en toda la pista central:
 
–         ¡Jun! ¡Eres un gran campeón! ¡El más grande! Hace tiempo me venciste en buena lid y desde entonces, tu dominio en el Juego de Pelota ha sido incontestable. Hoy, un hombre que todavía es un niño, está haciendo historia en Tikal. ¿Cómo quieres que las crónicas reflejen tu más que segura victoria, en el día más importante?
 

Kanul volvió al lugar en que se encontraban Sikial y Kukulkán y siguió masajeando el muslo del atleta. Diez minutos después, éste consiguió ponerse en pie. Y cuando se aprestaba a reingresar en la cancha, Kanul lo rodeó con su poderoso brazo y, señalando al lugar que ocupaba el Rey Wuqub en el palco y, justo después a su madre, quedamente y al oído le dijo unas palabras que nadie consiguió escuchar.
 
Kukulkán volvió a la cancha. Y las crónicas de ese día cuentan que el niño que había abandonado la cancha llorando desconsoladamente, regresó convertido en todo un hombre. Incluso parecía haber crecido varios centímetros. Contaron las crónicas que una especie de aura le rodeaba y le protegía cuando, sin apenas dificultad, respondió a todas las pelotas que Jun le envió, aún cargadas de los más venenosos efectos. El Quetzal que decoraba su cinturón brilló con fuerza y luminosidad. Y así anotó los tres tantos consecutivos que necesitaba para ganar un Juego de Pelota que pasó a los anales de la historia, mientras Sikial y Kanul sonreían, con los dedos de sus manos entrelazados.
 
Jesús Lens Espinosa de los Monteros.
 
(*) Para la ENUMI, esta Entrada Número Mil de Pateando el Mundo, además de escribir un relato y ambientarlo en alguno de los países lejanos que tan me han gustaron; quería usar una de esas historias milenaristas sobre el fin del mundo. La profecía maya del 21-12-12 es radicalmente cierta, aunque la lectura que yo he usado es la más positiva y benevolente. Porque las lecturas más catastrofistas de la profecía señalan  que el 21-12-12 se termina el mundo.
 
Personalmente confío en El Elegido, para que nos salve. Un chavalito que, precisamente ese día, cumple 12 añazos. Este relato va por él. Por nuestro Kukulkán granadino.

Con sus imprecisiones y libres adaptaciones históricas, recuerden que lo anterior es un Cuento y que su autor es un Cuentista. Ni un historiador ni nada semajante. Un Cuentista de tomo y lomo. Y un pésimo fotógrafo, como se acredita con las imágenes que ilustran el Texto.