CRUZAR EL CABO

Aunque ida y vuelta no son más que un par de kilómetros, nos sigue gustando cruzar el cabo, a nado, en verano. El Cabo Sacratiff. A mi hermano y a mí. Y, esta tarde, se ha venido Daniel.

Con el mar picado, cruzar el Cabo te da una inmensa sensación de libertad. Y de algo que tenga que ver con lo indómito, lo salvaje. Que estoy helado y los dedos arrugados se me pegan al teclado. Y no estoy muy lúcido para adjetivar.

El caso es que eso de echarse a las aguas y compartir hora y media de natación, con las gafas cubriendo los ojos, ora viendo la montaña, el acantilado, ora el fondo del mar, es de lo más estimulante. Agua fría, que te fuerza a moverte sin parar. Con las olas elevándote y hundiéndote, con las gaviotas por encima y los bancos de peces por debajo, el cielo y la tierra, arena y rocas.

El año pasado ya lo escribí y lo podeis leer AQUÍ. Desde hace muchos veranos, cruzar el Cabo es un reto para mi hermano y para mí. Y estos días ya lo hicimos dos veces. Por desgracia, se termina esta burbuja playera y veraniega. Cuando para muchos, aún no ha empezado, para mí ya se termina.

Cuando esté en la oficina, maldiciendo mi suerte por lo bajo, me quedará recordar estos días de sol, playa, libros leídos al aire libre y, por supuesto, la sensación de libertad que provoca eso tan sencillo que es cruzar el Cabo.

Jesús Lens, arrugado, pero contento.

DEL LOCALISMO COMO DEPORTE DE RIESGO

La columna de IDEAL de hoy viernes, con largo título, en clave irónica. Por a veces somos ESTO. Y no podemos (ni queremos) callarnos.

 

Este fin de semana me quedaré en casa. Descansando. Buena falta me hace, después de haber pasado el anterior practicando deportes de riesgo. Ya saben, esos deportes en los que uno se juega el pellejo y la integridad física, en busca de una buena descarga de adrenalina.

Les cuento. El sábado bajé a la playa de Cabria, con los colegas de la peña de baloncesto… Dejamos los enseres en el chiringo del Tito Yayo y nos bajamos a la playa, cuya orilla estaba misteriosamente cerca de las primeras mesas del restaurante. El primer acceso de vértigo llegó al intentar clavar el palo de la sombrilla. ¡La de chispas que saltaban, con el roce del metal con la piedra! De haber habido alguna planta en un radio de diez metros, fijo que provocamos un incendio forestal.

Y después llegó la parte auténticamente riesgosa de la jornada: intentar entrar en el agua…. sin romperte un pie o abrirte la cabeza. Era para vernos, a tíos altos como castillos, haciendo equilibrios sobre las rocas, balanceando los brazos con gráciles movimientos propios del ballet. O de la natación (des)sincronizada, en la que España es potencia mundial.

El domingo, estuvimos en La Chucha. Carchuna. Su playa, además de por atesorar el récord mundial de pedruscos por metro cuadrado, se caracteriza por tener un rebalaje que, para subirlo y bajarlo, empieza a ser necesario usar arnés y cuerdas de escalada. ¡Qué graciosos, los niños llamando a papá y mamá al grito de “¡pincha!”! ¡Qué divertido, tener que cantarles lo del “sana – sana” después de cada culetazo en la orilla del mar! De hecho, tras pasar un día en la playa, la contemplación del cuerpo lleno de verdugones de un niño inquieto podría hacer sospechar a más de uno sobre un posible y severo caso de malos tratos.

Al llegar a casa, el domingo por la noche, después de disfrutar del atasco de siempre en Torrenueva, miré la definición de playa en la Wikipedia: “Geomórficamente hablando, la playa es un depósito de sedimentos no consolidados que varían entre arena y grava, excluyendo el fango… Los sedimentos en las playas pueden variar en composición dependiendo la fuente que alimenta la playa. Los mismos pueden ser litogénicos o terrígenos, biogénicos y/o mixtos.” Adivinen, en menos de cinco segundos, la composición del 90% de los sedimentos de las playas granadinas…

Y me di una vuelta por las ediciones electrónicas de los periódicos. Y allí estaba Griñán, insistiendo en jugar a las Cajitas y criticando los localismos miserables y reduccionistas. La verdad es que, este fin de semana, me gustaría dar una larga caminata por alguna playa del litoral granadino. Y reflexionar sobre todo ello. Pero como no quiero luxarme un tobillo ni desesperar en un atasco, me quedaré en casa, sintiéndolo por la fideuá del Tito Yayo y los espetos del Bambú. Otra vez será.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

LA COMPAÑÍA DEL NADADOR DE FONDO

De las cosas que más me gustan, cuando estamos en la Chucha, es hacerme a las aguas del Mediterráneo, a nadar, con mi hermano. Hace unos años casi le provocamos una apoplejía a nuestra madre cuando entramos en el mar a nadar un rato por la tarde y, tras doblar el Cabo Sacratif y descansar un rato en la playa de La Joya, no volvimos a casa hasta bien entrada la noche. La pobre se llevó un berrinche del quince, pero, desde entonces, echarnos a las aguas en uno de esos ritos fraternales que nos gusta repetir de cuando en vez.

 

Hoy, por primera y seguramente última vez este verano, lo volvimos a hacer. Un par de horas de natación en aguas abiertas, sometidos a los vaivanes de las corrientes en ese Cabo, bajo el farallón de rocas sobre el que reina el Faro.

 

Yo no nado. Yo floto y me desplazo miserablemente por el agua. Mi hermano desespera, teniendo que esperarme, pero mola eso de pasarse un par de horas metiendo y sacando la cabeza del agua, viendo los fondos marinos y los peces y disfrutando de un agua limpia, cristalina, fresquita, pero agradable. Y como pasa cuando vas corriendo, la cabeza da vueltas. Muchas vueltas, puesta en remojo. Casi como si centrifugase.

 

Aunque, por razones obvias, cuando nadas no puedes hablar, me gusta echarme a las aguas con mi hermano y ver su cabeza ahí delante, subiendo y bajando al compás de las olas, pasando junto a las rocas infestadas de afilados mejillones y disfrutando de las espuma del agua del mar, chocando contra la piedra. Mirando hacia arriba y viendo unas veces el farallón montañoso y, otras, el horizonte y las aguas sin fin, las olas que vienen y van.

 

Correr es algo inherente al ser humano. Nadar no. Pero ambos deportes, de fondo y soledad, son muy parecidos. Como la bicicleta. Deportes de resistencia en los que lo importante es la cabeza, que te permiten disfrutar de una actividad física que conlleva una buena actividad cerebral. Y sensual. Dentro del agua, sintiendo que el sol acaricia la piel, con el cuerpo sumergido en unas aguas cálidas y generosas… es un estado muy cercano al de la felicidad.

 

Y, después, un buen arroz compartido con un puñado de amigos y nuevamente la playa, leyendo en la orilla y disfrutando de una buena lectura o del jaleo de los críos… ahora que el verano se termina, siempre te preguntas que por qué no has disfrutado más de esa Chucha en la que no estás como en casa, no. Es que estás en esa casa a la que viniste con 11 días de edad y en la que, cuando vienes, no entiendes por qué  no vienes más.

 

Uno y sus contradicciones.

 

Jesús Lens, acuático.