Anoche soñé que volvía a Malí…

Una ensoñación de Jesús Lens Espinosa de los Monteros, provocada por un por una lente y ojo mágicos y privilegiados

(Parte de este texto forma parte de ESTA recomendable, imprescindible exposición, que no te puedes perder)

La historia es un incesante volver a empezar.

Tucídides (460 AC-396 AC) Historiador ateniense.

«Anoche soñé que volvía a Malí, me encontraba ante la verja pero no podía entrar, porque la frontera estaba cerrada. Entonces, como todos los que sueñan, me sentí poseído de un poder sobrenatural y atravesé como un espíritu la barrera que se alzaba ante mí. El camino iba serpenteando, retorcido y tortuoso como siempre… pero a medida que avanzaba, me di cuenta del cambio que se había operado; la naturaleza había vuelto a lo que fue suyo y poco a poco se había posesionado del camino con sus tenaces dedos. El pobre hilillo que había sido nuestro camino avanzaba y finalmente allí, estaba Mali. Mali reservado y silencioso. El tiempo no había podido desfigurar la perfecta simetría de sus contornos.”

Permítaseme el homenaje a la mítica “Rebeca”, de Daphne Du Maurier, para arrancar estas notas, este texto: una mera ensoñación de un país único, irrepetible e inimitable, el Malí africano que se extiende a orillas del Sahara y al que un río mítico le da toda su vida, sentido y esplendor: el Níger.

Hace ahora diez años que fui al Malí por primera vez, mi bautizo africano, aunque antes hubiera estado varias veces en el Marruecos magrebí. Una vez llegué hasta las inmediaciones del Sahara, al sur de Marrakech, y entré en contacto con esa otra África, más negra, supe que mi destino estaba más al sur. Irremediablemente al sur. Siempre al sur.

Y un nombre empezó a resonar con fuerza en mi cabeza: Tombuctú. Porque hay palabras cuya mera enunciación te permiten soñar con aventuras, misterios, tesoros y enigmas. Tombuctú y el mito de El Dorado es una de ellas. Antes de ir, lo leí todo sobre el Malí, el imperio Songay, Djeneé y su famosa mezquita, el estilo sudanés… Memoricé las vidas del Kankan Moussa y su arquitecto de referencia, Isaac es-Saheli. Y del conquistador Yuder Pachá. Leí las biografías de aventureros como René Caillé, Mungo Park o Heinrich Barth… y, por fin, fui a verlo.

Paradójicamente, esa primera vez no pude llegar a Tombuctú. Porque la famosa y mítica ciudad sigue siendo un lugar difícil de arribar. Sigue costando mucho tiempo, esfuerzo… y dinero, entrar en la ciudad caravanera, meca del comercio de la sal y el oro, pero también cuna del saber universal, no en vano, en Tombuctú se atesoran miles de libros, legajos, tratados y documentos con cientos de años de historia.

No pude llegar a Tombuctú, pero dio igual. Porque Malí es un estado mental y, nada más entrar en el país, recorriendo las calles de Bamako, su capital, te das de bruces con una realidad impensable cuando preparas el viaje y sólo estás preocupado por las vacunas, las enfermedades, las profilaxis, la seguridad… ¡Malí es el País de las Mil Sonrisas!

Hace diez años aún se estilaba mandar postales cuando uno salía de viaje. Yo envíe varias de ellas a mis amigos, preocupados porque me había ido a uno de los países más pobres del mundo. En todas y cada una de ellas no faltaba una frase: “Son las diez de la mañana y ya he disfrutado de dos docenas de francas y abiertas sonrisas. ¿Cuántas verás tú a lo largo del día?”

Bamako es fea. O, mejor dicho, no es bonita. Como buena parte de las grandes ciudades africanas, es una villa de aluvión, crecida sin orden ni concierto, caótica y desmesurada. En contraste, las demás ciudades malienses parecen apacibles y acogedoras. Como Mopti, la Venecia africana de cuyo puerto parten los grandes barcos y las pinazas que recorren los ríos Bani y, sobre todo, el Níger, la gran arteria que nutre y da vida a toda la región.

El Níger, cuyo nacimiento y desembocadura constituyeron uno de los grandes enigmas geográficos de la historia, al no poder entenderse el extraño recorrido que hacía. Conocer el curso del río fue uno de los objetivos que animaron a científicos y exploradores de toda Europa hasta que su curva, la famosa curva que el Níger traza en su caprichoso recorrido, quedó fijada en los mapas: tras adentrarse centenares de kilómetros tierra adentro, cuando la amenaza del desierto parece que se tragará las aguas del río, éste hace un quiebro que lo devuelve hacia el océano, tras haber recorrido más de 4.000 kilómetros, longitud sólo superada en África por los ríos Nilo y Congo.

Siguiendo el Níger es como mejor se disfruta de la auténtica vida del Malí, de sus pueblos ribereños y de la tranquila y sosegada vida que fluye en torno al río. En sus aguas vive el famoso capitán, un exquisito pescado, piedra angular de la dieta de los malienses. Y en sus riberas nacen las verduras de las que se alimentan no sólo los habitantes del país, sino sus arcas públicas, no en vano, la principal actividad productiva del país es la agricultura.

Por eso, el famoso músico Ali Farka Touré nunca abandonó su granja en Niafunké, donde vivía con su familia y, además de componer y tocar como nadie los blues que tan famoso le hicieron, cultivaba con esmero su huerta y criaba su ganado con mimo y cariño. Y la referencia al bluesman africano por excelencia no es gratuita. Porque si el Malí es el país de las mil sonrisas, también es uno de esos lugares en los que la música forma parte del ADN de sus habitantes. Los países en los que la música se integra en su vida cotidiana son especialmente intensos. Como Cuba. O Irlanda. Y el Malí, claro, donde las percusiones conectan la tierra con el cielo y se convierten en parte del latido del corazón de la tierra. Así, no es de extrañar que la nómina de músicos malienses sea larga y excepcionalmente rica y feraz, con el albino Salif Keita a la cabeza.

Fue la música la que me permitió, esa vez sí, cumplir mi sueño. Volví al Malí, siete años después de mi primera vez, con la intención de disfrutar del famoso Festival au Desert, en Essekane, un lugar indeterminado a un puñado de decenas de kilómetros de pista infernal de Tombuctú. Un festival de música y cultura tueareg que, año a año, se ha convertido en referente mundial de la música que se hace a orillas del Sahara.

Iba nervioso. Después de haber viajado a Malí, había vuelto varias veces a África. Burkina Faso, Tanzania, Etiopía, Egipto… pero el Malí seguía ocupando un lugar muy especial en mi corazoncito viajero. El Malí había sido como el primer beso, mi primer amor. ¿Y si la magia se había desvanecido? ¿Y si ya no era igual?

Pero sí. Nada más desembarcar en Bamako me di cuenta de que sí: el idilio continuaba. El misterio seguía intacto. La fiebre del Malí seguía inoculada en mi organismo, felizmente. Y, tras unos días de música, cultura, amistad y hogueras bajo el inmenso cielo del desierto, ardiente de día y cuajado de estrellas por la noche, entramos en Tombuctú. Y fue como llegar a casa. Porque Tombuctú es parte de nuestra tierra. De Al Andalus. De esta Andalucía en la que la fuga de talentos y cerebros viene dándose desde hace cientos y cientos de años.

La huella de Yuder Pachá y su estirpe, los Armas, sigue viva y vigente en Tombuctú y otras localidades del Níger. Un Yuder Pachá natural de Cuevas de Almanzora, (Almería). Y Es Saheli, el arquitecto y poeta amante de los paraísos artificiales que tuvo que exiliarse de Granada para dejar la más perdurable huella de su arte arquitectónico en mitad del desierto, utilizando para ello los pobres materiales que tenía a su alcance: barro y madera. Creó un estilo personal y propio, el estilo sudanés, que causaría sensación en la Exposición Universal de París. Si el primitivismo africano dejó huella en Picasso, por ejemplo, el arte de Es Saheli tuvo continuidad, siglos después, en el mismísimo Gaudí, sin ir más lejos.

Y están las bibliotecas y centros de estudios que, en Tombuctú y alrededores, conservan la memoria del exilio y la expulsión de los judíos y los moriscos de la España reconquistada. Memoria literaria y económica, memoria sentimental que espera a ser descubierta, estudiada y analizada. Porque sigue habiendo oro por descubrir. El oro de la sabiduría y el conocimiento. La riqueza del saber. Porque Al Andalus sigue viviendo, respirando y palpitando a miles de kilómetros de España.

¿Y cómo ha sido mi tercer viaje al Malí? Reconozco que más cómodo y sencillo. Menos sufrido. Pero igualmente excitante y apasionante. Es lo que tiene viajar sin salir de casa. Y hacerlo a través de las personalísimas fotografías de una artista como Alicia Núñez, cuya mirada única, personal e intransferible consigue captar la esencia y auténtica naturaleza de las personas a las que retrata.

Gracias a la nueva exposición de Alicia tenemos la oportunidad de recorrer paisajes de una belleza desnuda sin igual y, sobre todo, tenemos una inmejorable ocasión de descubrir el alma de los habitantes de un país que, económicamente pobre como pocos, es uno de los humanamente más ricos que he conocido jamás. Rico de espíritu, alegría, orgullo y capacidad de supervivencia y superación.

Cuando veáis las fotografías de Alicia, fijaos, sobre todo, en la mirada de sus protagonistas. En sus ojos. En lo mucho que nos dicen, a nada que les prestemos oído y atención. Es la magia de una artista excepcional: a través de su lente, da la palabra a quiénes nunca tienen oportunidad de tomarla. ¡Eso sí que vale su peso en oro!

Gracias a las fotografías de Alicia, hoy, el Malí se acerca un poco más a nosotros. A través del rostro de sus habitantes. De los colores de sus vestimentas. De la mirada de sus ojos.

Estoy seguro de que, gracias a esta exposición, nosotros también nos acercaremos un poco más a un país hermoso y arrebatador como pocos he tenido la suerte de visitar.

Gracias, Alicia, por tender estos puentes entre nosotros y ellos. Hoy, las distancias que nos separan son más estrechas.

La puerta del infierno

Es paradójico que la puerta del infierno se encuentre en un lugar paradisíaco.

¿Os acordáis de esta imagen?

Hubo opiniones, sugerencias e ideas para todos los gustos sobre lo que podía ser. Pero Virtu lo clavó:

“Vamos a ver, el autor Hank Thomas Willis, ha provocado la imagen del logotipo de Absolut mediante la manipulación de la puerta de la casa de esclavos en la Isla de Gorée, en Senegal. “La puerta sin retorno”, es un icono de la travesía del Atlántico que los esclavos cruzaban con destino a América.”

Unos días después, nuestra siempre esencial Silviña, nos mandaba este fantástico enlace, en que se detalla la forma de trabajar y entender el arte de Hank.

Vuelvo a Goreé.

Y vuelvo de una forma imprevista. Vuelvo a través de la NBA, con un documental sobre las giras veraniegas que sus estrellas hacen por diferentes países. Como Senegal. Con Ronny Turiaf como protagonista. Ved los primeros 4 minutos de este vídeo. Creo que os gustará.

Vuelvo a Goreé, a través de las fotografías de mi Cuate Pepe.

Vuelvo a Goreé, con el recuerdo de mi amiga, la Petit Macoumba, que ahora está malita y a la que, desde aquí, le mando mis mejores deseos para que se recupere pronto y vuelva a su tienda de la isla, con su simpatía y su enorme sonrisa, para vender esos pareos y camisas imposibles.

Vuelvo a Goreé para celebrar que la esclavitud ya no existe. ¿Verdad?

Jesús Lens

La piel de la lefaa

Si ustedes le conocieran, no lo creerían. Es alto. También. ¿Qué pasará en Agüimes para que buena parte de la peña creativa de la localidad canaria tienda a alcanzar los dos metros de altura, como comentamos en el caso de Paco Suárez?

 

Juan Ramón Tramunt es, además, afable, pausado y cariñoso. Un primor de hombre, rebosante de bonhomía y humanidad. Y por eso digo que, si ustedes le conocieran, no lo creerían. Porque, después de leer, en dos sentadas, la primera versión de su novela inédita (de momento), “La piel de la lefaa”, me ha quedado meridianamente claro que Juan Ramón está detrás de todos los acontecimientos que, en las últimas semanas, sacuden los países del Magreb.

Imagino que la CIA, el FBI, la Interpol y hasta el CNI español tendrán un dossier más gordo que lo que solía ser una guía de teléfonos sobre Juan Ramón. Y es que en su novela, en un puñado de adictivos 200 folios que se leen en lo que tarda un avión en salir, despegar, volar, aterrizar y aparcar, explica a la perfección cómo se puede organizar una revuelta de la forma más aparentemente inocua y pretendidamente inocente.

¿Os acordáis del follón que se organizó en los territorios saharauis hace unos meses y que anticipó lo que, después, pasaría en Túnez, Egipto y Libia? Solo que, en Marruecos, la cosa no acabó igual: a sangre y fuego, los alauitas sofocaron la protesta saharaui…

Hace ahora un año tuvimos la ocasión de compartir un viaje con Juan Ramón, el antes citado Paco y otro nutrido grupo de personas, comandadas por nuestro siempre querido y añorado Antonio Lozano. Bajamos hasta Marrakech y, desde allí, cruzando el Atlas, nos adentramos en sur profundo de Marruecos, hasta que arribamos a las primeras arenas del desierto del Sahara.

Entre birra y birra, regateo y regateo, visita y visita… Juan Ramón iba mirándolo todo, viéndolo todo y fotografiándolo todo. Pero, en especial, iba con los poros bien abiertos, captando sensorialmente todo lo que nos rodeaba.

Y, como los buenos escritores, devuelve el contenido de aquellos días al lector, en la novela. Y lo hace de una forma sencilla, transparente y en absoluto artificiosa. En “La piel de la lefaa” no hay exotismo gratuito sino que el paisaje forma parte de la narración, la condiciona y la hace avanzar. Juan Ramón transporta al lector a un espacio y a un tiempo que, por cercanía geográfica, debería resultarnos muy familiar pero que, por separación geográfica es como si estuviera a años luz.

No sé qué editorial tendrá la suerte de publicar “La piel de la lefaa”, pero creedme que estaré muy atento y, en cuanto aparezca, lo haremos saber para que podáis disfrutar de una extraordinaria novela.

Y a Juan Ramón, antes de que los servicios de inteligencia españoles, franceses o yanquis lo contraten para su causa, tan sólo nos queda darle la enhorabuena por haber escrito esta novela. Un privilegio haberte conocido y haber compartido buenos tragos y mejores momentos. ¡No te pierdas, querido Juan Ramón, que seguimos teniendo pendientes esos vinos con aroma volcánico en El Hierro!

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

BAOBAB

2011. Año Internacional de los Bosques.

Declarado por la ONU

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Del Baobab me gusta hasta su nombre. Creo que ya he escrito, en otras ocasiones, sobre este árbol majestuoso que, para mí, simboliza la esencia del África eterna y atemporal. Cuando se le ve por primera vez, de lejos, el Baobab intriga al viajero, con ese aspecto desnudo y desabrido que presenta, como un melenudo recién salido de la cama que aún no tuvo tiempo de peinarse, como un director de orquesta desatado, con el cabello desordenado por la pasión de la música.

 

Y es que, tal y como cuenta la leyenda, lo que vemos del Baobab a diez, quince o veinte metros de altura, son sus raíces. Porque, en su momento, era un árbol tan, tan, tan bonito, sus hojas eran tan frondosas y lujuriosas, que el Baobab se envaneció demasiado, hasta el punto de que los dioses decidieron darle una lección y enterrar la copa del árbol dejando al aire sus raíces, de ahí ese aspecto de árbol invertido.

La diferencia.

Hay quién sostiene que esas ramas extendidas parecen clamar a los dioses. ¿Pidiendo perdón? ¿Exigiendo? ¿Reclamando? Y por eso, en la cosmogonía africana, el Baobab es un árbol sagrado que sirve de conexión entre la vida y la muerte, entre el Cielo y el Inframundo, entre lo terrenal y lo espiritual.

Porque, además, son árboles extremadamente longevos, con ejemplares que han cumplido la impresionante edad de 4.000 años. Sí. Cuatro mil. Por tanto, el baobab será igualmente sinónimo de sabiduría y experiencia. Si alguien le arrancara una flor, moriría devorado por un león. Por contra, quién beba agua en la que se hayan remojado las semillas de un Baobab, estará protegido contra el ataque de fieras devoradoras de hombres, como los cocodrilos.

¡Y nada de dormirse bajo sus ramas! Salvo que quieras correr el riesgo de ser arrebatado de este mundo. Por los dioses, claro…

Dado que su fruto es comestible, al Baobab también se le conoce como el Árbol del Pan y, puesto a secar, las semillas encerradas dentro de su caparazón se convierten en unas maracas naturales que los niños del Malí o Senegal pintan y decoran para vender a los turistas.

Árbol sagrado, árbol mágico… cuando caminas por África, siempre hay que acercarse a los grandes Baobabs de la sabana, acariciarlos, abrazarlos y dejarse inundar por su luz y su energía positiva.

Me gusta el Baobab. Me gusta su descuidado aspecto exterior. Su longevidad. Y que su tronco, abierto, puede llegar a albergar miles de litros de agua de lluvia, sirviendo como depósito y auxilio en los tiempos de sequía. Me gusta cómo se yergue, en mitad de la sabana, sólido, firme, solitario, majestuoso, sirviendo como nido para las aves, atalaya para los felinos y refugio para los monos y otros animales que, entre sus ramas, se encuentran a salvo.

El Baobab. Un árbol que no pasa inadvertido y se ve desde la distancia. Único. Grande. Solitario. Un árbol diferente.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.