Sean Connery en clave negra y criminal

Fue uno de los más grandes. Actores. Que como ser humano dejaba bastante que desear: machista irredento de mano larga, fue tan esquivo con el pago de impuestos como proclive a ciertas recalificaciones urbanísticas marbellíes de corte fraudulento. Me planteé no escribir sobre sus películas por dichas razones, pero eso sería caer en la nefasta cultura de la cancelación que tanto detesto, así que me voy a centrar en la dimensión artística del actor escocés, que es lo que nos concierne en esta sección.

Tampoco voy a hablar de 007, que el espía al servicio secreto de su Majestad daría para varios libros. Sí les confieso que mi James Bond generacional, con el que crecí en el cine, fue Roger Moore. Y que si he visto las películas de Connery/Bond (en cintas de VHS), ya no me acuerdo.

Mucho más fresco y cercano es mi recuerdo de Jim Malone, el sobrio, elegante y comprometido mentor del tan voluntarioso como inexperto Eliot Ness en la mítica película de Brian de Palma. Y es que no se me ocurre otro apelativo para ‘Los intocables de Eliot Ness’, una cinta que, en 1987, nos hizo saltar con alborozo en las butacas del cine. En primer lugar, por la salvaje presentación en sociedad del histriónico Al Capone, interpretado por Robert de Niro, en una descomunal ciudad de Chicago. Inmediatamente después, por la simpatía que nos produjo aquella pandilla de Intocables. Sobre todo cuando, en clave de western noir, galopaban por la frontera del Canadá. Y, por supuesto, por la secuencia de las escaleras de Union Station, indisimulado homenaje a Eisenstein.

Otra película mítica que retumba en mi memoria desde que la viera una Nochebuena, antes de volver a casa a cenar, es ‘El nombre de la rosa’. Retumba con la misma fuerza con que se cerraban las puertas de la abadía tras Fray Guillermo de Baskerville y su pupilo, Adso de Melk, con el sonido distorsionado del címbalo como amenazadora e inquietante banda sonora de fondo.

Dirigida en 1986 por Jean-Jacques Annaud, la adaptación de la novela de Umberto Eco está protagonizada por un émulo medieval de Sherlock Holmes. Sean Connery se cubre con un espartano hábito franciscano y se convierte en un observador de primera categoría que, dotado de una gran capacidad de deducción, tiene que resolver un endemoniado enigma: quién está matando a los jóvenes novicios de la abadía. No será una película perfecta, pero a mí me sigue fascinando.

Otra película en absoluto perfecta, pero igualmente especial, es ‘La casa Rusia’, adaptación de la novela de John Le Carré cuyo guion escribió el dramaturgo Tom Stoppard. El protagonista, un editor borrachín, debía recibir un manuscrito que acaba en manos de los servicios de inteligencia británicos, quienes le reclutan como espía vocacional. ¡Nada que ver con 007! Rodada a caballo entre Londres, Lisboa, Moscú y Leningrado; lo más singular de la película es que fue la primera cinta norteamericana con permisos oficiales para ser filmada en las grandes urbes soviéticas que, en aquel 1990, empezaban a abrirse al mundo gracias a la glasnot y a la perestroika de Gorbachov.

LOS ACTORES MICHELLE PFEIFFER Y SEAN CONNERY EN LA PELICULA »LA CASA RUSIA»

La película se recrea en las panorámicas de la Plaza Roja, el Hermitage y decenas de lugares monumentales de la Unión Soviética de entonces. Sus mamotréticos edificios, sus tranvías, sus coches y camiones, sus callejones y avenidas resultan mucho más creíbles que la historia de amor de Connery y Michelle Pfeiffer, pero ‘La casa Rusia’ sigue teniendo el encanto de la Historia, con mayúsculas, convertida en película.

Sí es puramente noir, densa y espesa como una manta de agua, una de las películas de Connery menos conocidas: ‘La ofensa’, dirigida en 1973 por Sidney Lumet. Se trata de una historia extraña que comienza con la búsqueda y captura de un pederasta y que, después, gira en torno al proceso de deconstrucción de un veterano de policía que lleva 20 años en contacto con lo más sórdido de la sociedad. Un tour de force interpretativo de un Connery que demostró que era más, mucho más, que 007.

Sirvan estas notas como homenaje a un actor sobresaliente cuya presencia en pantalla era sinónimo de clase.

Jesús Lens

Antidisturbios: la (nueva) serie del año

Ha sido la serie del año del mes de octubre, con permiso de ‘Patria’, que fue la serie del año de septiembre. Hablamos de ‘Antidisturbios’, una intensa miniserie de seis episodios creada, escrita y dirigida por Rodrigo Sorogoyen que, desde su estreno en el Festival de Cine de San Sebastián, ha provocado un alud de reacciones y comentarios para todos los gustos. Y disgustos. Por ejemplo, de quienes abogan por aplicarle la detestable cultura de la cancelación, como denunciábamos AQUÍ hace unos días.

Esto que les sugiero es harto complicado, pero traten de ver ‘Antidisturbios’ sin condicionamientos apriorísticos. Intenten hacer oídos sordos a lo que se ha dicho sobre la serie por parte de representantes sindicales de la Policía o de determinados políticos independentistas que tratan de arrimar el ascua de la polémica a su siempre interesada sardina ideológica.

Cada parte hace una interpretación ideológica, partidista y política de una serie que tiene miga, calado y fondo. Pero obvian lo más importante: ‘Antidisturbios’ es una serie prodigiosa, impecable desde el punto de vista narrativo y cinematográfico, cuyas imágenes transmiten sensaciones físicas al espectador.

Como muestra, dos momentos. En el primer episodio se cuenta la ejecución de un desahucio en una corrala de Lavapiés por parte de un grupo de las Unidades de Intervención de la Policía, la UIP. La tensión en el ambiente es palpable desde el primer momento. La cámara parece un personaje más, incrustada entre los policías, sometida a la presión de los unos y de los otros.  Sabes que algo va a pasar. No sabes qué, cómo o cuándo, pero la nerviosa dirección de Sorogoyen te mete la incertidumbre y el nervio en el cuerpo.

Lo mismo ocurre en el episodio en que los antidisturbios tratan de controlar a un grupo de hinchas franceses de fútbol. La tensión se deja sentir desde el primer instante: la violencia verbal y los insultos, la presión, los gritos, los empujones…

Y, sin embargo, el eje principal sobre el que se asienta ‘Antidisturbios’ tiene menos que ver con ellos que con la trama de corrupción destapada desde una unidad de Asuntos Internos. Protagonizada por la actriz Vicky Luengo, la verdadera protagonista de la serie es Laia. De hecho, con ella se abre la narración, en la extraña secuencia de la partida familiar de Trivial, de tintes surrealistas, pero que tan bien funciona a la hora de describir a Laia. Y ojo a ese secundario que, con barbita recortada, gorra y gafas, es un indisimulado trasunto de Villarejo.

Decía antes que ‘Antidisturbios’ ha sido creada, escrita y dirigida por Rodrigo Sorogoyen, artífice de aquella otra obra maestra sobre la corrupción que es ‘El reino’, una de las grandes películas españolas de los últimos años, ganadora de un buen puñado de premios Goya y de la que escribí en su momento mucho y bien. (Leer AQUÍ). Como tipo listo que es, el cineasta ha vuelto a contar con la guionista Isabel Peña y con el músico Olivier Arson, que ya trabajaron con él en ‘El reino’. ¡Y menuda impronta dejan!

Las largas conversaciones grupales pespunteadas por una música hipnótica entre lo industrial y lo ambiental, son marca de fábrica del trío Sorogoyen-Peña-Arson. Esas conversaciones que arrancan de forma festiva y que se van tensando hasta acabar entre empellones y amenazas, cabeza contra cabeza. Esos diálogos eléctricos convertidos en interrogatorios. La desconfianza, la paranoia, la tensión…

Se critica de ‘Antidisturbios’ que los protagonistas son alcohólicos y drogadictos. ¿O será que en determinados momentos algunos de ellos —los más— se toman unas copas y otros —los menos— se meten unas rayas? Se critica a la serie porque muestra su vena violenta, demasiado histéricos todos, proclives al porrazo fácil. ¿Y su otra cara? La del padre que no deja de estudiar para ascender mientras trata de conciliar. La de la familia de vive separada a la espera de un traslado. La de la profesional comprometida que echa más horas que un reloj mientras ve cómo se descompone su relación de pareja…

No conozco la UIP ni a ninguno de sus miembros. No sé si la serie es fiel reflejo de su trabajo o no. Desde Movistar insisten en que es ficción para tratar de rebajar la intensidad del debate generado a su alrededor. Por mi parte, me creo lo que cuenta y me gusta cómo lo cuenta. Me siento involucrado y partícipe, más allá de ser un mero testigo presencial. Y eso no es nada fácil de conseguir.

Sorogoyen prepara con los actores el rodaje de ‘Antidisturbios’

Quiero insistir en la cuestión de la banda sonora. Cuando he visto que el parisino Olivier Arson, que combinó estudios de ingeniería informática con Bellas Artes, pasó dos años en Islandia para grabar su primer disco, me ha cuadrado todo. En la línea de artistas polifacéticos como el fallecido Jóhan Jóhansson o de la maravillosa Hildur Guonadóttir, que lo ganó todo con la banda sonora de ‘Joker’; su música resulta visual, táctil e hipnótica; contribuyendo a arrastrar al espectador al interior de la pantalla. (AQUÍ, un poco más sobre esta nueva música de y para el cine).

El músico, con el Goya

Por una vez, y ojalá sirva de precedente, la nueva serie del año responde a la expectativas y se muestra a la altura del debate generado en torno a ella.

Jesús Lens

Comerciante de armas, vendedor de muerte

A lo largo de este infausto 2020 he aprovechado para leer, completas y en orden, todas las aventuras de Tintin escritas y dibujadas por Herge. Al terminar el último álbum, en las postrimerías del verano, me quedó una cierta desazón. Y miren ustedes por dónde, la lectura de una novela de lo más interesante, ‘El mercader de la muerte’, ha hecho que me reencuentre con él. Con ellos. Con el personaje de ficción y con su autor.

Basil Bazaroff fue un personaje secundario de uno de los primeros álbumes de Tintin, ‘La oreja rota’. Se trataba de un traficante de armas que, en el tebeo, le vendía tanto a la república de San Theodoros como a su vecino, el estado de Nuevo Rico. Que es tanto como decir a tirios y a troyanos.

El escritor Gervasio Posadas lo recuerda en la introducción de su novela: “Como la inspiración aparece en los lugares que menos te esperas, recientemente empecé a releer a Tintin y me encontré de nuevo con este personaje. La curiosidad me llevó a Google y a descubrir que Bazaroff era el trasunto poco disimulado de Basil Zaharoff, una figura ahora olvidada de la que apenas existen media docena de fotografías, pero de enorme trascendencia, especialmente en los primeros años del siglo XX”.

No sé ustedes, pero yo jamás había escuchado hablar de este fulano. Tras zamparme las cerca de 500 páginas de ‘El mercader de la muerte’, no entiendo cómo no sabía nada de él. De hecho, empiezo a mirar por encima del hombro a todo aquél que lo ignora todo sobre su vida, obra y milagros. Que fue azarosa, tempestuosa, canallesca y contradictoria.

El personaje principal de la novela de Gervasio Posadas se llama José Ortega, al que llaman Pepe. Y es periodista. Como Tintin. Además, ambos plumillas comparten una misma e inveterada tradición: no dan ni una sola noticia. Es que ni la buscan. Ambos se mueven por una Europa en plena tensión, que vive el auge del nazismo y del comunismo. Y se dejan llevar por los acontecimientos.

Pepe es menos ingenuo, menos naif que Tintin. Ambos practican el noble arte de la amistad, pero Pepe es más viciosillo, menos casto y menos puro que rubicundo personaje de Herge.

La aventura que Pepe protagoniza en ‘El mercader de la muerte’, cuya estética portada nos recuerda aquellos míticos anuncios de viajes de la Belle Époque, le lleva de Berlín a Montecarlo. En la capital alemana ya se las vio con ‘El mentalista de Hitler’, la primera de sus aventuras. Al principado llega con una mano delante y otra detrás. ¿Y dónde hace por buscar su fortuna? Efectivamente: en un casino.

Como si del Glenn Ford de ‘Gilda’ se tratara, Pepe se encuentra viviendo en un mundo que no es el suyo, rodeado de personas que no son las suyas y en mitad de una época que le excede y le desborda.

El ritmo ágil que Posadas le imprime a la narración, la simpatía que generan la mayor parte de los muchos secundarios que acompañan a Pepe Ortega en su periplo monegasco —sobre todo Emile, el camarero del fastuoso hotel donde acaba parando— y la inquietante presencia de Zaharoff hacen que la lectura de ‘El mercader de la muerte’ sea de lo más agradable y disfrutona.

Además, está el tema del comercio de armas y el cuestionable proceder de quienes lo ejercen, que van ustedes a flipar con la historia de Isaac Peral y la patente para su submarino, si no la conocen. Y tesis tan provocadoras como esta, que permite hacer un juego de espejos entre el pasado y el presente de más rabiosa actualidad: “La corrupción es necesaria. Nos guste o no, es un motor económico de nuestra sociedad. El mundo la necesita de la misma forma en que necesita los sueldos, las retribuciones de todo tipo, es un incentivo, un acicate para la productividad. Sin la corrupción pasaríamos a estar dominados por la dictadura de la burocracia… la corrupción engrasa los mecanismos del estado, los hace permeables a ideas innovadoras”.

Y están las bromas. Si son ustedes lectores de Tintin —y si no lo son, ¿a qué esperan?— sabrán que, cuando hay problemas de conexión en Moulinsart, el teléfono acaba sonando en una carnicería. Posadas no tiene empacho en hacerle guiños a momentos cómicos como ese.

Lo primero que harán cuando terminen de leer ‘El mercader de la muerte’ es buscar información sobre el misterioso Basil Zaharoff. ¿Y qué se encontrarán? Entre otras cosas, que el misterioso personaje también sirvió de inspiración para una película: nada más y nada menos que ‘Mr. Arkadin’, de aquel otro loco visionario que fue Orson Welles y que me apresto a ver en los próximos días, faltaría más.

Tebeos que llevan a libros que te reconducen a películas que… ¡Ah, ese prodigioso azar encadenado!

Jesús Lens

Volver al Cronenberg clásico

Lo bueno de algunas series de televisión es que te llevan de nuevo al cine. Me ha pasado con ‘Dark’, cuya primera temporada me gustó, aunque ya daba demasiadas vueltas sobre sí misma, de ahí que la bautizara como serie-peonza.

Con la segunda temporada empecé a aburrirme bastante, pero como organizador de Gravite, un festival sobre viajes en el tiempo, me sentí en la obligación moral de continuar. Más que nada, porque la serie alemana tenía una legión de fans rendida a sus pies. Mal que bien, aguanté la segunda andanada de episodios. Y llegó la tercera temporada. Y se convirtió en un despropósito de tal calibre que me juré que, hasta que no se me pasara el cabreo, solo iba a ver películas.

Y ahí es donde entra Filmin en juego. ¿Qué habría sido del 2020 del confinamiento sin Filmin? No quiero ni pensarlo. Antes de verano vi ‘La zona muerta’, adaptación de una novela de Stephen King dirigida por David Cronenberg en 1983 y protagonizada por el siempre inquietante y desasosegante Christopher Walken. En ella, el protagonista sufre un accidente que le mantiene sumido en un coma del que despierta cuatro años después. En principio, no parece arrostrar secuela alguna, sin embargo, cuando toca a las personas, presiente lo que les va a pasar en el futuro.

Con esa premisa, la trama se centra en una de los temas centrales de la cultura popular estadounidense: los magnicidios. Los asesinatos de los Kennedy y el de Martin Luther King marcaron de tal manera a los norteamericanos que han convertido al magnicidio en un género en sí mismo.

Al volver a la paz y a la tranquilidad de Filmin, tras un verano muy movido, la primera película que vi fue ‘Scanners’, otra de Cronenberg. Rodada en 1981, responde más a la pura esencia del cine y la filosofía del cineasta canadiense, a ese llamado ‘body horror’ con el cuerpo humano sometido a diferentes tipos de sevicias, alteraciones, mutilaciones y violaciones. Ojo: no es gore. Se trata de fusionar la carne con la tecnología. Lo físico con lo mecánico. Pero impacta de igual forma. Y también están los virus, claro…

En ‘Scanners’, Cronenberg se descubre como un visionario que alerta sobre las oscuras maniobras de la manipulación genética y las transnacionales farmacéuticas, pero también sobre el supremacismo y los sistemas de vigilancia global, adelantándose a lo que después serían los programas de la NSA, las cámaras por doquier y el control de Internet.

Y todo ello a través de una narración trepidante repleta de secuencias de acción. Me encantó, en especial, la visita del protagonista al estudio de un artista-loco redimido por su arte. Me parece espléndido el momento en que, para hablar de sus cosas, se meten dentro de una gigantesca escultura con forma de cabeza humana construida por el artista y habilitada como estancia, con sus pufs y sus sillones. Y está el final, ese final que anticipa el tema central de otra de sus grandes obras maestras: la perturbadora ‘Inseparables’.

Como no hay dos sin tres, este maratón de Cronenberg clásico continuó con ‘Videodrome’, posiblemente la película más visceral del cineasta, literalmente hablando. En este caso, el director se adelanta al movimiento transhumanista y plantea la duda de si vivir fuera del cuerpo humano es más excitante que mantenerse constreñido por los estrechos límites de una existencia convencional.

Al principio, con las veleidades sadomasoquistas de la pareja protagonista, la cosa se pone muy física. La conturbación de la carne afecta al espíritu. Y a la libido. Pero no es más que un espejismo. Lo importante es trascender el cuerpo. Y para ello, el visionado obsesivo y compulsivo de imágenes violentas, resulta determinante.

Uno de los secundarios plantea una tesis tan inquietante como nuevamente profética: Brian O’Blivion está convencido de que la televisión suplantará la vida real en un futuro no muy lejano. Al final no ha sido la televisión, pero sí las pantallas. En este mundo digital en el que se ha impuesto el imperio de las redes sociales, la tiranía del postureo le ha dado la razón a O’Blivion: somos lo que aparentamos ser en Instagram, Twitter o Facebook. Vales tanto como tu último baile en TikTok. Lo demás, a nadie le importa. Protagonizada por un sublime James Woods, ‘Videodrome’ es una película tan perturbadora como hipnótica. Y profética, debo insistir.

Llegados a este punto, dudo si volver a ver ‘Vinieron de dentro de’, ‘La mosca’, ‘Inseparables’ o ‘Crash’ o si entregarme a algunas de las películas de Cronenberg que no vi en su momento: ‘El almuerzo desnudo’ y las más modernas ‘Cosmopolis’ o ‘Maps to the stars’. Cintas que, sobre el papel, me atraen menos.

Lo que sí tengo claro es que este invierno volveré a ver, con mucha atención, sus películas más puramente noir: ‘Una historia de violencia’ y ‘Promesas del Este’, dos joyas del cine negro contemporáneo que, en el momento de su estreno, me fascinaron. Y con las series, como con la bebida: moderación. Mucha moderación.

Jesús Lens

Matar en tiempos analógicos

En muchas ocasiones, la semana pasada sin ir más lejos, hablando de Bevilacqua y Chamorro, les insisto en la importancia que, en las investigaciones policiales contemporáneas, tiene todo lo referente a los móviles, los ordenadores, las redes sociales, la geolocalización y las mil y una cámaras que controlan muchos más espacios públicos de lo que somos capaces de imaginar.

Hay novelas, sin embargo, en las que sus autores prefieren cometer sus asesinatos literarios y las posteriores investigaciones en tiempos analógicos, anteriores a la irrupción de internet en nuestras vidas. Mis dos últimas lecturas policíacas han ido en esta dirección.

Empecemos por ‘Moscas’, de Hans Olav Lahlum, recién publicada por RBA y cuya acción arranca en 1968, en Oslo, sin que la historia tenga nada que ver con los hippies, mayo ni las revoluciones pendientes o por hacer. En un edificio normal y corriente se escucha un disparo. Al entrar, la policía se encuentra un cadáver ‘imposible’: con todo cerrado desde dentro, no puede ser un suicidio, dado que no hay arma alguna a la vista. Y nadie pudo salir del edificio sin ser visto por los vecinos que se arraciman junto a la puerta del apartamento del fallecido.

El muerto, un héroe de la resistencia contra los nazis, reclama justicia. La investigación recae en un joven e impetuoso inspector con ganas de demostrarle al mundo lo bueno que es. Pero se encuentra perdido. Entonces recibe una llamada, cruzándose en su camino una brillante joven de apenas dieciocho años que, postrada en una silla de ruedas, tendrá mucho que decir. Y que preguntar.

‘Moscas’ es la típica novela enigma de habitación cerrada que no oculta su pasión por las tramas de Hércules Poirot o Sherlock Holmes. Un divertimento literario muy bien armado en el que los vecinos y familiares del finado se convierten en la agradable compañía del lector durante el puñado de horas que tarde en devorar el libro.

Una novela en la que el autor, que además de novelista es historiador y maestro de ajedrez, invita al lector a disputar con él una ingeniosa partida en la que no hay engaños, que está contada sin trampa ni cartón. El lector tiene acceso a la misma información que el investigador protagonista en tiempo real, por lo que puede aventurar hipótesis, anticipar interrogatorios y despejar sospechas. El autor, honesto hasta el final, no se guarda ases en la manga, algo muy de agradecer. Si les gusta el juego y la novela enigma, lean ‘Moscas’. No les decepcionará.

Vayámonos a 1981 y a Inglaterra, cuando un músico aparece muerto en extrañas circunstancias, con la cara marcada y cortada cruelmente. Imaginen al Joker, pero mutilado de verdad. Se trata de un músico de segunda fila cuyo mayor logro es haberse convertido en imitador de una leyenda del glam, Lucas Bell, más conocido como el Rey Perdido, quien se había suicidado siete años antes.

La investigación le toca a Henry Hobbes, un inspector caído en desgracia entre sus compañeros, quienes le acusan de haber provocado el suicidio de un compañero. Como ven, la cosa pinta luctuosa y trágica.

Lo más interesante de ‘El rey perdido’, de Jeff Noon, igualmente recién publicada por RBA, es su estudio y análisis del fenómeno fan: la locura de los seguidores, la presión de las estrellas, la exigencia de los críticos, las ganas de huir, la necesidad del anonimato, la importancia de la máscara, metafórica y real… Y los rituales de emulación y celebración. La copia y la falsificación.

El escritor Jeff Noon, veterano del género de ciencia ficción, debuta en la novela negra con una historia en la que la trama y la investigación son menos interesantes que el contexto en que se desenvuelve la historia y los personajes que la protagonizan. O, mejor dicho, los personajes de fondo, los secundarios, los raritos, que son los realmente interesantes.

Ha sido una gozada, en unas semanas muy analógicas en las que no he visto cine o series ni he escuchado más música que el sonido de las olas del mar, el rugir del viento y el piar de los pájaros; leer dos novelas en las que, por ejemplo, se revelan fotos. ¡Se revelan fotos! Protagonistas que, sin móviles, quedan incomunicados nada más salir de la oficina o de casa. Y que utilizan planos y mapas físicos para orientarse. Investigaciones en las que lo deductivo y el arte del interrogatorio adquieren todo el protagonismo, sin que nada cibernético perturbe una lectura que invita a apagar el móvil y disfrutar de un puñado de horas de tranquila y sosegada lectura bajo el sol de septiembre.

Jesús Lens