De cumpleaños, con Laví e Bel

Porque veinte años no son nada… más que una vida. ¡Toda una vida! Viendo el espectáculo “El tren de la lluvia”, de Laví e Bel, Emilio Goyanes, entre melancólico y reflexivo, nos recordaba que hace veinte años todavía existía el Muro de Berlín.

Berlín.

¿Está condenada, Berlín, a separar siempre a los europeos? Porque ahora, con su política de austeridad, vuelve a haber dos Europas radicalmente distintas y separadas por una barrera menos visible, pero infinitamente más efectiva que aquél mítico Muro de Berlín cuyos pedazos se vendieron como souvenir.

Veinte años.

Veinte años de espectáculos, música, premios y cabaret condensados en dos mágicas horas de un espectáculo emocionante, divertido y evocador en los que la palabra, la música y las imágenes se combinan para recorrer diferentes números y momentos de una carrera jalonada por el éxito, los premios y los reconocimientos.

Destacar unos números por encima de otros no tiene mucho sentido. Cada espectador se identificará más con unos que con otros. Eso sí: todos los momentos en los que la palabra servía para vehicular diferentes recuerdos me resultaron especialmente conmovedores. Por su aparente sencillez. Por su desnudez. Porque sigo creyendo en el placer mágico y revolucionario de la palabra.

Decía Emilio que, hacer memoria del pasado y recordar momentos y vivencias no es hacer historia. Es hacer poesía. ¡Qué gran verdad! ¿Cómo pasaron las cosas? Las cosas pasaron como recordamos que pasaron. Y punto. Esa es su realidad. Nuestra realidad. Por tanto, las cosas pasaron hoy de una manera. Y mañana, de otra. Parecida. Distinta. Complementaria.

A los niños, cuando les gusta un cuento, exigen que siempre sea el mismo. Necesitan hasta las mismas inflexiones de voz. Si no, no es igual. A medida que crecemos, aprendemos a moldear los recuerdos. ¡La verdad! ¡La verdad! ¿Qué es la verdad? La verdad es lo que recordamos que pasó. Porque, en nuestra vida, en nuestro día a día, somos más poetas que historiadores, más literatos que científicos.

El nuevo espectáculo de Laví e Bel, que en realidad es tan viejo que enlaza con el Neolítico, nos hace darnos cuenta de todo ello.

Consejo de amigo: id y vedlo. En Granada, en el imprescindible teatro Alhambra. La gira irá por aquí.

Si os gusta soñar, reír y llorar, sacad billete para “El tren la lluvia” y acomodaros en alguno de sus vagones. El viaje merece la pena. Muy mucho.

¿Listos?

¡Viajeroooooos al tren!

Próxima estación: el futuro.

Dando un rodeo por el pasado.

Jesús Lens

Veamos los anteriores 18 de octubre: 2008, 2009, 2010 y 2011

El evangelio de San Juan

O El Brujo, o sea.

A esta obra de teatro fui como el que va al cine, a ver la última de Spielberg o una de Brad Pitt. En este caso, fui al Isabel La Católica, el sábado a la 19.30, a ver la de El Brujo.

A la entrada, de hecho, ni cogí el folleto en que se presenta la obra y se explica de qué va, cuál es su origen y su intención.

Nada.

Vamos a ver a El Brujo y, después, ya veremos.

Creo que es importante reseñar la sesión en la que estuvimos porque, en mitad de la misma, una señora se levantó de las primeras filas y, una vez de pie, sacudió la cabeza con altivez y salió cruzando el patio de butacas, con sus taconazos, más tiesa que una estaca, cloqueando como una gallina.

Rafael Álvarez, que la miraba desde lo alto del escenario, estalló y, después de soltar una inflamada filípica sobre la falta de tolerancia de algunos, invitó a quién estuviera harto, cansado o indignado a que siguiera los pasos de la señora gallinácea, lo que fue aprovechado por otra espectadora para salir por piernas.

Al final, cuando la obra terminó y todos estábamos de pie, aplaudiendo a rabiar las dos horas y media de deleite que El Brujo nos había regalado, éste pidió perdón por haberse alterado, lo que le honra enormemente.

Pero, digo yo, ¿qué esperaban esas señoras de una obra de El Brujo, basada en el Evangelio de San Juan?

¡Por favor!

Que Rafael lleva años y años haciendo teatro y sus tablas, sus falsetes, su forma de actuar, sus morcillas, sus comentarios críticos sobre la actualidad, etcétera, etcétera; son marca de fábrica, tan famosos como los pases de Iniesta, las paradas de Casillas o el realismo de Antonio López.

Pero bueno. Hay gente pa tó. Hasta para gastarse 30 euracos -que ya está bien- y marcharse airada a mitad de representación, justo cuando lo que estábamos viendo sobre las tablas respondía perfectamente al guión que esperábamos ver.

Y, ojo, no quiere esto decir que la obra de El Brujo sea una comedia facilona sobre los evangelios, la religión o el cristianismo. Ni mucho menos. Porque uno no dedica dos exigentes horas y media a vaciarse en un escenario, solo acompañado por cuatro músicos, para reírse o burlarse de algo que le resbala, le asquea o le deja indiferente.

En pocas palabras: al salir del teatro me dieron ganas de ir a casa y encerrarme a leer, de un tirón, el Evangelio de San Juan. Y eso no lo consigue alguien que se burla y se mofa de un texto.

Distinto es que El Brujo considere como sagrado al referido texto, algo intocable o inmutable. Que no lo es. Basándose en el original griego y relacionándolo con decenas fuentes antiguas, con la cábala y otras visiones etnocentristas de la religión, el cómico hace una encendida defensa de la palabra, del verbo, de la representación teatral, del hombre y su comunión con la naturaleza y lo sagrado; que va más allá del concepto intocable, temeroso y reverencial que, de Dios, nos ha transmitido la religión oficial.

Y todo ello trufado de guiños a la actualidad política y social del momento, unos que cuelan con total naturalidad y otros que necesitan de calzador y, casi, de vaselina. Pero que consiguen que las dos horas y media de espectáculo se hagan cortas e insuficientes.

Por ver a El Brujo en escena es, sencillamente, un privilegio al que no se puede, ni se debe renunciar. Por higiene. Por salud mental.

Jesús Embrujado Lens

¿Y en años anteriores? ¿Qué publicábamos este 19-S? 2008, 2009, 2010.

MESTIZAJE MADRID

Fue un viaje relámpago. Parafraseando el comienzo de nuestro libro de cine y viajes:

“- ¿Nos vamos?

– ¿Por qué no?”

Siempre da gusto ir a Madrid, por razones ajenas a las laborales. Hay mucho que hacer, mucho que ver. Mucho que pasear. Y, aunque fue un “aquí te pillo, aquí te mato”, pudimos disfrutar de la inabarcable oferta cultural de una ciudad que no descansa nunca. Ni deja descansar.

Una oferta cuya característica principal ha sido la Mistura, la mezcla y el mestizaje, empezando por el piano de Chano Domínguez, en la sala Clamores. Decía Germán, el responsable de la sala, que Chano se nos va. A Nueva York. Y no de gira o a grabar algún disco. No. Que se nos va con todo el equipaje a cuestas. Para venir… solo de visita. Por eso, quizá, el concierto de la otra noche, él solo con su piano, tuvo un sabor muy especial, con el tequila y la sal de las Margaritas, bien paladeados. ¡Qué gusto de espacios, salas como la Clamores, con todo el sabor y el aroma a los clubes de verdad!

Y, por fin, pisé el Reina Sofía, uno de los Museos que más tinta hace derramar y que, casualmente, este domingo cumplía veinte contradictorios añazos de vida.

No me cuadra, la verdad, un Museo de Arte Contemporáneo instalado en un sólido palacio de corte clásico, por mucha posmoderna ampliación de Nouvel que incorpore. Y saca un poco de quicio el tener que entrar en mil una microhabitaciones a ver un puñadito de cuadros, fotografías e instalaciones, siendo especialmente fácil el despistarse y perder el supuesto hilo conductor de la exposición permanente.

Sí me gustó la conceptualización de la sala dedicada al Guernica, con los trabajos preparatorios de Picasso y todo lo que rodeó al cuadro, de la Guerra Civil Española y la Mundial y, desde luego, resulta admirable la mezcla de pintura, fotografía, grabados, estampaciones, vídeo o escultura a la hora de hacer una narración lineal y temporal del arte del siglo XX en España.

Y, sin embargo, no pudimos ver los cuadros de Antonio López porque la Planta Cuarta estaba cerrada. Por obras. Como el acceso principal. Obras. Siempre obras. Hicimos una visita asistemática y anárquica. Pasando por Picasso, Goya o Dalí. Una visita más intuitiva y sensorial que intelectual. Una de esas visitas que permiten, cuando te acuestas por la noche, que tu inconsciente haga desfilar, a toda velocidad, decenas y decenas de las imágenes impresas en la retina. O en el hipotálamo. Aunque muchas de ellas sean “incomprensibles”.

Y, para comer, además de las patatas bravas habituales y la morcilla de Burgos (en este caso, deconstruida y servida con queso azul fundido), además de los huevos rotos con jamón y esas cañas de cerveza tan bien tiradas -con un dedo de espuma- nos dejamos caer por un Tailandés, que la Thai Food es una de mis favoritas y en Granada, por desgracia, no se estila. La sopa picante con gambas, los tallarines con salsa de albahaca, el pollo o la ternera con esas combinaciones de sabor tan, tan especiales de la comida Thai, esos aromas profundos, esos agridulces tan paladeables… Lástima que no consiguiéramos ligar una visita a alguno de los templos de la gastronomía peruana, otro de los objetivos de este salto a Madrid, frustrado en este caso.

¿Es posible hacer una obra de teatro sobre la vida de Orson Welles? Lo es. ¿Y es posible que salga bien y tenga sentido? También. Sobre todo si el actor que le da vida es ese monstruo llamado José María Pou, un actor que es un género en sí mismo y que lleva sobre sus hombros, casi de forma íntegra, un cuasimonólogo en el que Welles, tras haber cumplido 70 años, agota la última posibilidad de encontrar financiación para seguir rodando su Quijote, a la vez que hace un repaso a su historia como cineasta, mago, persona de radio, actor, dramaturgo, publicitario y hombre de acción.

En hora y media tan densa como intensa, lo mismo “vemos” al gran Orson toreando vaquillas que aterrorizando al personal con “La guerra de los Mundos”, comiéndose el mundo como “Ciudadano Kane” o defenestrado por “La dama de Shanghai”. Por escena pasan los fantasmas de Huston, Hemingway, Rita Hayworth, Spielberg y un largo etcétera. Vemos a un hombre proteico que a ratos parece destrozado y, en otros momentos, capaz de emprenderla contra molinos de viento… y derribarlos. Un hombre valiente y comprometido, soñador, apasionado y homérico. Desmesuradamente homérico. Sobre todo, cuando se jacta de ser gastronómicamente desafiante…

¿Y qué me dicen de Fellini? Vale. Todos sabemos que es uno de los directores más importantes de la historia del cine. Pero ¿y de su faceta como caricaturista? ¿Y de su vertiente literaria? ¿Y de sus impresionantes Cuadernos de Sueños? ¿Y de su pasión por el circo, los cómics y la magia, incluyendo una pasión desaforada por el mago Mandrake o el tebeo que publicó con Milo Manara? ¿Qué sabemos de todo eso? Ahora, mucho.

Porque la exposición de CaixaFórum, ejemplar, hace un completo repaso a todas y cada una de las facetas de Fellini, otro tipo homérico para el que no había separación entre la vida y el arte, entre el cine y la magia, entre las Mammas y las Putannas. Resultan deliciosas las cartas de sus fans, ofreciéndose como “personajes fellinianos” para pasar un casting. O el apartado dedicado a la filmación de las famosas secuencias de “La dolce vita”: el cristo volando y el baño en la Fontana de Trevi. La relación entre las noticias de verdad, los papparazzis y las películas, la vida bebiendo del cine y el cine emborrachándose de vida…

Y, luego, otra fascinante miscelánea: Dalí, Lorca y la Residencia de Estudiantes, su relación con Buñuel o Pepín Bello, las revistas que fundaban, su intensa correspondencia, los dibujos del escritor, las letras del pintor, las discusiones sobre las nuevas tendencias artísticas y pictóricas, incluyendo el surrealismo y el cubismo o maldades creativas como “El cuaderno de los Putrefactos”.

Un viaje relámpago a Madrid, para pasear, ver, respirar, escuchar, beber, comer, probar… y del que sacamos una conclusión: el arte y la creatividad no tienen límites ni fronteras y afloran en cualquier momento y cualquier situación.

Be Creative, my Friends!

¡Y nosotros que lo veamos! (Y disfrutemos)

Jesús Lens.

¿CINE O TEATRO?

Hace unos meses, cuando Antonio Banderas visitó el Centro Cultural de CajaGRANADA, habló de sus proyectos de futuro. Y, además de producir a la gente de Kandor, de producir y dirigir su Boabdil y, por supuesto, de seguir actuando en películas, puso todo el énfasis en el teatro, al que defendió como el auténtico cine en tres dimensiones, con miles de años a sus espaldas.

No solía gustarme el teatro. Me parecía falso y forzado, acostumbrado al “realismo” del atrezzo cinematográfico, sus exteriores, sus decorados…

Después empecé a disfrutar con el hecho de que unos actores se encerraran contigo y sólo para tus ojos, oídos y demás sentidos, durante un par de horas. El Brujo, Juan Luis Galiardo o Federico Luppi se suben a un escenario y, allí, comparten contigo cien exclusivos minutos de su arte y talento, en una actuación que ocurre una sola vez y que, una vez terminada, nunca se volverá a repetir. Al menos, nunca será la misma que tú presenciaste.

Así las cosas y volviendo a hacer incómodas preguntas (como ÉSTAS) de respuesta tan complicada como hiriente… ¿qué prefieres? ¿El cine o el teatro?

Jesús “maleante” Lens.

LA RATONERA

Veinte años pensaba yo que se llevaba representando en Londres, de forma ininterrumpida, la obra de teatro «La ratonera».

 

Pero no. Son cincuenta y ocho (58) los años que la adaptación teatral del célebre cuento de Agatha Christie viene conquistando el corazón de los espectadores en la capital londinense, de forma continuada.

 

Cincuenta y ocho años.

 

Más que toda una vida.

 

¿Y por qué?

 

Pues, en principio, porque nunca se ha hecho una película sobre ella. Y no es una cuestión baladí, cuando hablamos de una apasionante historia de intriga, con un fuerte componente enigmático y psicológico, en que la sorpresa es importante.

 

Al no haber película y dado que el material literario original es un relato, no se sabe mucho acerca de los protagonistas de «La ratonera», sus orígenes, sus motivaciones… mientras que las historias de Poirot o Miss Marple son casi, casi Patrimonio de la Humanidad.

 

Por eso, asistir a la primera representación de la adaptación de «La ratonera», dirigida por Víctor Conde, además de un privilegio, es una suerte. Porque esta obra va a ser un éxito y va a estar muchos, muchos meses en cartel, recorriendo toda nuestra geografía.

 

Durante sus dos horas de duración, los espectadores asisten, entre curiosos, intrigados y divertidos, a una historia que acontece en una casa de huéspedes recién abierta por un joven matrimonio, que queda aislada por la nieve, y sobre la que se cierne una cierta amenaza de muerte y venganza. Bien adaptada a la realidad del momento, un texto que tiene decenas de años se nos aparece como actual y contemporáneo. Porque la buena literatura es atemporal.  

 

Elenco de "La ratonera", amplio, generoso y creativo
Elenco de

Protagonizada por personajes entre lo atrabiliario, lo surrealista y lo singular, la historia se desarrolla a una velocidad vertiginosa, a base de diálogos brillantes, acerados, mordaces y cargados de dobles sentidos e intenciones. El trabajo de los actores resulta extraordinario, permitiendo que las dos horas se pasen en un suspiro, sin apenas bajones de ritmo desde el primer y descacharrante monólogo con que Guillermo Muñoz se mete al público en el bolsillo, componiendo al personaje más simpático, sorprendente y memorable de la función.

 

Guillermo Muñoz en otro de sus estupendos papeles
Guillermo Muñoz en otro de sus estupendos papeles

Lo bueno de haber visto el estreno de la obra, con todo lo que puede tener de improvisación y falta de rodaje, hace que tenga un montón de ganas de volver a verla, dentro de unos meses, cuando ya esté asentada y depurada al máximo; para ver cómo ha evolucionado y cambiado. Y no. No me importa, ni mucho menos, conocer quién es el culpable. Al revés. Me gustó tanto la obra que quiero volver a verla de otra forma, más reposada, disfrutando de cada detalle, réplica y contrarréplica, viendo como encajan todas y cada una de las piezas de este fascinante puzzle que es «La ratonera».

 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.