El evangelio de San Juan

O El Brujo, o sea.

A esta obra de teatro fui como el que va al cine, a ver la última de Spielberg o una de Brad Pitt. En este caso, fui al Isabel La Católica, el sábado a la 19.30, a ver la de El Brujo.

A la entrada, de hecho, ni cogí el folleto en que se presenta la obra y se explica de qué va, cuál es su origen y su intención.

Nada.

Vamos a ver a El Brujo y, después, ya veremos.

Creo que es importante reseñar la sesión en la que estuvimos porque, en mitad de la misma, una señora se levantó de las primeras filas y, una vez de pie, sacudió la cabeza con altivez y salió cruzando el patio de butacas, con sus taconazos, más tiesa que una estaca, cloqueando como una gallina.

Rafael Álvarez, que la miraba desde lo alto del escenario, estalló y, después de soltar una inflamada filípica sobre la falta de tolerancia de algunos, invitó a quién estuviera harto, cansado o indignado a que siguiera los pasos de la señora gallinácea, lo que fue aprovechado por otra espectadora para salir por piernas.

Al final, cuando la obra terminó y todos estábamos de pie, aplaudiendo a rabiar las dos horas y media de deleite que El Brujo nos había regalado, éste pidió perdón por haberse alterado, lo que le honra enormemente.

Pero, digo yo, ¿qué esperaban esas señoras de una obra de El Brujo, basada en el Evangelio de San Juan?

¡Por favor!

Que Rafael lleva años y años haciendo teatro y sus tablas, sus falsetes, su forma de actuar, sus morcillas, sus comentarios críticos sobre la actualidad, etcétera, etcétera; son marca de fábrica, tan famosos como los pases de Iniesta, las paradas de Casillas o el realismo de Antonio López.

Pero bueno. Hay gente pa tó. Hasta para gastarse 30 euracos -que ya está bien- y marcharse airada a mitad de representación, justo cuando lo que estábamos viendo sobre las tablas respondía perfectamente al guión que esperábamos ver.

Y, ojo, no quiere esto decir que la obra de El Brujo sea una comedia facilona sobre los evangelios, la religión o el cristianismo. Ni mucho menos. Porque uno no dedica dos exigentes horas y media a vaciarse en un escenario, solo acompañado por cuatro músicos, para reírse o burlarse de algo que le resbala, le asquea o le deja indiferente.

En pocas palabras: al salir del teatro me dieron ganas de ir a casa y encerrarme a leer, de un tirón, el Evangelio de San Juan. Y eso no lo consigue alguien que se burla y se mofa de un texto.

Distinto es que El Brujo considere como sagrado al referido texto, algo intocable o inmutable. Que no lo es. Basándose en el original griego y relacionándolo con decenas fuentes antiguas, con la cábala y otras visiones etnocentristas de la religión, el cómico hace una encendida defensa de la palabra, del verbo, de la representación teatral, del hombre y su comunión con la naturaleza y lo sagrado; que va más allá del concepto intocable, temeroso y reverencial que, de Dios, nos ha transmitido la religión oficial.

Y todo ello trufado de guiños a la actualidad política y social del momento, unos que cuelan con total naturalidad y otros que necesitan de calzador y, casi, de vaselina. Pero que consiguen que las dos horas y media de espectáculo se hagan cortas e insuficientes.

Por ver a El Brujo en escena es, sencillamente, un privilegio al que no se puede, ni se debe renunciar. Por higiene. Por salud mental.

Jesús Embrujado Lens

¿Y en años anteriores? ¿Qué publicábamos este 19-S? 2008, 2009, 2010.

CUSCO

No me extraña que para Lillian, una viajera pertinaz y experimentada que ha recorrido los cinco continentes a lo largo y a lo ancho, Cusco sea una de sus ciudades favoritas del mundo mundial, como nos decía en un comentario a uno de los Posts andinos que estamos publicando estos días.

Perú, la Tierra del Inca, como se la publicita y conoce. Y, sin embargo, como nos contaba Pilar, cuyo magisterio y consejo están siendo impagables estos días, los incas eran la casta noble que residía en Cusco. Los reyes. Y sus familias. De hecho, Inca es una palabra quechua que significa «rey». El resto de habitantes eran andinos y su distribución iba desde Ecuador y Venezuela hasta Chile y Argentina. La cultura andina. La original y auténtica cultura de Sudamérica. Porque, además, antes de la Inca (1.200 después de Cristo) estuvieron los Pikimachay, tan lejos como en el 16.000 ac. O los Parakas (900 ac.), los Nazca (400 ac) o los Lamboyeque (800 dc.)

Y vayamos con una cuestión gramatical. Cuando digo Cusco no es porque me haya vuelto fino, cursi y redicho. Es porque da lo mismo, según la Real Academia de la Lengua, escribir Cuzco que Cusco. Y, en su momento, el cambio de la «s» por la «z» tuvo un cierto deje despreciativo. Y como el nombre original en Quechua era Qosqo, pues eso. Que Cusco. Que, además, la cerveza que me bebo estos días se llama «Cusqueña», lo deja zanjado el asunto, por lo que a mí concierne.

Pero volvamos a la declaración de principios de Lillian, con la que estoy totalmente de acuerdo. Uno, que ya va atesorando un cierto currículum viajero, cuando llega a algunos lugares muy concretos sabe que pasarán a su acervo íntimo y personal, casi sagrado, de lugares a los que volvería sin dudarlo. De lugares en los que no le importaría pasar una buena temporada, viviendo y aprendiendo. Y Cusco es uno de ellos. Desde que llegué en el avión y salí del aeropuerto, viéndome rodeado de verdes montañas, sentí que éste lugar es especial. Muy especial.

Y todo lo que voy descubriendo desde entonces no hace sino reforzar esa primera impresión, desde el casco antiguo, las galerías de arte, los bares y restaurantes con encanto, las ruinas prehispánicas, las mixturas criollas, el sincretismo cultural y religioso…

Por eso, quizá, no me importa tanto no haber podido ir a Machu Pichu. Porque sé que más pronto o más tarde, volveré a Cusco. Porque, además, me he quedado con las ganas de visitar Iquitos y la zona del Amazonas. Y las líneas de Nasca. Y el Titicaca. Y… Y, por tanto, habrá ocasión de volver, claro que sí.

Unas notas me gustaría resaltar sobre la profunda comunión que sigue existiendo entre los andinos y la naturaleza, con el culto a las montañas y la resistencia de la medicina naturista, las hierbas, pomadas y remedios tradicionales. El culto al agua, que viene desde tiempos inmemoriales. Y el desarrollo de la astronomía, que tenía que ver con lo mucho que necesitaban los andinos conocer el cielo para conseguir la máxima rentabilidad de la tierra, dado que la agricultura era su principal sostén de vida. O sea que el culto al Sol, señor y dador de vida, no era casual. Como no lo era, por otra parte, para otras tantas civilizaciones antiguas. De hecho, la traducción del quechua de lo que ellos entendían por Dios es «Fuente vital que nos da la vida».

Y, a partir de ahí, los tres escalones. Las tres gradas que podíamos ver en la foto de «Qosqo» que dejábamos esta mañana. Un símbolo del mundo pasado, del presente y del que está por venir. Igualmente, del mundo subterráneo, el mundo terrestre y el aéreo, simbolizados respectivamente por la serpiente, el puma y el cóndor.

Tres escalones. Símbolo mágico
Tres escalones. Símbolo mágico

No se puede entender la cultura andina sin su comunión con la naturaleza. No es raro que estos días se hable del fenómeno el niño, de los terremotos y las inundaciones. O leer frases como esta de David Frías Chávez, en la presentación de su exposición en el Museo de Arte Contemporáneo de Cusco: «Renacimiento de un milenarismo andino insurgente».

Vivir de acuerdo con la naturaleza, y no a sus espaldas y, ni mucho menos, acabando con ella.

Seguiremos hablando de respeto, sincretismo, fusión… y aniquilación. Como anticipo… ¿qué les sugiere la imagen, la visión de esta virgen?

Jesús Lens, cusqueño total.

CAMINO

No lloré viendo «Camino». No sé exactamente la razón, entré al cine convencido de que iba a ver un dramón decimonónico en que el malo de la película era la Iglesia, en concreto, una de sus sectas: el Opus Dei.

 

Por eso, nada más ver cómo empezaba el filme, en esa habitación del hospital, me quedé a cuadros. No porque la película empiece por el desenlace, algo habitual y a lo que estamos acostumbrados, sino por el tono, la serenidad y la contención con que está filmado.

 

Y ése es el gran acierto de Fesser, precisamente: no haber filmado el panfleto que «Camino» podía haber sido. El respeto, el cariño y cuidado con que está tratada la historia de esa niña enferma hace que la película sea irreprochable. No sé qué es lo que habrá fastidiado a la familia de Alexia, la chiquita en que la película está basada. Supongo que habrá sido la ficción que hace Fesser de convertir a Jesús en un niño, jugando con la humanidad y la divinidad del personaje y, por tanto, haciendo carnal ese amor tan inmenso de una personita que tuvo que ser sinceramente excepcional.

 

Y precisamente por eso, por la serenidad con que todo está contado, la película provoca tantas sensaciones en el espectador. Del goce de ver a una niña radiante y feliz a la indignación de ver cómo le van segando la hierba a sus pies, de forma sibilina, aprovechándose de su bondad, cortocircuitándole todas las vías que la chiquilla encuentra para ser feliz, desde la mera lectura de un libro de su elección a tomar parte en una representación teatral.

 

Sobre todo, porque el personaje de la hermana mayor es como una siniestra sombra de lo que espera a la pequeña Camino, en su futuro, si sigue bajo la zarpa de seda de su madre.

 

La interpretación de todos los actores, con la vitalista Nerea Camacho a la cabeza, es prodigiosa. Sin necesidad de estridencias o dramones existencialistas, sin apelar a la lágrima fácil o a histéricos conflictos entre los personajes -lo que habría servido de exorcismo para el espectador- Fesser consigue provocar sentimientos a menudo contradictorios. Por un lado, la alegría contagiosa de Camino, su entereza y su amor por su familia; impresionan.

 

Por otra parte, encontramos el estoicismo de los padres, su capacidad de aguantar los embates del destino. Un estoicismo que, a veces, provoca admiración y otras, sin embargo, resulta indignante, estomagante y angustioso, dándote ganas de saltar al otro lado de la pantalla y partirle la cara, esencialmente, al padre de Camino. Porque el límite entre la sorda resignación, la serena aceptación, la pusilanimidad y la estulticia pura y dura… es demasiado liviano.

 

O la frialdad de la hermana de la protagonista; su cara, su expresión de aturdimiento cuando Camino le dice que rezará para que también se ponga enferma y muera, ya que siente envidia porque ella pronto estará con Jesús…

 

Dos horas y media de puro cine. Un cine que no es fácil, pero que no deja indiferente. Cine de los sentimientos, de las relaciones, de las sensaciones. Tras la sorpresa que supuso, el año pasado, el triunfo en los Goya de la arriesgadísima «La soledad», de Rosales, este año ha ganado otra película a contracorriente, arriesgada y comprometida. ¿Un signo de que algo está cambiando, también, en el cine español?

 Lo mejor: Las (contenidas) interpretaciones de todos los actores, en una historia muy proclive al melodrama más facilón y sentimentaloide.

 

Lo peor: Que no sea una historia de ficción.

 

Valoración: 8 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.